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Para él, la salud era importante, pero más importante era mantener la cordura. De pie, al lado de la cisterna del inodoro, formó un fino cilindro con el billete de cincuenta euros y acercó la cabeza a la línea de polvo blanco que había sobre la cerámica.

Esnifó rápido, cerró los ojos y la raya desapareció de su vista. La cocaína cruzó el tabique nasal como una bala. Se humedeció los labios con la punta de la lengua y pasó la mano por la cerámica para limpiar cualquier sospecha.

Pronto, comenzó a sentir los efectos del narcótico. Una bomba atómica explosionaba subiendo hacia su cabeza. Durante unos segundos, un cosquilleo le recorrió el tabique nasal. Sintió cómo su cuerpo se calmaba, sin caer en la relajación. Comenzó a observar sus pensamientos con más claridad. No era lo más ético, ni lo más apropiado para un ambiente de trabajo, pero no le importaba lo más mínimo. Ni era el primero que lo hacía, ni tampoco aquella la única oficina de la ciudad en la que se producían esas prácticas. Probablemente, en ese mismo momento, una decena de ejecutivos estarían haciendo lo mismo.

La cocaína era el único narcótico que le ayudaba a mantenerse firme, a aguantar las presiones que el trabajo le proporcionaba a diario y, sobre todo, a controlar esa parte oscura de su ser que, de cuando en cuando, se desbocaba como un caballo furioso.

Tras aclararse la boca en el cuarto de baño, se dirigió a su despacho.

La oficina aún estaba vacía y podía oír el eco de sus pasos al cruzar el pasillo. Sacó una llave, abrió la cerradura de la habitación de cristal, entró y encendió el ordenador de sobremesa. Luego se sentó en la silla de piel giratoria y observó la ciudad a lo lejos desde las vistas.

El primero de todos en llegar, además de Donoso y la señorita Álvarez, fue Andrés Lomana, el urbanista del estudio. Un talentoso treintañero que se acercaba a los cuarenta sin haber conseguido demasiado en la vida. A pesar de los premios que había recibido a lo largo de su carrera, seguía viviendo en un pequeño piso de Malasaña, soltero, sin éxito con las mujeres y con una expresión corporal que dejaba mucho que desear. Para Donoso, la culpa de su fracaso era él, su forma de ser, la actitud desaprovechada que había adoptado para afrontar la vida. Le salvaba el talento. Lomana representaba todo lo que un hombre debía abandonar antes de cumplir los treinta, si no quería sepultar su futuro de por vida. La razón por la que estaba allí era puramente profesional. Que el arquitecto detestara sus dotes sociales y esa amargura, consecuencia del fracaso y la desolación, no impedía que Lomana fuera un hombre de grandes ideas con un don innato para el trabajo en equipo.

Él se había dirigido a Donoso cuando este abrió el estudio.

El arquitecto contactó con su agenda de confianza y escribió a quienes le recomendaron. Buscaba una plantilla joven con ideas frescas que siguiera la estela de los estudios de arquitectura más preparados, a la vez que rompía con la mentalidad vertical de los más tradicionales. Contar con empleados más jóvenes que él, ayudaba a que se comprometieran más por su trabajo, debido a la situación precaria que arrastraba el país. Pero esto también tenía un coste. La mayoría de crisis y problemas personales a los que se enfrentaban esos perfiles, estaban fundados en banalidades de una generación que no había pasado demasiada hambre.

A diferencia de Ricardo, que hizo una búsqueda exhaustiva sobre cada recomendación que llegó a sus oídos, Lomana no mostró interés por el arquitecto hasta que descubrió, semanas más tarde, su palmarés. La soberbia, alimentada por la familia durante sus años de escuela y, posteriormente, al ver cómo el talento no se pagaba como él consideraba, había soterrado cualquier destello en su trayectoria profesional.

Cuando escuchó la propuesta de Donoso, no lo pensó demasiado: solo quería un salario.

—Buenos días, jefe —dijo el urbanista, vestido con una trenca abotonada y una camisa azul, arrugada, que se dejaba ver por debajo del abrigo. Al hombro llevaba una mochila, donde guardaba el almuerzo en una caja de plástico y el ordenador portátil, un objeto que Donoso había asignado a cada uno de sus empleados.

El arquitecto asintió apretando los labios y levantando el mentón.

Después continuó revisando la lista de los correos que habían entrado la noche anterior. Un pesado hastío le inundó el cuerpo: le agotaba la idea de responder a toda aquella gente, que no le importaba en absoluto. La secretaria se encargaría de ello.

Pasados treinta minutos, los tacones de Silvia Cabezo abandonaron el ascensor para hacer notar su presencia en el silencio del estudio. Para entonces, dos de los ingenieros ya habían ocupado sus puestos de trabajo, sin que Donoso se hubiera dado cuenta de ello.

