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RD Arquitectos, Barrio de Palomas (Madrid)
27 de octubre de 2013
El sol calentaba el asfalto del aparcamiento. Donoso abandonó el vehículo y Mariano desapareció hasta nuevo aviso.
Le pesaban las piernas al caminar. Esa mañana, tan solo deseó que todo lo sucedido previamente, hubiera sido parte de un mal sueño ya pasado.
Cruzó la entrada y vio la figura de la joven recepcionista, ocupada, comprobando el calendario en el ordenador. Cuando ella advirtió la llegada del arquitecto, ladeó el rostro y dibujó una sonrisa de cortesía.
Donoso se fijó en sus dientes. Tenía una boca preciosa.
—Buenos días, señor —dijo expectante, como era usual, a su reacción—. ¿Ha tenido un buen fin de semana?
Donoso se extrañó.
—¿Qué haces aquí? Creo recordar que teníamos un acuerdo.
Ella no sabía a dónde mirar.
—Me he despertado antes de hora —explicó avergonzada—. No me importaba ser la primera.
Donoso suspiró y después le devolvió la sonrisa.
—Está bien, pero saldrás a la hora de siempre.
—Por supuesto, señor.
El arquitecto tomó el elevador, subió al primer piso y encontró la sala de ordenadores vacía. Al fondo, donde los primeros rayos de luz de la mañana golpeaban, vio su despacho acristalado. Quizá algo excéntrico, pensó, pero así podía observar todo lo que sucedía. Después se fijó en el escritorio de Silvia. Caminó en línea recta hasta que se acercó a él. Descolgó el teléfono y marcó el número de la recepción.
—¿Sí, señor?
—Envía a alguien para que se lleve el escritorio de la señorita Cabezo —dijo mordiéndose el labio inferior por dentro—. Lo antes posible, por favor.
—¿Quiere que le busque uno nuevo?
Levantó la vista, volvió a contemplar el espacio blanco sin vida, aséptico y silencioso.
—No. No será necesario.
Había llegado la hora de tomar el control absoluto de su vida. Había aprendido la última lección. Si no lo hacía, pondría en peligro la de los demás.
Colgó y se dirigió a su despacho.
Desde lo alto, observó el aparcamiento, ahora vacío, y la explanada que quedaba junto a este. Con las manos en los bolsillos del traje, recordó el suceso de aquella fatídica noche. Lo que no le mataba, le hacía más fuerte.
Abrió el correo electrónico y se abrumó al ver la cantidad de correspondencia que había recibido en su ausencia. Dedicó más de dos horas a contestarlos, uno por uno, mientras el resto de la plantilla se incorporaba a su puesto de trabajo.
Entre invitaciones y ofertas, encontró el currículo de una persona que llamó su atención. Cuando lo abrió, vio la fotografía de una mujer morena, muy bella y con una mirada tan oscura como su pelo. Desde el sillón, se dio cuenta de que ahora, sin Silvia, la oficina se había convertido en un espacio únicamente de hombres. Eso no era bueno para el ámbito de la empresa. El ambiente debía estar equilibrado para que los empleados se respetaran entre ellos. Revisó el expediente de la chica. Una ingeniera muy buena con proyectos muy interesantes. Le extrañó que estuviera buscando empleo aunque, dada la situación, era consciente de que el país no pasaba por su mejor momento.
Alguien golpeó a la pared de cristal.
Era Lomana. Miró el reloj de la mesa. Eran las diez y media.
—¿Sí? —preguntó serio.
Odiaba que le molestara con estupideces.
—¿Dónde está Silvia? —preguntó el urbanista. Ricardo lo miró fijamente.
—Voy a contratar a una ingeniera, Lomana.
—¿Una ingeniera? No necesitamos a nadie más.
—Eso lo decido yo. Id haciendo hueco —respondió y esperó a que se fuera—. Silvia no volverá. Ha tenido un asunto familiar. Haceos cargo de vuestras tareas.
—Entendido, jefe —dijo e hizo un ademán de marcharse, cuando volvió a la puerta—. Por cierto, he escuchado esta mañana lo que le ha pasado a ese inversor…
—¿Qué inversor? —preguntó con la mirada puesta en la pantalla de su ordenador.
