16
Terminaron el desayuno y se despidieron en la entrada del museo.
—Espero tu llamada, Ricardo —dijo la mujer, protegida en un abrigo de color crema que le cubría hasta las rodillas. Sacó unas gafas de sol para protegerse los ojos de los rayos de la mañana y echó a caminar en dirección a su hotel.
El encuentro lo había confundido. Para él, no existía duda de que esa mujer tramaba algo más que salvarse el pellejo. En su discurso había más de una incongruencia. Tal vez, estuviera detrás de todo: del asalto y del robo. Que el abogado estuviera con ella, desde un principio. El desliz inesperado de las sirenas desconcertó a los asaltantes. Ahora quería recuperar lo que le faltaba. Sabía que el arquitecto guardaba el dinero en alguna parte. Solo debía convencerlo para que le dijera dónde. Esa era una probabilidad para él, pero existían otras más. Cualquier cosa era posible, hasta el punto en el que esa mujer no tuviera nada que ver con la desaparición del marido. En cualquier caso, Ricardo no iba a revelar dónde escondía el dinero hasta que no le entregaran a Silvia.
Salió de allí con la cabeza embotada y la necesidad de dar un paseo.
Comprobó la hora. Su reloj de muñeca marcaba el mediodía. No disponía de tiempo para relajarse. Tal y como le había indicado el misterioso hombre del teléfono, debía acudir al bar del Hotel Eurostars Madrid Tower, a las seis de la tarde.
Paradójicamente, una de las torres más altas de la ciudad. Allí, dejaría el maletín y se marcharía. Una vez completado el proceso, minutos más tarde, recibiría un mensaje con la ubicación donde se encontraba la señorita Cabezo.
Un plan sencillo y el fin del problema. Pero, de nuevo, se equivocaban con él al pensar que se apartaría como una mosca.
El taxi blanco se detuvo en el mismo lugar en el que había dejado al arquitecto horas antes.
Se subió al Škoda Octavia por la parte trasera y se fijó cómo el taxista observaba la trayectoria de la señora Sagasta.
—Gracias por la rapidez.
—Tenemos un acuerdo —contestó sin darle demasiada importancia—. ¿A dónde le llevo?
Mariano seguía atento a la mujer, que estaba esperando en un paso de peatones.
—¿La conoce?
El conductor fingió no haberle escuchado.
—¿Cómo dice?
—A la señora Sagasta. He visto cómo la mira.
Mariano se peinó el bigote, planchando ambos lados con la punta de los dedos.
—Es la hija de una importante familia madrileña.
—Sabes demasiado para ser un taxista.
—Siento decepcionarle —dijo ofendido—. Leo la prensa. Me gusta estar informado. No creo que tenga nada de malo… Y usted, ¿la conoce?
—No —contestó el arquitecto y se echó hacia atrás—. Diríjase a Juan Bravo, por favor.
—Por supuesto —respondió y buscó el momento de incorporarse al tráfico, que llegaba hasta la estación de Atocha. La radio estaba encendida. En el informativo de Radio Nacional de España, la locutora leía un teletipo sobre la desaparición de un conocido inversor, a las afueras de Madrid.
—¿Puede apagarla? —preguntó el arquitecto con cierto hastío—. Estoy algo cansado.
—Claro —dijo el hombre y pulsó el botón.
—¿Qué me puede contar sobre ella, Mariano?
—¿Sobre esa señora? —preguntó mirando por el retrovisor. Donoso, con las solapas del abrigo bajadas, se cruzaba de brazos en el asiento trasero—. ¿Qué quiere que le diga? Soy un simple taxista.
—Lamento haberle molestado —comentó sin demasiado énfasis—. Pensé que tendría sentido del humor.
El hombre suspiró. Prefirió aguantar la insolencia del cliente a enzarzarse en un debate absurdo. Después de todo, le había prometido pagarle el doble de lo que iba a ganar ese día. No quería que cambiara de opinión al respecto.
—Sé lo justo. Se dedica a la venta de arte y está casada con un hombre siete años más joven que ella —explicó—. No tiene nada malo. De hecho, lo más nocivo es él. Al parecer, es un auténtico desastre.
—¿A qué se refiere?
El hombre miró extrañado, como si fuera un secreto a voces.
—¿Le puedo preguntar a qué se dedica, señor?
—Donoso. Ricardo Donoso —dijo presentándose finalmente—. Soy arquitecto. Tengo una firma. El señor Ruiz de Sopena es un conocido inversor.
—Y tan conocido. Su nombre ha aparecido relacionado con diferentes escándalos en los últimos cuatro años.