Vestida con una falda de color azul marino y una americana gris, la secretaria, que estaba cerca de cumplir treinta años, caminó con sutileza hasta el escritorio, que servía de paso fronterizo entre las mesas de los empleados y la del arquitecto. Silvia era una mujer agraciada. Tenía un físico que cuidaba a base de yoga y pilates y conservaba el cutis como si la edad no pasara para ella. El cabello, castaño y ondulado, le caía por la espalda a la altura del omóplato. Era fina, discreta y no le gustaba llamar la atención, a pesar de que resultara complicado. Su mirada verde esmeralda despertaba pasiones entre los hombres que entraban y salían por allí, pero Donoso la miraba de otra manera.

—Buenos días —dijo con una sonrisa dirigiéndose al equipo del estudio. Luego llegó a su escritorio, se asomó a la puerta de cristal y levantó la barbilla—. Buenos días, señor.

Ricardo despegó los ojos de la pantalla. Allí estaba ella, la gota que ponía orden en aquel caos de testosterona, sonriente como cada día, dispuesta a aguantar las impertinencias de su empleador.

A su sombra y desde una de las esquinas, atisbó la mirada lasciva de Lomana, consciente de que jamás despertaría un mínimo interés en la secretaria.

Los negocios, la vida y las reuniones formales, habían enseñado a Donoso que los tipos como Lomana jugaban en una liga inferior, en la que debían conformarse con otras cosas. Por eso existía gente en Internet que jugaba con la esperanza de hombres como él, haciéndoles creer que eso no era cierto. Lamentablemente, no era una cuestión de dinero, ni tampoco de diferencia de clases. La propia naturaleza humana era sabia a la hora de elegir y emparejar, y las mujeres como Silvia, con una mentalidad clara y ambiciosa, no estaban dispuestas a pasar el resto de sus vidas con un ser ahogado en sus propias frustraciones.

—Hola, Silvia —contestó informal. Era la única persona a la que se dirigía con tanta cercanía—. Gracias por el aviso de anoche.

La secretaria vaciló unos segundos, hasta que finalmente decidió entrar y cruzar el umbral de la puerta.

—¿Comprobó los enlaces que le adjunté? —preguntó bajando el volumen de la voz. La expresión de Donoso le sirvió como respuesta—. No se preocupe. Todavía faltan un par de horas. Le aconsejo que los lea con detenimiento. Creo que la información es importante para su reunión.

—¿Se refiere al Proyecto Madrid? —preguntó confundido. Detestaba despistarse. No entendió cómo habría sucedido. Abrió la bandeja y encontró el correo sin abrir que la secretaria le había enviado. En el interior había dos enlaces a un diario de finanzas—. Acabo de encontrarlos. ¿Están relacionados con el señor Ruiz de Sopena?

—Así es —dijo ella.

El arquitecto notó en su rostro cierta preocupación.

Pestañeó y volvió a mirarla. La secretaria agachó los ojos. No eran buenas noticias.

—Buen trabajo, Silvia. Gracias. Los leeré ahora mismo.

—¿Un café, Ricardo?

—No. Estoy bien.

—Como quiera —respondió dispuesta a retirarse—. Si me necesita, solo tiene que pedirlo.

—Gracias. Eres muy amable.

Un amargo silencio se posó entre la puerta y el escritorio. La secretaria abandonó el despacho con pesadumbre, se acercó a su lugar de trabajo y encendió el ordenador.

Ricardo abrió los enlaces. En efecto, las noticias hablaban de Ruiz de Sopena.

En la fotografía aparecía el inversor, con su melena oscura, la nariz ancha y un aura de galán propio de décadas anteriores. Vestido de traje, sonreía ante la cámara, junto a otros empresarios extranjeros.

Las noticias hablaban de las dificultades que el fondo de inversión Excelence Capital había sufrido en los últimos cinco años y cómo, en los últimos meses, se había recuperado gracias a una estrategia inversora agresiva. Una recuperación que no estaba del todo clara: la mayoría de periódicos hablaban de la manipulación de los libros de cuentas.

Por supuesto, los movimientos financieros del fondo de Ruiz de Sopena poco tenían que ver con el Proyecto Madrid, ya que este trataba sobre una inversión inmobiliaria con una localización clave y fin concreto: levantar una torre de oficinas en el Paseo de la Castellana. El rascacielos más alto de Madrid en el que trabajarían las empresas más importantes de Estados Unidos y parte de Oriente Medio. Crear un sistema donde las compañías más potentes convivieran en el mismo lugar.

La idea olía a éxito. Un proyecto ambicioso diseñado por el estudio RD Arquitectos y capitaneado por Ruiz de Sopena.

