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Aeropuerto de Madrid—Barajas

26 de octubre de 2013

Un taxi lo llevó directo al aeropuerto, a pesar del tráfico que congestionaba la ciudad a esas horas del sábado. Contaba con el tiempo justo, pero tenía esperanzas en lograrlo. Lo que estaba a punto de hacer, rompía las normas. No podía abandonar el país al estar siendo investigado y, de ser cazado, se metería en un grave problema. Compró un billete de avión a través de su teléfono mientras el taxista hacía malabarismos por saltarse las colas de vehículos.

—No sé si lo conseguiremos —dijo el conductor apurado, esforzándose por llegar a tiempo a la terminal.

—Haga lo necesario por llegar.

Media hora más tarde, el taxista lo dejó en la entrada de la terminal de Barajas. El arquitecto le dio una buena propina y corrió hacia el paso de control.

—Demonios… —murmuró al ver las colas de gente que esperaba su turno. El vuelo con destino a la isla de Malta salía en veinticinco minutos. Un pálpito le advirtió que no lo lograría. Se acercó a una de las familias con el teléfono en la mano y buscó su cartera, en caso de necesitar sobornarles, pero no fue necesario. Cuando vieron la expresión del hombre, algunos de los viajeros no se molestaron con dejarle pasar.

—Gracias, gracias, muy amable… —decía mientras caminaba con rapidez. A escasos metros del control, el teléfono móvil vibró.

Era el chófer.

—¿Qué ocurre?

—Van a por usted.

—¿Cómo?

—La Policía. Esos dos inspectores van de camino al aeropuerto —explicó el hombre—. Eso es lo que les he escuchado decir.

—Pero, ¿cómo? ¿Silvia me ha delatado?

—No, no. No se preocupe por ella. Ha hecho lo que le ha dicho —respondió rebajando la preocupación—. Ese policía, Peña. Me temo que le ha leído el pensamiento. La chica les debe haber contado lo de Malta y ha sido el detonante para que saliera disparado de la oficina.

—¿Estás seguro?

—Y tanto. Le he escuchado decir que iba hacia el aeropuerto, antes de salir.

—Maldita sea. ¿Cuánto hace de eso?

—Unos diez minutos —dijo con preocupación—. Todavía está a tiempo de dar marcha atrás. Con la declaración, no tendrán nada por lo que acusarle. Será una cuestión de días que todo esto se aclare.

—Me temo que no será posible, Mariano —dijo y vio cómo llegaba su turno. Un guardia esperaba a que cruzara el detector—. Tengo que dejarte. Hay asuntos que no pueden esperar.

Después colgó y apagó el dispositivo. Dejó las pertenencias en una bandeja y pasó con las manos en alto.

—Puede continuar —dijo el guardia de seguridad.

Agarró su bandeja, sin levantar la mínima sospecha de los guardias civiles que custodiaban armados las inmediaciones. Con paso confiado y natural, buscó su puerta de embarque en el panel de vuelos y comprobó la hora. Por megafonía, una azafata anunció en español e inglés que pronto cerrarían las puertas. Recorrió un pasillo y vio el monitor con el nombre de su destino.

—Buenas noches, señor. Estamos embarcando ya —le advirtió una mujer—. ¿Su billete?

—Claro… —dijo mirando hacia el control, que ahora se encontraba en el horizonte. Oyó un lejano bullicio al otro lado de la cola, casi imperceptible, pero ya no le preocupó.

Le mostró el teléfono y pasó el detector de código de barras.

—Gracias. Que tenga un buen viaje.

Él respondió con una sonrisa y puso el teléfono en modo avión. Después se perdió por la pasarela de embarque.


Siempre detestó los despegues. Era lo más cercano a la muerte que se podía sentir.

Un fallo y, en cuestión de segundos, todo se iría al cuerno.

Notar la sensación en el cuerpo al luchar contra la fuerza gravitatoria, dentro de aquel tubo de asientos y estrés humano, le era, cuanto menos, desagradable.

El vuelo a la isla no era muy largo. Calculó que llegaría a tiempo para la noche. Quizá, con un poco de suerte, lo encontraría antes de que desapareciera por completo.

