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Barrio de Salamanca (Madrid)
26 de octubre de 2013
Siempre había un primer día para todo. El día uno, el momento en el que se reinicia la vida, dejando morir lo obsoleto, lo innecesario, una vez más. La cuenta vuelve a cero y las personas experimentan una sensación de alivio, de incertidumbre o de pánico.
La mañana nublada del sábado, para él, comenzaba un nuevo periodo de aceptación. Si apenas había logrado dormir en las últimas cuarenta y ocho horas, esa noche había descansado como un bebé, sin interrupciones ni malos sueños.
Despertó revitalizado, separando lo que estaba ocurriendo fuera de su cuerpo. Su sangre gozaba de glóbulos rojos. Tenía la tensión en los niveles adecuados y podía hacer más repeticiones de ejercicios de las que acostumbraba en su rutina matinal.
Matar, le sentaba bien.
Todavía podía ver los ojos de ese hombre en su mente, abiertos, perdidos en el horizonte de la ciudad. Recordó los acontecimientos del día anterior como una experiencia remota. Un extraño escalofrío recorrió su cuerpo.
Una vez que estuvo listo, comprobó las llamadas del teléfono móvil. No había rastro de nadie, ni de ese hombre, ni tampoco de Verónica Sagasta. Tal vez los hubiera asustado, pensó, después de lo ocurrido en el hotel. Recuperó el presente y la ansiedad se apoderó de él en el momento en el que se imaginó a los agentes de Policía.
—Mierda… —murmuró.
Terminó el café y comprobó la hora. Tal y como le había indicado, Mariano esperaría abajo. Para el chófer sí que era el primer día. Aún dudaba de la decisión tomada, pero debía cubrirse las espaldas. Por alguna razón, ese hombre le transmitía una confianza que no llegaba a encontrar en la mayoría de personas que conocía.
Cuando salió al portal, vislumbró el Audi A8 esperando a su dueño. Mariano se había vestido de traje y llevaba una gorra puesta.
—Buenos días, señor —dijo el hombre, con una mueca sellada en su rostro. Estaba contento por empezar en su nuevo empleo—. ¿Ha descansado?
—Sí. Espero que tú también —contestó y se sentó en la parte trasera por primera vez. Mariano había sintonizado Radio Nacional Clásica y una pieza de Mozart sonaba por los altavoces del vehículo. Cuando fue a cambiar de emisora, el arquitecto se dio cuenta de que ya no tenía el control, pero no le disgustaba. Por primera vez, disfrutaba de la idea de no tener que prestar atención a los mínimos detalles. Ahora, se sentía un poco más rico—. A la oficina, por favor.
—Por supuesto.
A diferencia del dicho anglosajón, la ausencia de noticias, eran malas noticias. Sospechaba que, en el momento menos esperado, recibiría un escarmiento por lo del día anterior.
Exhaló el aire y cerró los ojos. Esta vez, había ido demasiado lejos.
Pensó en ese abogado. No se lo podía quitar de la cabeza. Pero también en Álvaro Ruiz de Sopena, que se encontraría muerto en algún pantano, y en Verónica Sagasta, huyendo de las Fuerzas del Estado. Desconfiaba de ella, temía que estuviera detrás. Había insistido demasiado con una explicación incoherente. No le hubiese sorprendido. Esa mujer era capaz de cualquier cosa con tal de mantener el tren de vida que llevaba.
Finalmente, centró sus pensamientos en Silvia Cabezo, la secretaria. La imaginó magullada, por no pensar en una situación peor. Deseó con fuerzas que nadie le hubiera puesto la mano encima. No lo toleraría y unas ganas de estrangular se apoderaron de su cuerpo.
Cruzaron el cinturón de Madrid hasta llegar al barrio en el que se encontraba el estudio de arquitectura. Esa mañana, el aparcamiento estaba más despejado de lo habitual. Era sábado, no tenían por costumbre trabajar, a no ser que un proyecto se hubiera retrasado. Lamentablemente, en ese momento, la única obra que podría haber tenido a la plantilla a pleno rendimiento, se había cancelado. El Proyecto Madrid había comenzado mal desde su origen.
Su intención esa mañana era la de comprobar las cintas de seguridad del edificio. Quién sabía si, en ellas, podía encontrar algún detalle relevante. También aprovecharía para ordenar sus ideas, responder correos y regresar al orden. En las últimas horas, el apartamento se había convertido en una jaula, además de un lugar en el que peligraba su integridad.
—Bonito edificio —comentó el chófer al mirar por la ventana. La recepción estaba cerrada y las luces del primer piso permanecían apagadas—. ¿Es todo suyo?
