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El interior del sedán alemán olía a ambientador de pino, a tapicería de piel limpia y nueva. El automóvil era uno de los caprichos que se había dado tras la inauguración del estudio.

Nunca había comprado un coche en un concesionario. Se sintió bien al hacerlo y fue un experimento social de lo más entretenido. Le fascinaba observar cómo los vendedores de vehículos eran capaces de elogiar hasta el color del traje del cliente, a cambio de una comisión. Ricardo disfrutaba con las preguntas, dejando esas pequeñas migajas de manual que alertaban al vendedor de la posible compra. Cuando sentía la seguridad de estos, reculaba, los confundía, y volvía a empezar de nuevo con las cuestiones sobre la equipación del vehículo.

Hasta la fecha, sus prioridades habían sido otras, dejando lo material a un lado para construir un ambicioso plan de vida. Lo había levantado todo con sus propias manos, después de muchos años de trabajo, austeridad y paciencia. Le gustaba conducir, la adrenalina, el placer de sentir la velocidad a sus pies, pero no era estúpido y, dado que su finalidad era la de pasar desapercibido, con un deportivo habría llamado la atención entre sus conocidos. Aquel utilitario tenía todo lo que el arquitecto buscaba: potencia, comodidad y un diseño serio. Y lo mejor de todo era que se podían ver montones como el suyo por la capital.

Sintonizó Radio Nacional Clásica mientras se dirigía al este de la ciudad en dirección al barrio de Palomas. El tráfico de la mañana congestionaba las arterias principales y el cinturón de la ciudad, pero no le importaba en exceso, a diferencia de otros conductores que enfurecían desde sus asientos al ver que las colas no avanzaban.

El teléfono vibró. Un nuevo mensaje de texto.

Cuando lo abrió, leyó el nombre del remitente: Verónica Sagasta.

«Interesante», pensó y dibujó una sonrisa pícara en su rostro.

Sagasta era una atractiva comerciante de arte, siete años mayor que él, hecha de un linaje muy diferente al suyo y casada con el millonario Álvaro Ruiz de Sopena, un inversor español que había hecho fortuna, años atrás, en el mundo de las finanzas.

Se habían conocido en el jardín del Hotel Miguel Ángel, en uno de los muchos eventos en los que la clase política, los reyes de las finanzas y los empresarios más importantes del país se reunían para hablar, beber, reír y establecer nuevos contactos. Ella no tuvo reparo en presentarse al arquitecto, al cual había marcado con su ojo desde los primeros minutos de la noche. Una velada fructífera a la que Donoso fue acompañado de Priscila, una hermosa y joven modelo mexicana con la que entonces se veía, pero que no llegó a más.

Los cócteles relajaron la conversación y Donoso, sin ningún tipo de reparo, le pidió a la galerista que le presentara a su marido. Esa noche, consiguió la palabra de un hombre que, meses más tarde, lo incluiría en el ambicioso proyecto de oficinas.

Para entonces, a Donoso y a Verónica Sagasta no les unía más que una relación de deseo prohibido, además del interés del arquitecto por conocer la opinión de su esposo acerca del famoso Proyecto Madrid. A pesar de la sensualidad de la mujer y la insistencia en reunirse a solas para tomar una copa, el arquitecto no estaba dispuesto a cruzar ciertas líneas rojas, si no era súbitamente necesario.

«Voy a comer en El Paraguas a las 15 con una amiga. Café a las 16:30 en el 1912».

Don sonrió de nuevo y se rascó el mentón.

Le resultó graciosa la insistencia de esa mujer, que parecía ser la clase de persona que hacía todo lo contrario a lo que se esperaba de ella, y se preguntó si tendría un doble interés.

A Verónica le gustaba jugar, por eso era una buena mercader, capaz de vender obras sin ningún valor por grandiosas sumas de dinero. Las malas lenguas hablaban de fraude, de falsificaciones y de especulación, pero Donoso prefería no interferir en los asuntos privados que no le afectaran a él. Era el néctar de esa mujer y lo expandía por todas las áreas de su vida. Probablemente, caviló el arquitecto, no estaba acostumbrada a que le llevaran la contraria, ni a recibir una negativa por respuesta.