—Tú te encargas del diseño —comentó Ruiz de Sopena, un tiempo atrás, en su primer encuentro en el interior del Hotel Miguel Ángel—. Yo consigo el dinero. Nos vamos a forrar con esto.

Sus nombres quedarían inmortalizados en el corazón financiero de la ciudad y el estudio de Donoso consolidaría su marca de una vez por todas.

Aunque algo desentonaba en aquellas dos noticias, esperó que Ruiz de Sopena tuviera una explicación. A cierta escala, no se solía marear con esa clase de negocios. La vida le había enseñado a escuchar a la fuente original, antes de tomar una decisión irrevocable. El arquitecto levantó la vista y pensó en preguntarle a la secretaria la razón del envío, pero reculó.

Tecleó en el buscador el nombre de aquel hombre y buceó en los océanos de la red, visitando los archivos de diferentes diarios de economía y finanzas. Las últimas noticias tenían fecha de varios años atrás, dejando un desierto informativo en los últimos 36 meses. Para su sorpresa, los artículos más recientes resaltaban las últimas maniobras del fondo, nombrando a una serie de compañías de las que no existía registro alguno.

Tomó una larga respiración. Los efectos del narcótico comenzaban a menguar. Sin darse cuenta, eran las diez y media de la mañana. El tiempo frente a esa maldita máquina se consumía sin notarlo.

El teléfono de la mesa sonó.

—¿Sí? —preguntó. Escuchó un murmullo lejano al otro lado de la línea. La voz de Marian salía con dificultad.

—Siento interrumpirle señor —dijo la recepcionista cargándose de valor—. Su cita de las diez y media ha llegado. El señor Ruiz de Sopena le espera junto a su asesor.

Donoso aguantó al aparato en silencio. Se cuestionó qué diablos hacía ese hombre allí abajo. No estaba previsto que se presentara en su despacho.

—Está bien… —dijo frunciendo el ceño, un gesto que solo pudo transmitir a través de su voz—. Dile que espere dos minutos. Después, acompáñelos hasta el ascensor. Silvia se encargará de ellos.

—Entendido —respondió y colgó.

Sin ánimos de llamar la atención, colgó y pulsó el número del teléfono de la secretaria.

—¿Sí, señor?

—Está aquí, Silvia.

—¿Los representantes de Excelent Capital?

—No, qué carajo… El mismo Ruiz de Sopena —respondió alterado. Necesitaba otra raya. Se preguntó si le habría tendido una trampa su mujer. En cualquiera de los casos, la visita de ese hombre era excepcional. Los trámites no funcionaban así y no entendía qué habría sucedido para que se presentara de esa manera. Ni siquiera había tenido tiempo para informarse mejor sobre lo que había leído. Odiaba esa sensación y, por eso, la situación lo ponía nervioso—. Hazte cargo de él. Llévalos a la sala de juntas y diles que estoy ocupado.

—Pero… Lo verá, señor —respondió confundida, haciendo referencia a las paredes de cristal.

—Silvia, haz lo que te he dicho —respondió y colgó golpeando el teléfono contra la mesa. Se levantó de la silla y se dirigió al cuarto de baño, provocando un rastro de aire al costado de la secretaria.

Silvia lo miró con desconfianza. Se preocupaba demasiado por él, aunque ese no fuera asunto suyo. Abrió uno de los cajones, se perfumó el cuello con un frasco de fragancia y lo dejó donde estaba. Segundos más tarde, levantó el mentón y se dirigió al pasillo.

Los empleados se miraron entre sí.

La secretaria rechistó para que guardaran las maneras y el silencio regresó al estudio. Sus piernas caminaron hasta el ascensor.

Comprobó la hora en su muñeca. Los dos minutos habían pasado. El ascensor llegó a la primera planta y las puertas se abrieron.

Silvia mostró la mejor de sus sonrisas cuando vio el rostro inconfundible de Álvaro Ruiz de Sopena.

—Buenos días, señores. Acompáñenme por aquí… —dijo con una fingida simpatía y echó a caminar hacia la sala de reuniones. Los dos hombres la miraron con deseo y cierta altivez, pero ella seguía con su función hasta que llegó a la puerta. Abrió y les invitó a entrar. Los dos desconocidos tomaron asiento—. Mi nombre es Silvia Cabezo y soy la secretaria de Ricardo Donoso.

La mirada de la secretaria se cruzó con la del inversor.

Ruiz de Sopena tenía un poder mágico en sus ojos. Era la clase de persona que derrochaba simpatía. Sin embargo, existía un tono sórdido en su contacto que producía escalofríos. La secretaria apartó la vista y se dirigió al otro hombre, que tenía el aspecto de un maniquí de grandes almacenes. Un tipo anodino, de corte de pelo clásico y traje caro.

