26

Tomó un gran impulso y derrumbó la puerta con el hombro. Sintió un fuerte dolor en el brazo, pero había merecido la pena. Tras él, el chófer siguió sus pasos.

El cobertizo estaba oscuro, olía a suciedad y a cerrado. El espacio era pequeño, reducido, como uno de esos vagones de rodaje de película, por lo que no necesitó más para saber que estaban solos. Tirada en el suelo, apoyando la nuca en la pared, Silvia Cabezo respiró aliviada al verlos entrar. Mariano abrió la única ventana que había en uno de los laterales y permitió que entrara la brisa fresca del atardecer. Pronto, se renovó el aire del interior.

El arquitecto le quitó el esparadrapo de los labios. Las lágrimas de miedo caían por su suave rostro, ahora inflamado por los golpes, y terminaban en el escote de su blusa. Al verla, no supo cómo reaccionar, pero se fijó en que unos botones de la prenda estaban abiertos. Se acercó a ella y la miró a los ojos. Después cerró los botones.

—Estás a salvo, Silvia —dijo con su voz seria y profunda. De rodillas, se quedó pensativo unos segundos, mirando a su alrededor. La secretaria se limitaba a dar respiraciones cortas, como si se ahogara del pánico—. ¿Dónde están?

—No lo sé… —contestó y rompió a llorar de nuevo. Los dos hombres se miraron e imaginaron lo que habría sucedido allí dentro. Ahora, Ricardo debía manejar la situación con delicadeza. Ella estaba pasando por un momento muy sensible y, si quería que colaborara con él, debía empatizar con sus emociones—. Quiero irme a casa…

Balbuceó de nuevo. Las palabras no le salían, a diferencia del mar de lágrimas que enrojecían sus ojos. Probablemente, llevara unas cuantas horas sin comer, beber o ir al baño. Donoso la desató de las cuerdas que le apretaban los tobillos y las muñecas. Sin tocar su cuerpo, sintió que lo liberaba de algún modo. Las marcas eran visibles en la piel y le habían dejado rozaduras y pequeñas heridas sobre las extremidades.

Una mirada de la chica fue suficiente para decirle que él era el culpable de lo que había sucedido. Don apretó las mandíbulas y apartó la mirada.

Lo más probable era que hubiese escuchado las conversaciones y estuviera al tanto de la situación. En esos momentos, sus sentimientos hacia él eran de odio. Pura rabia. Pero no logró sentir nada más que pena por ella. La lástima de quien mira a la desgracia desde lejos, como si perteneciera a otra persona.

—¿Dónde está? —preguntó poniéndose en pie—. ¿A dónde ha ido?

—Señor… —intervino Mariano, atento a la conversación. No era momento más oportuno para presionar a la chica.

Donoso le hizo un gesto con la mano para que guardara silencio.

Ella se limpió las lágrimas con la mano y secó los dedos en la falda. Quería llorar de nuevo, quería desahogarse y desaparecer, aunque entendió que no serviría de nada delante de esos dos hombres.

—Tienes que decirme dónde está, Silvia.

La secretaria levantó los ojos enfurecida.

—¿Cambiará algo, Ricardo? —preguntó destrozada, aguantando el llanto para no derrumbarse de nuevo—. ¿Ayudará para que olvide lo que me han hecho?

Indiferente a su reacción, tomó aire y lo expulsó, como si aguardara su turno.

—¿Qué importa eso ahora? Aún puedo encontrar a ese cabrón.

Ella sonrió incrédula, odiándolo todavía más. No podía hacerse la más remota idea y entendió que no le importaba un carajo lo que le hubiera sucedido.

—Eres increíble.

—Ese hombre no puede quedar libre —contestó cada vez más serio—. No puede volver a hacer lo que te ha hecho.

Sus palabras cambiaron la opinión de la mujer. La idea de que otra persona pudiera ser víctima de otro macabro episodio, la paralizó. Así y todo, su jefe llegaba demasiado tarde para hacerse el héroe.

—No lo encontrarás Ricardo. No te dará tiempo…

—Verónica, dime a dónde cojones ha ido.

Ella lo miró.

—Está en Malta, en La Valeta —respondió finalmente, visto que el arquitecto no cesaría de insistir—. Ha salido esta mañana y se reunirá esta noche en el bar del Phoenicia Malta, con el hombre que se encargará de su yate cuando llegue a Túnez.

—¿Túnez?

—No te dará tiempo. Tiene previsto abandonar el puerto a la una de la madrugada.

El arquitecto miró la hora.

—Puede ser.

