5
Olía a fragancia masculina. La colonia se había esparcido por toda la sala. Donoso sabía reconocer cuando un hombre llevaba el porte de la elegancia con naturalidad, básicamente, porque había nacido con él.
Lo sabía de buena mano.
Él no había tenido esa suerte y, tras muchos años de estudio e imitación, comenzaba a acercarse al ideal que había concebido en su juventud.
Álvaro Ruiz de Sopena era un madrileño de pura cepa, criado en los mejores colegios de la ciudad, miembro de las camadas de adinerados entre los que figuraban hijos de ministros, expresidentes del Gobierno y personajes de la aristocracia española. Su historial era extenso: hijo único, huérfano al poco de cumplir la mayoría de edad y una vida universitaria cargada de excesos, lujo y vacaciones en América.
De aquellos viajes, en los que había quemado gran parte de la herencia recibida, supo aprovechar los contactos que había forjado durante sus juergas.
Sin ayuda, logró poner en marcha varios negocios de hostelería española en la capital neoyorquina. Su olfato para los negocios, la labia innata y el talento para transmitir seguridad y éxito a su lado, le llevó a recuperar parte de la herencia perdida y a multiplicar su patrimonio después de varios movimientos acertados.
Con treinta y cinco años recién cumplidos, el amor se cruzó en su vida en una fiesta privada en Los Ángeles. Llevaba el nombre de Verónica y el apellido pertenecía a una de las sociedades familiares más importantes del país: los Sagasta.
Una joven rubia, de cuerpo esbelto y mirada pícara, lo enamoró en un pestañeo.
Para entonces, Verónica Sagasta ya tenía decidida su carrera y viajaba por la Costa Oeste en busca de artistas y obras para importar y vender en Europa. La idea de ganar dinero a través del arte, fascinó al joven millonario.
Tras dos años de relación y vuelos a diferentes puntos del globo, la pareja contrajo matrimonio en La Almudena de Madrid.
Un expediente de ensueño, que difería mucho de la sufrida y lenta trayectoria que había desarrollado el arquitecto.
Donoso nunca pensaba en ello. No había elegido su origen, así que tuvo que poner remedio a su destino.
Pero la idílica historia de Ruiz de Sopena se había visto manchada, de manera inesperada, desde un tiempo atrás. Circulaban rumores que alimentaban el bulo de un matrimonio fracasado. Chismes inciertos, difamaciones sobre el mal funcionamiento de sus negocios y una noticia que llegó en plena crisis económica española: el millonario estaba arruinado.
Donoso conocía de su existencia, aunque jamás había establecido una relación hasta un año atrás, en la terraza de ese hotel.
A pesar de todo, la imagen de aquel hombre brillaba como si todo siguiera el cauce que debía mantener.
El arquitecto encontró al inversor tranquilo, sonriente y con los párpados relajados. Había tenido cientos de encuentros idénticos, ocupando diferentes lugares de la mesa, y sabía reconocer cuándo una persona estaba dispuesta a mentir. No era el caso de su cliente, así que decidió darle una oportunidad.
—Pensé que nos había plantado —dijo rompiendo el hielo y se levantó de la silla para ofrecerle la mano—. Es todo un placer verle de nuevo, Donoso.
—La sorpresa es mía —respondió tajante para demostrar desacuerdo frente al imprevisto—. No le esperaba aquí. Al menos, hoy. ¿A qué se debe?
—Me gusta obtener la información de primera mano —respondió el inversor—, sobre todo, si es mi dinero el que está en riesgo.
El arquitecto tomó asiento y vio cómo la otra persona ponía una carpeta amarilla sobre la mesa. Algo estaba sucediendo, pensó Ricardo, aunque no sabía muy bien el qué. La tranquilidad que manifestaba Ruiz de Sopena, poco tenía que ver con sus palabras.
Una incongruencia flotaba en el ambiente.
En ese momento, la puerta se abrió, antes de que respondiera. Silvia Cabezo entraba con dos tazas de café y una botella de agua.
—Gracias —dijo el arquitecto. El inversor volvió a mirarla, en silencio, mientras esperaba que se reanudara la conversación. Donoso se dio cuenta de ello y entendió el malestar de su empleada—. ¿Y bien?
La puerta se cerró. Volvían a estar solos.
—Lo primero de todo, me gustaría que aclarara por qué ha mencionado la palabra riesgo. Hasta la fecha, no parece que haya ningún inconveniente para que les otorguen los permisos de construcción necesarios.
—Ha habido algunos cambios —dijo el hombre y juntó las manos. Después se apoyó la espalda en el respaldo y miró fijamente al arquitecto—. La constructora encargada se ha echado atrás.
—A última hora.
—Así es. Ya ve cómo son estas cosas.
Don frunció el ceño. Se preguntó quién haría algo así en una oportunidad de negocio como aquella. Era absurdo.
—¿Se conoce la causa?
—No… —respondió y se acercó a la mesa para dar un sorbo al café. Levantó la taza, bebió su contenido de un trago y después la dejó sobre el plato—. Pero, ¿qué importa? Encontraremos otra. Esto es España, el país del ladrillo.
—¿Tiene algo que ver con las últimas noticias publicadas en Internet?
La pregunta irguió la espalda del inversor. No le gustó en absoluto.
—¿Está tomándome el pelo, Donoso? —cuestionó con una mirada tensa—. Le distinguía por alguien serio. Esas habladurías se pagan a mil euros. Podría comprar los periódicos para que hablaran de mí a diario, pero no tengo tiempo para perderlo en semejantes estupideces. ¿Quién diablos compra la prensa hoy?