—Espero que no tarde demasiado —dijo el inversor con gesto intenso—. De lo contrario, intentaré contratar a su secretaria.

Ella no supo cómo reaccionar a la respuesta.

—En unos momentos, él estará con usted —dijo con aparente frialdad.

El desconocido sonrió.

—Solo bromeaba, Silvia… ¿Verdad? —preguntó quitándole importancia a la conversación—. Supongo que Donoso le paga bien. No es para menos… ¿Nos podría traer un café? Sin leche, por favor. Últimamente, la profesionalidad brilla por su ausencia en las oficinas. Usted hará carrera. Sé de lo que hablo.

—Por supuesto —dijo y asintió con la cabeza. No le gustaba ese tipo, por muy gracioso que fingiera parecer. La empleada no llegó a entender sus intenciones. Era un grosero.

Pero ese no era asunto suyo, se dijo, repitiéndoselo como un mantra.

Después abandonó la sala.


Se escondió en el baño durante unos minutos. Necesitaba pensar, estaba alterado y sentía una incipiente necesidad de esnifar otra raya. Pero controló sus impulsos. De no hacerlo, se hubiese notado demasiado y habría arruinado la reunión.

Ricardo Donoso odiaba depender de los narcóticos en situaciones como aquella, tanto como se odiaba a sí mismo cuando no llevaba un gramo en el bolsillo de su chaqueta.

La irrupción de ese hombre, le había descolocado los planes. La reunión no estaba prevista de ese modo. En su lugar, supuestamente, iba a acudir uno de sus representantes, uno de esos sabiondos con aires de inversor pero que vivían de poner en su boca las palabras de terceros. En ese caso, habría sido muy sencillo lidiar con el asunto. Las negociaciones estaban casi cerradas y la reunión de ese día era una mera formalidad. Por el contrario, la presencia de Ruiz de Sopena, desbarajustaba el modo de operar del arquitecto.

Frente al espejo del cuarto de baño, se humedeció la cara y abrió los ojos. Roció unas gotas de agua sobre la nuca, refrescándose la cabeza y dio un fuerte soplido. Eso le ayudó a recuperarse. Sospechó que Ruiz de Sopena tramaba algo, pero no era lugar ni momento para comentar lo que había encontrado en la red. Todo era posible. Desde reportajes bajo cheque, a noticias sensacionalistas con el fin de hundir su imagen. ¿Quién no había hecho algo así contra la competencia?, pensó. No era la primera vez que leía una noticia similar.

El mundo financiero era complicado y muy hostil.

Cayó en la cuenta que su pausa estaba haciendo esperar al invitado. Perder el proyecto, en caso de que todo aquello hubiera sido fruto de una confusión, le habría sentido como una patada en el bazo. Así que aligeró, se secó las manos y se aseguró de que el teléfono estuviera en modo avión. Antes de bloquear la pantalla, el globo encarnado de las notificaciones le recordó que tenía un mensaje sin responder.

Sin duda, la esposa del cliente era la única que podría contarle la verdad.

Donoso tenía dotes para sonsacar información después de varias copas. Era una de sus especialidades, dado que metabolizaba el alcohol de tal modo que casi nunca perdía los estribos. Contestó a la invitación del café con una escueta línea y apagó por completo el dispositivo. Cuando salió del cuarto de baño, se encontró con Silvia, que abandonaba la sala de juntas.

La secretaria lo miró con recelo en la distancia.

—¿Todo en orden? —preguntó sujetando el pomo de la puerta—. ¿Están ya dentro?

—Así es —dijo ella frunciendo el ceño, guardándose la opinión personal que tenía sobre el cliente y dejando a un lado lo que no le convenía—. ¿Desea también un café, señor?

Sus palabras manifestaron varios mensajes.

Estaban allí dentro y habían mantenido una ligera charla con la secretaria. Por su lenguaje corporal, alguno de los dos la había ofendido con uno de sus comentarios. Silvia solía sonreír a todo el mundo y ahora presentaba un semblante serio y triste. Estaba molesta, pero no se lo iba a contar. Aún no había logrado crear ese vínculo de confianza que, en ocasiones, existía en el trabajo.

Por parte del arquitecto, ese momento no llegaría nunca.

Se lamentó por ella, pero debía aprender a tener más correa. Situaciones como esa, las encontraría a montones. La Tierra no era un lugar para débiles.

Miró a la plantilla de reojo, para asegurarse de que ninguno estuviera metiéndose en la conversación. Lomana observaba la situación por encima del monitor, cotilleando como un buitre desde la distancia.

Ricardo volteó la cabeza hacia la empleada.

—Sí. Un café me vendrá bien —dijo con brusquedad y asintió con el mentón para transmitirle que no se preocupara por nada.

La mano accionó el pomo y el arquitecto desapareció tras la puerta.