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El otoño en la capital era hermoso, cambiaba el color de las calles de la ciudad, los árboles se teñían de tonos amarillos y rojizos y la brisa no resultaba desagradable al caminar. Escudado en su abrigo de paño negro, se protegía las manos con unos guantes de piel marrón.

Aunque Ricardo Donoso se había mudado recientemente al barrio, la sensación que este le transmitía, le hacía sentir como si hubiera vivido allí desde siempre.

El distrito de Vallecas había puesto color a la primera etapa de su vida. Un periodo complicado para él y para los suyos. La otra cara de la cinta, la más oscura de su expediente. Aquella canción de la que nadie quería oír.

De padres manchegos en busca de un futuro próspero, como los de muchas otras familias españolas, Ricardo se crio entre las calles de un distrito que jamás le agradeció nada. Tan pronto como terminó los estudios y se adentró en el mercado laboral, entendió que, aunque Madrid las acogiera a todas, las ambiciones y sueños de las clases más bajas podían llegar a tocar techo. Así que salió de allí y eliminó cualquier resquicio de la época: fotografías, documentos, objetos personales… Dejó atrás, tan pronto como pudo, un pedazo de su historia de la que nadie pudiera volver a hablar.

Estaba dispuesto a pagar el alto precio que suponía tener una existencia plena. No tenía nada que perder: no le interesaba el lujo, ni tampoco amasar una fortuna de la que regodearse. Sabía que el dinero abría y cerraba puertas y, con este, podría comprar el tiempo y la privacidad que necesitaba para cumplir sus deseos, pero también era consciente de que podía regresar a la casilla de salida en cualquier momento. En el fondo, como sus padres, había dedicado gran parte de su esfuerzo a ser otra persona, a convertirse en las aspiraciones de otros, para así hacer ocultar la sombra que siempre le perseguía.

Pero los humanos, a diferencia de algunos animales, jamás podían despojarse de los recuerdos ya vividos.

Caminó por la calle Juan Bravo hacia el aparcamiento privado en el que guardaba su reluciente Audi A8 de color negro. Las aceras se llenaban de vida a esa hora de la mañana, de personas que acudían a sus puestos de trabajo, la mayoría vestidas de traje y con semblante más serio de lo habitual.

Por el rabillo del ojo, notaba cómo algunas mujeres lo miraban al cruzarse con él. Estaba acostumbrado. Tal vez fuera la altura, su penetrante mirada o esa presencia magnética que desprendía al moverse. Donoso era hermético y eso atraía. Sin embargo, las mujeres no eran su objeto de deseo primordial. Le gustaba dormir con ellas, disfrutar en la cama, pero no se sentía atraído por los juegos emocionales. Más bien, los detestaba, e imponía su marco dominante al iniciar una conversación.

Para él todo tenía una explicación, menos aquello.

Ricardo no entendía el amor.

Lo consideraba una dependencia innecesaria y una pérdida de tiempo, una esclavitud hacia la otra persona. Estaba convencido de que la industria televisiva y las agencias de publicidad le habían lavado el cerebro a la sociedad con tanta propaganda. No lograba entender cómo alguien podía llegar a cometer semejantes estupideces por otra persona. Pero, para él, no todo en la vida merecía su tiempo para ser comprendido.

Al pasar por delante de un quiosco, se detuvo ante las portadas de los diarios que se apilaban en la ventana del puesto.

La piel se le erizó al fijarse en uno de los titulares.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo daba la razón a una conocida terrorista, en su recurso contra la doctrina Parot. Encogió las facciones.

Las tripas se le removieron y un fuerte calor emanó de su cuerpo.

Pensativo, apretó los puños y cerró los ojos. Buscó ese punto blanco mental que las prácticas orientales de meditación le habían enseñado para calmar sus nervios. Después exhaló.

Agarró el ejemplar y pagó al propietario del establecimiento. Después caminó unos metros y abrió el diario en medio de la calle.

Desde 2006, la doctrina se había aplicado a más de 60 reclusos, en su mayor parte terroristas con múltiples condenas, además de a algunos asesinos y violadores.

El pulso se le aceleró. Agitó la cabeza para deshacerse de los pensamientos, dobló el diario y lo dejó en una papelera. No le convenía arrancar el día con mal humor, pero se había dejado sugestionar por la noticia. Ahora estaba nervioso, afectado.

«Solo alguien como yo se enfadaría de este modo por algo así».

Donoso no entendía nada y seguía alimentando su agitación.

«Toda la vida escondiéndome por ser un monstruo, mientras las verdaderas bestias son puestas en libertad», pensó en silencio mordiéndose el labio inferior.

Se sintió decepcionado, consigo mismo, con el concepto de justicia y no podía dejar de pensar en ello.

Tal vez, no hubiera debido comprar ese diario, ni leer aquel titular.

La chispa había prendido la mecha de sus sentimientos, reavivando una peligrosa emoción aletargada.

Una sensación que creía olvidada, perteneciente a otra época pero que, tarde o temprano, como la soledad, la ira o el dolor, acabaría por experimentar de nuevo.