—Ya —dijo el arquitecto y le dio un sorbo a su taza para ganar tiempo. A pesar de ese ligero enfado, propio del orgullo, el hombre que tenía delante no parecía inmutarse—. No quiero ser descortés, aunque me gustaría que me explicara qué hace aquí.
—Teníamos una reunión. ¿No?
—Me temo que no, exactamente…
Ruiz de Sopena miró a su acompañante. El súbdito esbozó una sonrisa de complicidad.
Después empujó la carpeta amarilla hacia el lado de la mesa donde se encontraba Donoso.
—Quería transmitirle personalmente el mensaje y, de paso, asegurarme de que esto sigue adelante, de que cuento con usted —argumentó enseñándole una dentadura perfecta. Era la clase de persona que disfrutaba cuando el guión planeado seguía su curso—. No puedo permitirme más fugas, como comprenderá. Tan solo firme el acuerdo y no volverá a verme hasta que el Proyecto Madrid se ponga en marcha.
Don abrió la carpeta.
En efecto, era un contrato legal para sellar su participación, pero no le convenció la idea. Había algo turbio en ella, simplemente, porque no se procedía así. Faltaba documentación y no se conocía al resto de empresas que participarían. Firmar esos papeles, ponía en un compromiso al estudio. No iba a comprometer su carrera de esa manera. Tras hojearlo por encima, cerró la carpeta y lo devolvió al abogado.
—No le convence —comentó el inversor—. Por favor, Pérez, ayúdelo a entrar en razón.
El abogado, un hombre rubio, con gafas y que actuaba como títere del inversor, sacó un maletín negro de piel y lo puso encima de la mesa. Don se imaginó el contenido, aunque la cifra variaba en su cabeza.
—Ábralo —ordenó Ruiz de Sopena.
—No pienso tocarlo —dijo Don escéptico—. ¿Qué pretende?
Con un chasquido de dedos, el cliente ordenó al abogado que abriera la maleta. Este quitó los dos pestillos laterales y destapó el maletín.
Dinero. Montones de billetes de doscientos euros, empaquetados y alineados.
—Trescientos mil euros —dijo con voz grave—. Por si se molesta en contar…
Una cifra abrumadora, pensó el arquitecto. Un soborno tentador.
Con todo ese dinero, las posibilidades se ampliaban.
Donoso vivía un momento dulce en su carrera profesional, pero era consciente de que siempre podía mejorar. Con trescientos mil euros en el bolsillo, y sin declararlos, podría cubrirse las espaldas en el caso de que todo fuera mal.
El inversor volvió a chasquear los dedos y el abogado se levantó de la silla para cerrar el maletín.
—Entonces, ¿qué me dice?
Un cosquilleo se apoderó del estómago de Donoso. Era tentador, pero algo le decía que no debía tomarlo.
—Lo siento.
—¿Está seguro, Donoso? —insistió el cliente, tensando ligeramente el tono de su voz—. Es de mala educación rechazar un regalo… ¿A qué teme? Lo sentirá más tarde si no lo acepta.
Ricardo Donoso apretó las mandíbulas. Las palabras de aquel hombre removieron sus entrañas de mala manera. Detestaba las injusticias, pero todavía más a quienes forzaban las situaciones para salirse con la suya.
Tanto el abogado como el inversor contemplaban expectantes su reacción.
Por desgracia para ellos, el arquitecto ya había tomado una decisión y no pensaba dar un paso atrás.
La mirada provocadora de Ruiz de Sopena incendió su interior.
Durante un par de segundos, se imaginó ahogándolo con sus propias manos, aplastándolo contra la mesa.
—Me temo que esta reunión ha terminado —respondió tajante—. Por mi parte, no tengo nada más que añadir.
Por primera vez en todo el encuentro, el inversor manifestó su descontento dando un pequeño golpe a la mesa. Ninguno de los dos entendía la rigidez del arquitecto.
Donoso se puso en pie y los dos hombres hicieron lo mismo.
—Comete un error y se arrepentirá cada vez que vea el edificio terminado, en lo más alto de la ciudad. ¿De verdad que va a dejar pasar este tren?
—Ahórrese los juegos psicológicos. No funcionan conmigo.
—No le estoy amenazando, Donoso —dijo y se dirigió a la puerta—. Simplemente, creía que era un hombre íntegro. Con el tiempo, lamentará lo que ha hecho.
—¿Silvia? —preguntó el arquitecto al abrir la puerta. La secretaria se puso en pie.
—No se moleste. Conozco el camino.
—Suerte con su proyecto.
—Suerte con esto —dijo señalando al estudio con desprecio—. Le hará falta.
Silvia Cabezo se quedó unos pasos por detrás de su jefe.
La mirada de Ricardo seguía las siluetas de los dos hombres, que caminaban con seriedad y firmeza hacia el ascensor. Lomana, como era de costumbre, observaba la situación por encima de la pantalla.
El extraño abogado sujetaba el maletín con su mano derecha.
«Trescientos mil euros», repitió el arquitecto en silencio.
—¿Señor? —preguntó la dulce voz de la secretaria, rompiendo el trance en el que se había sumido el arquitecto y trayéndolo de vuelta—. ¿Ha ido bien la reunión?
Él seguía vigilando a los hombres, que cruzaron el umbral del ascensor y desaparecieron sin volver a mirarlo.
—No lo creo. Pero lo solucionaré.