20
Una fuerza interior que apoderó de sus músculos. De repente, todo el cansancio acumulado hasta el momento, había sido reemplazado por una fuerte dosis de energía.
Los números se sucedían a cámara lenta en el panel del ascensor. Una pantalla digital indicaba que la temperatura exterior bajaría hasta siete grados.
Se crujió los nudillos, sacó los dos guantes de cuero del bolsillo de su abrigo y se enfundó las manos con cuidado. Preparado, se miró en el espejo del ascensor y encontró algo que hacía tiempo que no veía. Tenía las pupilas dilatadas y una apariencia temeraria. La adrenalina, el estrés, los nervios y la excitación, una bomba de relojería para su organismo, le estaban jugando una mala pasada.
Abandonó el elevador y se topó con un elegante pasillo de moqueta, paredes de madera y una fila de halógenos en el suelo que lanzaban luz hacia arriba. Los números de las habitaciones estaban junto a las puertas, iluminados por unos rótulos. El pasillo era largo y rodeaba el edificio. Solo tenía dos opciones: localizar a ese hombre o esperar a que saliera de su estancia. La segunda era un tanto arriesgada, pero la más efectiva de las dos. Tocar a las puertas, hasta dar con la habitación del desconocido, resultaba demasiado tedioso.
Apretó los puños con fuerza, deseando romper algún objeto, lamentándose no haber pensado en ese momento antes. Por suerte, percibió el timbre de un teléfono, a escasos metros de su posición. La llamada produjo tres tonos, los suficientes como para saber de dónde procedía. Tenía que intentarlo. Se acercó a la puerta y esperó unos segundos.
—Sí. Aquí lo tengo —dijo la voz masculina de quien se encontraba en el interior de la habitación. Antes de que continuara, Donoso tocó a la puerta varias veces—. Un momento. Están llamando…
En ese instante, todo se reducía a un número estadístico. Lo que ocurriera después, solo lo sabría cuando el huésped abriera la puerta.
Equivocarse o acertar.
Ni siquiera se lo planteó y siguió su instinto.
Cuando la puerta se abrió unos centímetros, el arquitecto vio el maletín, aún cerrado, sobre la cama. La prueba necesaria para cerciorarse de que lo había adivinado a la primera.
El hombre de gafas le reconoció.
Intentó cerrar de un golpe, pero el arquitecto le propinó tal patada a la puerta, que el abogado cayó desprevenido hacia atrás. Donoso deseó que el estrépito no hubiese alertado al personal del hotel, ni tampoco a ningún huésped.
En todo caso, no podía quedarse demasiado tiempo.
Cerró con sigilo y cruzó el cerrojo. Desprevenido, recibió un fuerte golpe desde el suelo. Su oponente le devolvió un puntapié en la espinilla.
Donoso se retorció de dolor. El otro hombre se puso en pie y le propinó un puñetazo en el estómago. Ansioso, buscó entre sus pertenencias algo con lo que golpear al arquitecto. El impacto le había cortado la respiración, pero también le recordó algo. Esa cosa había vuelto a despertar en su interior.
Se incorporó con una vitalidad sobrehumana y se acercó al tipo, que buscaba un objeto punzante en el mini bar. Sin miramientos, le arrebató la botella con la mano izquierda y le asestó un derechazo que hizo volar las gafas. Se oyó un crujido. Le había roto algunos dientes, pero parecía tener aguante. Volvió a repetir la hazaña, esta vez rematándolo en el suelo. La boca de ese desconocido sangraba. Tenía la frente hinchada y un pómulo hundido. No podía abrir el ojo derecho y se quejaba de dolor.
—¿Trabajas para esa mujer? —preguntó el arquitecto con la voz entrecortada y sujetándolo del cuello. Ahora su tono era más grave, como salido del subsuelo—. ¡Habla, maldito cabrón!
—Que te jodan —esputó como pudo, casi ahogado, con la boca manchada. El hombre, dispuesto a luchar por su vida hasta el último segundo, se echó sobre el brazo de Donoso para deshacerse de él, pero el arquitecto le apretó aún más el cuello, deteniéndolo con la otra mano, que ahora empujaba su cara contra el suelo.
Casi inconsciente, lo dejó allí, se dirigió al baño y lamentó que no tuviera bañera para poder ahogarlo.
El tiempo se le agotaba. Pronto, alguien acudiría en su ayuda al comprobar que no devolvía la llamada.
—Te voy a dar una oportunidad —dijo caminando en círculos alrededor del cuerpo. La habitación de lujo presentaba un aspecto desastroso—. Dime… de una maldita vez… para quién trabajas.
Regurgitando, el otro movió las manos con dolor buscando el modo de incorporarse. Donoso lo observó con paciencia. Los minutos de ambos estaban contados.
—Es asombroso que, a estas alturas, sigamos temiendo a la muerte. Mírate, luchando con tu último aliento por evitarla… Eres patético.
El cuerpo del hombre, colorado como carne embutida, se movió con torpeza. Sus ojos, hinchados e inyectados en sangre, buscaban el modo de salir de esa habitación.
—Por última vez, dime para quién es el maldito dinero y dónde está la chica —insistió—. De lo contrario…
—No… puedo… —contestó finalmente, sin fuerzas y derrotado—. Seré hombre… muerto…
—Tres… Ya casi lo eres.
—Entrega el dinero… y desaparece… Es una persona peligrosa.
—Dos… —dijo el arquitecto y se acercó a la cama—. ¿Cuándo alguien se califica de peligroso?
Agarró uno de los cojines y se lo puso entre las manos. Sabía que no le haría cambiar de opinión.
—Te matará a ti también…
—Uno… y cero —dijo terminando la cuenta. Después sonrió y dio un paso al frente—. No. No pienso darle ese placer.
Como en un depredador, los ojos del arquitecto cambiaron de color a un tono oscuro y opaco. La mirada de su presa fue desgarradora.
Se abalanzó sobre él y apretó el almohadón contra su cara. El cuerpo pesado de la víctima se removió, intentando despegarse de su verdugo. Donoso empujó con las dos manos hacia su cara, como si fuera un túnel profundo. Una muerte lenta y dolorosa. De pronto, una corriente eléctrica le cruzó los brazos, como si el alma de ese desconocido entrara por sus dedos y le llegara al corazón. Mientras el gozo se fundía en su sangre, el cuerpo de la víctima se apagaba hasta quedarse inmóvil y sin vida. Poco a poco, la presión se desvaneció y los dedos del arquitecto se relajaron por completo.
El teléfono de la habitación volvió a sonar. Se incorporó y descolgó el aparato.
—Hello, Mister… —dijo la voz de una mujer.
—I’m fine. Thank you —respondió interrumpiéndola y colgó de sopetón—. Demonios…
Acto seguido, escuchó unos pasos en el corredor.
Le hubiese gustado registrar la habitación, pero debía salir de allí. Agarró el maletín y contempló por última vez la escena. Un bonito cuadro, pensó.
Una aceptable obra de arte.
Estaba emocionado, orgulloso de sí mismo.
El rostro del cadáver, manchado de sangre, clavaba la mirada en el infinito de la cristalera. Desde ella se podía ver toda la ciudad llena de luces, como si la altura importara para llegar antes al cielo.