Comprobó el reloj, miró hacia el pasillo y observó todas las cabezas que tenía por delante. Segundos después, la mujer que ocupaba el asiento de al lado, regresó del cuarto de baño. Era más joven que él, intuyó, aunque tenía el rostro más arrugado de lo habitual, sobretodo, cuando sonreía. La desconocida le regaló una mueca amable, se acarició el pelo en un gesto instintivo, recuperó el libro que había dejado sobre el asiento y se acomodó.

Ricardo comprobó la portada. Era uno de los famosos libros de Stieg Larsson. Un thriller, a fin de cuentas. Los conocía de oídas, aunque no había leído ninguno.

La mujer notó su invasión visual, pero hizo casi omiso, para centrarse en las páginas del libro. Tenía el cabello ondulado, con algún que otro tirabuzón, y la mirada morena, como el color de su pelo. El arquitecto pensó en la portada de esa novela, en su acompañante, y no pudo remediar que la mente lo llevara hasta Silvia Cabezo, su secretaria.

Un dolor tremendo le atravesó el pulmón, como si cada respiración le hiciera sangrar por dentro. ¿Qué había hecho?, se preguntó en silencio, apoyando la cabeza contra la ventana del avión.

Aquel asunto se le había ido de las manos, explotándole como una granada y alcanzando a quien no debía.

Silvia, pobre Silvia, se dijo en unos atisbos de iluminación mental. Le había destrozado la vida.

Volvió a cerrar los ojos, presa del sufrimiento que ahora él llevaba dentro. Todo salió a la superficie de golpe, en el interior de aquel lugar, sin esperarlo, creyendo ser lo suficientemente fuerte como para digerirlo sin más. A fin de cuentas, Ricardo también era una persona y se emocionaba. Para él, el mayor de sus defectos.

Atrapado en el reducido espacio del asiento, buscó la manera de regresar a la calma. No quería asustar a esa pobre mujer y sacarla de su lectura, aunque la pasajera ya se había dado cuenta de la inquietud del arquitecto.

Desvió los ojos, echó el libro a un lado y se acercó a él.

—¿Se encuentra bien? —preguntó preocupada—. ¿Quiere que llame a la azafata?

—¿Eh? No, no, gracias —dijo levantando los dedos, como si aquello fuera algo de lo más habitual—. La jaqueca, en las alturas, duele por dos.

Ella miró al suelo, a modo de compasión, y levantó el labio inferior. No supo qué decir porque tampoco podía ayudarle.

Después regresó a las páginas.

Donoso estiró los brazos, miró por el cristal y solo vio oscuridad, una oscuridad absoluta, un mar de tinta negra como el que se había apoderado de él.

Pero, ¿por qué? ¿Cómo había terminado así? ¿Cómo estaba siendo capaz de arruinar su vida de esa manera?, reflexionó de nuevo hundido en la ansiedad. Las preguntas iban y venían, como un péndulo. No necesitaba cuestionarse nada más. No había subido a ese avión por dinero, ni por vengar a esa chica. Lo estaba haciendo por algo superior a cualquier razonamiento humano. Desde el primer momento en el que se vieron, aquella noche en la que Verónica se lo había presentado, supo que había algo turbio y sórdido en Álvaro Ruiz de Sopena. Lo reconoció porque también habitaba en él. Y ahora estaba en lo cierto.

El arquitecto se había acercado, inconscientemente, como un imán, como el depredador que era, para aniquilar cualquier clase de amenaza que pusiera en peligro su integridad. Esa era la razón que había puesto de patas arriba su normalidad. La misma que lo había inducido al caos cada vez que salía de caza. Los tipos como Ruiz de Sopena, tal vez burlaran las leyes humanas, pero no podían quedar impunes por lo que habían cometido. Cada uno elegía su lado y Donoso había escogido el suyo para mantenerse a salvo.

Digerir un golpe como aquel, requería algo más que unas rayas de cocaína. No existía vuelta atrás porque no iba a tomar un avión de regreso en cuanto llegara al aeropuerto. Al contrario, estaba dispuesto a rastrear cada rincón de la isla, hasta dar con esa bestia.

Cuando volvió a mirar por la ventana, a lo lejos, unas luces iluminaban la isla.

Comenzaba la cuenta atrás.