—Es una locura, Ricardo. Ese hombre es un sádico… ¿Por qué diablos tuviste que coger ese maletín, Ricardo? ¿Por qué? ¡Habla, joder!

La mujer enloqueció impotente, colérica y decepcionada por el egoísmo que había mostrado el arquitecto hacia ella. Se abalanzó sobre él y comenzó a golpearle con los puños en el pecho, moviéndose en círculos, agitando la cabeza hacia los lados.

Donoso la agarró por los antebrazos para no herir, aún más, sus muñecas. Ella se resistió unos segundos, hasta que recuperó la calma. Después la liberó.

—No existía tal dinero. Era un callejón sin salida, una trampa desde el principio y te iban a matar igualmente.

—Sinceramente, después de lo que me han hecho —contestó con desprecio—, lo hubiera preferido.

No lo podía decir en serio, pensó el arquitecto.

Tras una dura tensión, se quitó el abrigo y se lo puso a la mujer por los hombros. Tenían que salir de allí, abandonar el parque y hacerla testificar mientras él tomaba un vuelo a la isla.

—Silvia, debes cooperar en este momento —dijo saliendo del cobertizo y dirigiéndose hacia la salida del parque—. Te juro que pagará por todo el daño causado.


Los ojos de la mujer, húmedos y brillantes, cargados de impotencia y desesperación, se cerraron. Silvia Cabezo se abrió paso entre los dos hombres, caminando con dificultad y abandonó el almacén.

Cuando Mariano se dispuso a hacer lo mismo, el arquitecto lo agarró por el codo.

El chófer se giró.

—Necesito que me hagas un favor —dijo en voz baja para que ella no le escuchara—. Vas a llevar a esa chica a comisaría. Te asegurarás de que declare lo que ha sucedido con todo detalle y que aclare que no tengo nada que ver con la muerte de esas dos personas. En ningún momento puede mencionar nada que esté relacionado con el dinero o el maletín. Es importante. Ella lo sabe todo, es la única que puede sacarme de este embrollo de una vez por todas, pero no es necesario que cuente las razones del secuestro. Después, la llevarás a su casa. Tan solo eso. ¿Lo has entendido, Mariano?

El chófer asintió sin hacer más preguntas. Era evidente que el arquitecto se dejaba demasiados cabos sueltos, pero el rescate de esa chica había sido suficiente para entender que era un asunto grave, relacionado con el dinero.

—Así haré, señor —dijo y miró a la secretaria, que esperaba en soledad a unos metros de ellos, desangelada y protegida con el abrigo de Ricardo—. ¿No viene con nosotros?

—No. Debo terminar algo.

Mariano frunció el ceño.

—No pensará…

—Estaré bien. Haz lo que te he dicho, Mariano. Eso es todo lo que debe preocuparte ahora.

El arquitecto se adelantó para acercarse a la secretaria. Esta, que aguardaba en silencio, lo miró con temor. La tarde comenzaba a refrescar. Pronto sería de noche y debían salir de allí antes de que alguien se diera cuenta del estado de la chica.

—Antes has dicho que preferirías estar muerta. ¿Qué pasó?

—¿Quieres también los detalles?

—¿Quién te lo hizo? —preguntó esperando que pronunciara el nombre—. ¿Fue él? ¿Ruiz de Sopena? Necesito que me lo cuentes todo.

—¿Por qué es tan importante? Es a mí a quien han jodido para siempre. Ya se han ido y no volverán, Ricardo. El mal ya está hecho.

—No, no lo entiendes —dijo con ansia—. Es más que eso. Es una cuestión personal.

Ella lo miró de nuevo.

—Sí. Fue él. Fue ese cabrón quien me dejó así. ¿Es eso lo que querías oír?

El rostro de Ricardo no reaccionó a las palabras de la secretaria. Ahora tenía todo lo que necesitaba. De nuevo, esa fuerza interior volvía a resurgir como el despertar de un volcán. Notó la boca reseca, el corazón bombeándole con fuerza. Las respiraciones se volvieron más y más intensas.

Se prometió que encontraría a ese desgraciado antes de que llegara a Túnez.

La chica lo miró asustada. Donoso acercó el índice para acariciarle el mentón, pero ella se apartó.

—¿Por qué sonríes?

—La vida no siempre es justa —respondió el arquitecto—, pero, en ocasiones, es nuestra decisión hacer lo posible para que la balanza se equilibre.

—Estoy cansada y no sé de qué hablas, Ricardo…

—Lo siento, Silvia —dijo con una sonrisa diabólica—. Lamento lo que te ha pasado, si es lo que quieres oír. Ahora, acompaña a Mariano y haz lo que él te diga. No te salgas del guión. Pronto estarás a salvo.