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Cuatro Torres Business Area, Paseo de la Castellana (Madrid)

25 de octubre de 2013

Se sentía bien, tranquilo. Las taquicardias habían cesado, así como las voces perturbadoras que intentaban convencerlo para que cambiara de parecer.

Sin soltarlo ni un segundo, el maletín descansaba a su lado, al otro lado de la parte trasera. Tenía una oportunidad para llegar a la persona que estaba detrás del secuestro. Si la malgastaba, no le quedaría otra opción que asumir las consecuencias. La única forma de salvar a esa chica era llegando hasta el final.

Si hubiera entregado el dinero, probablemente, ya estaría muerta.

Así que, todo dependía de él, de cómo se anticipara y de la rapidez para seguir los pasos de quien fuera a recoger el maletín. Por supuesto, el arquitecto no descartaba que se torcieran los planes. Podía ocurrir y, de hecho, existía una gran posibilidad de que sucediera así. Contaba con todo, incluso con las desgracias. Para él, uno de los mayores errores era el de confiar únicamente en que todo saliera como debía.

En ocasiones, los giros inesperados de los planes, eran la solución y la respuesta a una estrategia que estaba condenada al fracaso. El éxito dependía de quien era capaz de adaptarse a la nueva situación con la mayor rapidez posible.

A medida que se acercaban al edificio, el cilindro opaco de oscuros ventanales se elevaba ante sus cabezas. Dos capas de cristal oscuro protegían la intimidad del interior, dotándolo de un aire siniestro y futurista. El edificio se dividía en tres partes triangulares y redondeadas, separadas por un eje central por el que subían y bajaban los ascensores.

El taxi se detuvo en la puerta de la zona de descarga del hotel. Una plaza blanca, con un jardín en el centro, dio la bienvenida a la entrada del lujoso edificio, en el que se iluminaban las letras de la conocida firma hostelera.

—Me has sido de gran ayuda hoy, Mariano —dijo antes de bajarse del coche—. A partir de ahora, podré arreglármelas solo.

—¿Está seguro? —preguntó incrédulo. El hombre temió que el arquitecto estuviera metido en problemas—. Puedo esperarle por aquí. En el fondo…

—No. Disfruta el resto de la jornada —contestó y abrió la puerta, sujetando el maletín con la otra mano—. Estoy seguro de que tienes una familia esperándote.

Cuando pronunció la palabra familia, Mariano entornó los ojos y aguantó un sentimiento de tristeza que el arquitecto logró notar. No iba a preguntar por su reacción, pero entendió que había tocado la tecla equivocada.

—Adiós, Mariano.

La brisa del atardecer le echó el cabello hacia un lado.

Anduvo con firmeza hacia la puerta giratoria del edificio, protegida por una estructura poligonal y alargada de enorme tamaño.

La recepción tenía un aspecto demasiado moderno a su gusto. El suelo de granito negro brillaba tanto que podía ver su reflejo al caminar. Los halógenos iluminaban el mueble de la entrada, donde dos jóvenes y apuestas recepcionistas, vestidas de traje, atendían a los huéspedes del hotel. Se fijó en las paredes y en la decoración, que parecían un sistema de circuitos electrónicos. A su espalda, enormes ventanales traslúcidos dejaban entrar la poca claridad que quedaba del día.

Pasó desapercibido al entrar. Un hombre apuesto, bien vestido y seguro de sus movimientos, nunca llamaba la atención. Nadie sospechó de él, a pesar de sus intenciones. Las instrucciones de aquel hombre habían sido claras: debía dirigirse al bar del hotel, que se encontraba en la planta inferior. Allí, junto a la barra, pediría una consumición y dejaría el maletín en el suelo. Después, pagaría y desaparecería por donde había venido. Una vez seguros, le entregarían a Silvia. Demasiado perfecto para ser real, pensó.

En cambio, él había hecho una ligera modificación del plan.

Miró hacia lo alto y sus ojos se perdieron en la infinitud del edificio. Se cuestionó si Silvia también estaría allí.

Se rascó el mentón mientras buscaba con la mirada los ascensores. Vio a dos hombres entrando en uno de ellos y caminó en dirección al bar del hotel.


El espacio estaba tranquilo. Los clientes hablaban bajo, sonreían y apenas se miraban a los ojos. A diferencia del histórico bar del Hotel Palace, aquel se presentaba como un ejemplo de arquitectura moderna y cuidada para los ejecutivos que carecían de algún tipo de interés por la historia. Decoración fina, paneles de nogal en las paredes, el mismo suelo de granito de la entrada y un piano de cola.

En su mayoría, los clientes eran hombres y mujeres del mundo de los negocios. Todos lucían el mismo corte al vestir, gesticulaban de un modo parecido y se reían de forma similar, como si la atmósfera les invitara a ello.

Ricardo era uno más dentro de aquel sitio, pese a que nunca se hubiera sentido cómodo en esos círculos. Tras años de experiencia, salvando ciertas excepciones, desde el dependiente de unos grandes almacenes hasta la más prestigiosa abogada, las personas tendían a transformarse en auténticas idiotas cuando pasaban demasiado tiempo en sus trajes. Era como si las prendas se apoderaran de ellas, haciéndolas sentir exclusivas, diferentes, a la vez que formaban parte del mismo rebaño.

Escuchó conversaciones en inglés al otro lado de la barra y varias personas hablando en una lengua nórdica que no logró identificar.

Se acercó a los taburetes de la barra y se sentó en uno de ellos. Después soltó el maletín y lo dejó junto a sus pies. La cocaína lo mantenía concentrado pero, si continuaba acumulando estrés, necesitaría más.

Dio un vistazo rápido y se rio. Daba por hecho que, allí dentro, alguien podría ayudarle con ese problema.

Pidió un Jameson con hielo para calmar las ansias. Sintió un cosquilleo entre las piernas. Tenía ganas de encontrarse con el mensajero, pero debía contenerse para el final. ¿De verdad estaba sucediendo?, pensó al darse cuenta de la magnitud de la situación. Estaba viviendo una situación de secuestro en toda regla. Había tardado horas en darse cuenta y no lograba aceptar que estuviera sucediendo de verdad.

«Está bien. Es hora de moverse».

Se humedeció los labios con el whiskey, dio un trago y sintió el alcohol abrasándole la lengua. Cinco minutos después, pagó en efectivo, evitando dejar más huellas por el camino, y abandonó la maleta bajo la barra.

Después caminó hacia la salida y se alejó lo suficiente como para que nadie lo viera desde el interior.

Uno de los hombres que estaban sentados en los sofás, se levantó del asiento, abandonó al grupo y se dirigió a la barra. Luego agarró el maletín, miró a ambos lados y caminó hacia la salida.

Donoso se adelantó hasta el vestíbulo principal y cruzó la puerta giratoria para ocultarse.

El desconocido, un hombre alto y rubio con gafas de vista, se dirigió a los ascensores. Era el abogado que había acompañado a Ruiz de Sopena. Las puertas se abrieron y se metió en uno de ellos. El arquitecto esperó unos segundos, regresó al interior del hotel y fue directo a los ascensores.

En la puerta, observó el número digital que indicaba dónde se encontraba, hasta que se detuvo.

Planta 25.

Ahora le tocaba a él.