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Hotel Hospes Maricel (Calvià, Mallorca)

3 de julio de 2014

Abrió los ojos y atisbó el Mediterráneo a sus pies, desde la cama. El lugar no podía ser más idílico. Estaba mirando el anochecer en el interior de uno de los hoteles más emblemáticos de la isla, con una fachada renacentista propia del siglo XVI y una ubicación privilegiada a pie de playa.

El sol había desaparecido y, desde su posición, contempló una línea azul que se difuminaba en el horizonte desde lo alto. Pensó que aquel sería el lugar donde morían los sueños y las pesadillas de la humanidad. Fue una extraña sensación. De pronto, notó una corriente de aire procedente del exterior. Las piernas finas y bronceadas de su acompañante cayeron en la cama. Una mujer rubia, de cabello dorado, con el rostro tostado y unos ojos azules como el color de una piscina, se abalanzaron sobre él con deseo.

Oh, my darling… —dijo la mujer, en un triquini blanco que dejaba al descubierto parte de su cuerpo. Luego se acercó a él y lo besó en los labios—. ¿Vas a dormir más siesta?

Don sonrió. Había descansado casi tres horas y Fiona Stone, la nueva Julia Roberts independiente de Hollywood, demandaba un poco de atención para que el español saciara su apetito sexual.

Desnudo, la agarró cuidadosamente del cuello y tiró hacia él para besarla de nuevo.

Pronto, se fundieron en un momento de pasión que terminó uniendo los dos cuerpos, en el más puro e intenso orgasmo, bajo las sábanas de aquel hotel de lujo.


Cuando la actriz se quedó dormida, abandonó la cama con sigilo, se vistió con una camisa veraniega, vaqueros y alpargatas menorquinas, y abandonó la habitación sin hacer ruido.

Desde el episodio maltés, los impulsos de actuar habían crecido con más y más intensidad. Temía no poder controlarlos y, desde aquella noche en el yate, no había vuelto a cometer ningún crimen. Por suerte, la visita de la actriz, a la cual había conocido años antes de que fuera famosa, sirvió de válvula de escape y coartada para cubrirse las espaldas.

Llevaba tiempo fijando un objetivo que estuviera acorde con el nuevo código de conducta. En un principio, la americana había reservado su hotel en Ibiza, pero la insistencia del español obligó que terminaran juntos en Mallorca.

La jugada le salió redonda.

Era su tercer día y ya había localizado a un conocido presentador de televisión aficionado a acostarse con menores de edad a cambio de dinero. Para el arquitecto, aquello no estaba bien, independientemente de que los menores consintieran lo que hacían.

Pero su caso no era el más cortés. Los rumores hablaban de abusos en los camerinos, de relaciones forzadas y de acoso por las redes. Motivos suficientes para despertar el interés del arquitecto.

Una vez localizada su habitación, lo había visto varios días antes en la playa, hablando con una joven, la misma que entraba a su habitación por la noche. Una, podía ser casualidad, pensó. Dos, una coincidencia. Tres, una rutina. La cuarta noche, la carrera del presentador sufriría un accidente.

Ricardo comprobó la hora, bajó hasta la planta donde se encontraba la habitación de la estrella mediática y tocó la puerta con los nudillos.

Cuando abrió, el hombre de gafas y pelo rizado, lo miró sorprendido.

—Vaya, esperaba a alguien más… joven.

—¿No te gusto? —preguntó el arquitecto y empujó hacia dentro. El presentador retrocedió. Le gustaba lo que veía y disfrutaba con el juego de roles. Don llevaba una actitud dominante y el invitado se dejaba llevar. Sin permiso, cruzó la entrada y cerró la puerta.

Después se desabrochó el primer botón de la camisa lentamente. Los ojos del famoso se perdían en el cuerpo de Don.

—No, no me importa —contestó hipnotizado y se acercó unos centímetros a él. A Ricardo le pareció repugnante, pero siguió con el juego. Por el rabillo del ojo se cercioró de que las cortinas estuvieran pasadas. Aquel desgraciado tomaba sus precauciones. Cuando llegó al tercer botón, se dio cuenta de que lo tenía casi encima—. Puede que sea mi día de suerte.

Una malvada sonrisa se dibujó en el rostro del arquitecto.

De pronto, sus pupilas se dilataron como una onda expansiva en el agua.

El iris de sus ojos adoptó un tono grisáceo y opaco.

El presentador se asustó, se echó hacia atrás y la mano del verdugo le apretó la nuez con fuerza hasta dejarlo sin habla. No podía gritar y apenas respiraba. Las venas del cuello sobresalieron en su piel. Su rostro se arrugó, poniéndose colorado como un tomate maduro. Había fantaseado con ese momento, pero nunca imaginó que tuviera un final así.

—Tal vez sea tu día de suerte… o tal vez lo sea el mío.