Volvió a leer el contenido del mensaje. La frase daba pie a diferentes interpretaciones. Una afirmación, nada más. Un mensaje propio de telegrama. Había sido enviado desde su número personal, lo cual indicaba que no tenía ningún pudor en ocultarle sus coqueteos al marido. Puede que este ni siquiera estuviera interesado en lo que su señora hacía cuando él no estaba con ella, ya que él también guardaría sus propios secretos.

La cola del tráfico comenzó a moverse. Los vehículos volvieron al cauce de la carretera. Donoso puso primera y aceleró con suavidad. Sospechó que Sagasta sería consciente de la agenda de su esposo y que, probablemente, antes de su encuentro en el restaurante, el arquitecto y él se reunirían en el estudio.

Esa mujer era aguda en todos los sentidos, pensó, así que decidió responder con silencio. Después de todo, hasta que lo hiciera, como en una partida de ajedrez, seguiría teniendo la última palabra.


RD Arquitectos, Barrio de Palomas (Madrid)

23 de octubre de 2013

Abandonó la vía de varios carriles para tomar la salida que lo dirigía a las inmediaciones del estudio. Había invertido una gran cantidad de dinero en levantar el edificio. Para él, era casi como su segunda vivienda. Cansado de vagar por los locales del centro de la ciudad, apartamentos y bajos comerciales convertidos en espacios de trabajo asépticos o en modestas oficinas que no transmitían nada, su visión lo llevó más allá de lo que un estudio de arquitectura se limitaba a hacer. Donoso había ansiado ser grande, llevar su marca a lo más alto, y para ello necesitaba que la experiencia, tanto del cliente, como la del propio empleado, fuera única, desde el momento en el que se cruzaba la puerta de su castillo hasta que se abandonaba. Y así lo había diseñado.

Una gran explanada de asfalto, delimitada por un parque de pinos y césped, formaba el aparcamiento del estudio. El lugar podía albergar más vehículos de los que realmente acogía, pero la sensación vacía del recinto otorgaba, al edificio que tenía delante, un aura de tranquilidad.

Aparcó en su plaza, alejada de los seis coches que había en el otro extremo.

Oyó el crujir de los neumáticos sobre la grava y apagó el motor del sedán. Después abrió la puerta. El fresco matinal lo recibió de golpe y la brisa despeinó su flequillo ondulado hacia un lado.

Frente a sus ojos, el magnánimo estudio de dos plantas, monocolor, blanco y minimalista.

En la entrada, una enorme puerta de cristal automática daba paso al vestíbulo, en el que se encontraba la recepción, un salón de espera con varios sofás y un ascensor que llevaba al piso superior. El segundo nivel, acristalado por los cuatro costados, daba lugar a la zona de trabajo del estudio.

Una amplia planta diáfana, futurista, que albergaba una pequeña cocina para los empleados, un espacio abierto donde los empleados trabajaban, un escritorio para la secretaria y una sala de juntas cerrada e insonorizada. Un detalle que daba confianza a los clientes que visitaban la firma, a pesar de que Donoso tuviera la sala llena de micrófonos inalámbricos conectados a su ordenador personal.

Tanto dentro como fuera, todo lo que ocurriera allí, estaba bajo su vigilancia.

Finalmente, a un costado del piso y con vistas al aparcamiento, se encontraba situada la sala de cristal, el despacho de Ricardo Donoso: una oficina de veinte metros cuadrados, con vistas al exterior, y separada del resto por tres paredes de cristal grueso que silenciaban todo ruido que se produjera dentro del despacho. Así, el arquitecto transmitía transparencia a sus empleados, a la vez que podía controlar cada uno de sus movimientos sin levantarse de la silla.