—Por el momento —contestó el arquitecto—. Te llamaré cuando termine. No hay mucho que hacer por esta zona, pero estaré ocupado unas cuantas horas.
—Entendido. ¿Algo más que deba saber?
Donoso lo miró a los ojos.
—Eso es todo.
El chófer abandonó el área de estacionamiento y el arquitecto caminó hacia la entrada de la oficina. Echó un vistazo a su alrededor, como rutina de seguridad, sacó la llave y abrió la puerta de cristal blindado de la entrada. La recepción era una mezcolanza de aromas de ambientador, productos de limpieza y el perfume de la joven recepcionista.
Tomó el ascensor en silencio hasta llegar a la primera planta.
Encendió las luces, a pesar de que eran las ocho de la mañana. Le resultó imposible no pensar en la noche de los disparos. Podía recordarla con detalle. Por suerte, el sol entraba por su oficina y eso le servía de referencia para no perder la cordura.
Revisó los escritorios de los empleados hasta que llegó a la mesa de la secretaria. Cada segundo que pasaba, ponía su vida aún más en peligro. Acercó los dedos a la silla de Silvia. Solo quería que todo volviera a ser como antes de esa reunión, incluso él. Pero jamás sería posible. Lo ocurrido el día anterior, había cambiado el curso de los acontecimientos para siempre.
«Maldita sea, Ricardo. ¿En qué te has convertido?», pensó con las emociones mezcladas.
Antes de rozar la tapicería, el teléfono sonó.
Salió de su nebulosa y corrió como una liebre hasta el escritorio. Torpe, descolgó y se puso al aparato.
—Es consciente de lo que ha hecho, ¿verdad? —preguntó la voz distorsionada. Esa vez, no tenía ningún tipo de humor. Ni bueno, ni malo. Era lineal y monótona. Ni siquiera podía confirmar que fuera la de una persona humana—. La ha jodido.
—Escuche, estoy dispuesto a negociar.
—No está en ninguna posición para dialogar —dijo y acercó el teléfono a la mujer—. Habla.
—Ricardo… —balbuceó la secretaria entre lágrimas—. Por favor… Ricardo… Me van a matar… No me hagáis daño, por favor…
—¡Hijo de perra!
—Esto se acabó, Donoso. Ha ido demasiado lejos. Dígame dónde está el dinero y acabemos de una vez.
No sabía muy qué hacer y la voz de la secretaria lo llenaba de impotencia.
—Quiero saber que está bien. Demuéstremelo.
—En estos momentos, una llamada anónima al 112 está diciendo que fue testigo de lo que ocurrió en el hotel —explicó la voz—. Pararla, es decisión suya.
—Eso no es posible.
—Usted verá. ¿De verdad quiere comprobarlo?
Sujetó el teléfono y miró por el cristal. Desde allí, todo parecía tranquilo. Cerró los ojos, afligido. Odiaba ceder ante los chantajes. Él solo había intentado hacer lo correcto, pero había llegado el momento de aceptar la derrota. Quizá, fuera lo mejor para todos.
—Está bien. Le diré donde está, si me da su palabra.
—Por supuesto —contestó. El arquitecto esperó unos segundos, sopesando la respuesta. Era su única baza para encontrar a la chica, pero no podía soportarlo más—. Tic, tac, Donoso…
—Se encuentra guardado en la consigna 101, en la estación de Atocha.
—¿Está seguro de lo que dice? Si es una trampa, le juro que…
—Le digo la verdad. Ahora, deme su palabra de que la soltará.
—No lo dude… ja, ja —contestó—. Es un placer negociar con usted. Adiós, Donoso.
—¡Espere!
Pero la llamada se cortó. Los latidos del corazón retumbaban en su cabeza. Sintió que había cometido otro error, uno del que se arrepentiría más tarde. De pronto, a lo lejos, dos coches patrulla irrumpieron en el aparcamiento. Confundido, bajó las escaleras para ver de qué se trataba.
El inspector Peña y su compañero salieron de un vehículo.
Del otro, cuatro agentes armados apuntaban con sus armas al arquitecto. Donoso sintió un fuerte escalofrío.
—¡No se mueva, Donoso! —ordenó en voz alta el inspector con la cabeza afeitada. El compañero sacó unas esposas de su cintura—. Las manos sobre la cabeza y no intente ningún truco.
Ricardo levantó los brazos y siguió las instrucciones. Resistirse no serviría de nada.
—¿Qué es todo esto, inspector? —preguntó desconcertado.
Peña se acercó a él y lo miró con desprecio.
—Queda detenido por el asesinato de Verónica Sagasta y la desaparición de Alfonso Ruiz de Sopena.