—Ruiz de Sopena, el hombre que se reunió con usted la semana pasada.
Donoso volvió a mirarlo a los ojos.
—Ah, ¿y?
El urbanista esperó unos segundos.
—Su mujer está muerta y él desaparecido.
—Ya. ¿Algo más, Lomana? —preguntó levantando las cejas—. No tengo todo el día.
Ni siquiera contestó. Cerró los párpados y meneó la cabeza.
Una vez fuera de su vista, abrió la página web del banco donde tenía su cuenta personal, buscó el número de la cuenta de Silvia y le hizo una transferencia de ciento cincuenta mil euros.
La jornada había trascurrido sin sobresaltos y eso le sorprendió. Los últimos cuatro días, habían sido un frenesí emocional, a pesar de ser una persona que no se dejaba influir por los factores externos.
Cuando abandonó la oficina, el escritorio de Silvia Cabezo ya no estaba frente a su puerta. El ordenador ahora ocupaba la mesa de la futura empleada. El arquitecto estaba confiado en que aceptaría su oferta. Después de todo, ella había solicitado el puesto.
Echaría de menos a la secretaria, pensó, pero ambos agradecerían que sus caminos se separaran para siempre. Esa mujer había hecho tanto por él, que tuvo que perderla para darse cuenta de ello. Nunca la olvidaría, por la misma razón que no volvería a contratar una asistente.
Silvia le había enseñado lo que era la lealtad, un valor que el arquitecto creía perdido. También le había mostrado que otra persona, que no fuese su pareja, podía preocuparse por él, aunque él no supiera apreciarlo. Ella lo hizo, hasta el último segundo frente a esos inspectores de Policía. Podía haber contado la verdad, que la culpa había sido de su jefe, pero prefirió cubrirle las espaldas y seguir las indicaciones que le había dado.
Por miedo, por respeto. Nunca lo sabría.
Le había salvado el cuello y él se lo había compensado de la mejor forma que supo. Tan solo deseó que hubiese leído las noticias esa mañana, allá donde estuviera.
Pero, si algo le había enseñado Silvia, de un modo indirecto y a través de aquella experiencia, era que nadie debía renunciar a quien realmente era. Todavía podía escuchar su voz, cada mañana, diciéndole que se abriera al mundo. Y así hizo, de una manera tímida, pero se abrió. Silvia había sido el detonante para que el sufrimiento de Don se acabara.
Abandonó el edificio y se dirigió al aparcamiento.
—Buenas tardes, señor —dijo Mariano al volante—. ¿Le llevo a casa?
—Hoy sí, Mariano. Hoy, sí.
El vehículo se puso en marcha. Abandonaron el barrio y se incorporaron a la carretera que llevaba al corazón de la ciudad. Las luces de los coches brillaban en la oscuridad. Las fábricas quedaban atrás y los bloques de edificios del extrarradio se despedían hasta la jornada siguiente.
El arquitecto, pensativo, se incorporó unos centímetros hacia delante. El chófer percibió el gesto. Iba a preguntarle algo.
—Mariano.
—¿Sí, señor? ¿Desea algo?
—Gracias.
A pesar de lo parco en palabras que había sido, el chófer entendió a qué se refería.
—No se preocupe.
—Eres un buen hombre, Mariano —dijo y se echó hacia atrás de nuevo. Después giró el rostro hacia la ventana, dejándose llevar por el paisaje de arboledas y edificios que pasaban frente al cristal—. Me alegra que nuestros caminos hayan tropezado.
El conductor no dijo nada.
Se limitó a mirar por el espejo retrovisor y vio la imagen, ahora tranquila y descansada, de aquel hombre, que no era muy distinta a la del niño de Vallecas que había visto crecer tan de cerca. Tarde o temprano, su momento llegaría. Estaba cerca y era una cuestión de meses. Al fin, había llegado el momento de activar su plan. Lo que desconocía aquel hombre era que sus caminos llevaban años cruzándose.
Después regresó a la carretera y se introdujo en las luces amarillentas del túnel de la M-30.