Cada detalle había sido pensado y elegido conforme a una finalidad. Donoso estaba obsesionado por el control absoluto, por la perfección del diseño y aquel edificio era la muestra de ello.

Con el maletín en la mano, cruzó la entrada. Escuchó el eco de sus zapatos sobre el mármol blanco y brillante que el personal de limpieza había dejado impoluto.

—Buenos días, señorita Álvarez —dijo con voz grave y seria a Marian, la joven recepcionista que hacía esfuerzos por ganarse la simpatía del ricachón.

Nerviosa, pestañeó y le regaló una sonrisa de la que, segundos más tarde, se avergonzaría.

—Buenos días, señor Donoso.

El arquitecto caminó en línea recta con paso lento hacia el ascensor, cuando percibió un detalle. Dada su altura, podía ver lo que la joven Marian tenía tras el mostrador. Se detuvo y notó, sin llegar a encontrarse con sus ojos, cómo ella lo miraba con miedo. Después se giró bruscamente y se acercó a la recepción. Las manos de la joven temblaban como un flan.

Donoso señaló a un café para llevar junto a una bolsa de papel de una conocida franquicia de café. Del interior, sobresalía una galleta redonda con pepitas de chocolate. Entendió que era su desayuno.

Esperó unos segundos. Respiró con calma y expandió su presencia. La chica aguardaba expectante a lo que tuviera que comentar. El silencio solo generaba más incomodidad para ella.

—Dígame una cosa, señorita Álvarez… —dijo y volvió a hinchar los pulmones—. ¿Le cuesta llegar puntual a la oficina?

No supo qué decir. No esperaba una pregunta así por su parte. Nunca había llegado tarde, al menos, más tarde que él.

—No, señor.

—¿Cuánto tiempo necesita para llegar al estudio?

Marian miró a ambos lados mientras decidía si mentir o contarle la verdad. Pese a su frialdad, lo último que deseaba era aleccionarla. Donoso no olvidaba, recordaba de dónde procedía y lo difícil que era ganarse el respeto de quien te pagaba. Marian no le había decepcionado nunca. Aunque fuera insegura, en algunas ocasiones, a la hora de tomar decisiones, era capaz de ponerse en sus zapatos.

—Media hora… —dijo con timidez, buscando un halo de certeza que no logró manifestar. El arquitecto sabía que no era cierto.

Él mismo había revisado su currículo personal.

—Ya.

—¿Ocurre algo? —preguntó y miró al café que ocultaba bajo el mostrador.

—A partir de ahora, entre treinta minutos más tarde, a las ocho y media —ordenó mirándola fijamente. Sus palabras parecían penetrar en las pupilas de la joven como hierro incandescente. Podía leer sus pensamientos y también sabía que ella se sentía atraída por la confianza que desprendía con su presencia allí dentro, fruto de la erótica del poder. La mente era tan maleable a los entornos como un pedazo de metal líquido. Solo había que calentarla lo suficiente para que se dejara moldear al antojo de quien llevaba los guantes—. Saldrá a la misma hora de siempre y no afectará a su salario. ¿Entendido?

—Sí, claro. Como usted diga, señor Donoso.

—Muy bien —contestó con voz seria y se giró de nuevo, desviando la vista hacia el elevador. Después, como si hubiera olvidado algo importante, volteó la cabeza y se dirigió a ella por enésima vez—. Y hágase un favor, Álvarez. Prepárese un buen desayuno en casa, en lugar de esa basura industrial. Usted es joven, hermosa e inteligente. Le espera un futuro prometedor. La presencia y la salud lo son todo. No las arruine.

La joven no supo qué decir, el corazón le bombeaba tan fuerte que le hacía temblar la voz. El arquitecto le ahorró el mal trago, sin darle derecho a réplica.

La recepcionista siguió sus pasos con la mirada hasta que desapareció.

Las puertas de hierro se abrieron hacia ambos lados y Donoso puso un pie en el interior del ascensor.

Luego pulsó el botón, miró al frente y las puertas se cerraron.