—Escándalos, ¿de qué clase?
El vehículo cruzaba el barrio de Salamanca. La conversación terminaría en breve.
—No soy un entendido en la materia, pero se lo puede imaginar… Corrupción, sobornos, extorsión… Las apariencias engañan.
—Las apariencias siempre engañan, Mariano —remató el arquitecto—. Nos creemos lo que queremos, no lo que vemos.
—Muy audaz —dijo bajando la velocidad el vehículo. Habían llegado a su destino y el edificio de Donoso estaba apenas a unos metros del vehículo—. Supongo que sabe mostrar únicamente lo que le interesa. ¿Está bien aquí?
No quería otro taxi y tampoco le importaba pagar de más si ese hombre esperaba allí abajo. Cuanta menos gente estuviera en contacto con él, mucho mejor.
—Me temo que tengo que pedirle que me espere, de nuevo —indicó poniendo la mano izquierda sobre la puerta—. Esta vez, tardaré menos. Se lo prometo.
—Pero…
—Un caballero siempre cumple con su palabra —dijo y abrió la puerta—. No desespere.
Cuando entró en el apartamento, una grieta abrió el techo de la vivienda en dos, mostrando un oscuro cielo que cayó sobre sus hombros. La presión acumulada, la ansiedad que había retenido durante días, terminó por explotar.
Dio una larga respiración, agarró un jarrón de cerámica china que había sobre el mueble del salón y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la pared que tenía en frente. Un gran estallido retumbó en el interior del piso. La cerámica se hizo añicos contra el tabique. Los pedazos se desparramaron por el suelo.
Después dio un grito a pleno pulmón.
—¡A-A-H-H! —bramó cargado de furia.
Las venas se marcaron formando un relieve en su cuello.
De pronto, se quedó sin respiración y perdió el equilibrio unos segundos. Buscó un punto de apoyo en una de las sillas. Se acercó a la ventana y la abrió. El aire fresco le ayudó a recuperarse. No lograba soportarlo.
Caminó al baño, abrió los cajones del mueble, buscó con torpeza entre los cosméticos y terminó por tirarlo todo al suelo. Luego fue a su dormitorio e hizo lo mismo. Finalmente, en el bolsillo de la chaqueta que había vestido el día anterior, encontró una bolsita de plástico transparente. No era todo lo que hubiese deseado tener, pero parecía suficiente. Se preparó una larga raya de cocaína y la esnifó en dos tandas. Levantó la cabeza y sintió el amargo sabor del polvo cayendo del tabique a la boca.
Cerró los ojos, el corazón se le aceleró y después recuperó un ritmo normal.
Respiró profundamente y notó que estaba sudando.
Más tranquilo, cerró la ventana, limpió los restos de polvo blanco que había sobre el mueble y se dirigió a la caja fuerte del armario. Introdujo la clave de cuatro dígitos y la luz verde se encendió. Entre el pasaporte, un juego de llaves de la oficina, un cuchillo de cazador de treinta centímetros y varios fajos de billetes de doscientos euros, encontró la llave de la taquilla donde escondía el dinero.
Tomó el pasaporte, algo de dinero en metálico y miró el cuchillo fijamente, pero decidió no llevarlo consigo.
Regresó al vehículo con una bolsa de deporte vacía. La dejó junto a su asiento y se pusieron en marcha con dirección a la estación de trenes de Atocha.
La cocaína había conseguido relajarlo, mantenerlo más concentrado de lo que estaba sin ella. Sin embargo, se había excedido con la dosis y los gestos de nerviosismo eran evidentes. En silencio, el conductor observó a su acompañante por el espejo retrovisor, simulando prestar atención a los vehículos que venían por detrás. No hacía falta ser un adivino para notar que el arquitecto estaba bajo los efectos de alguna sustancia estimulante. Cauto, prefirió guardar las preguntas para más tarde, o quizá para nunca. Por su parte, Donoso comprobó en el móvil el listado de llamadas, a pesar de no tener ninguna notificación nueva en el historial.
Sentía que algo no encajaba en ese rompecabezas. Alguien, ya fuera esa extraña voz que intentaba extorsionarlo, o la propia Sagasta, intentaría sorprenderlo para usarlo a su favor.
La desconfianza se apoderó de él hasta el punto de cuestionar al hombre que tenía delante. Años atrás, no hubiese dudado en asaltarlo y deshacerse de él como si fuera un muñeco de trapo.
—¿Va a practicar algún deporte? —preguntó el taxista.
Ricardo entendió que se refería a la bolsa.
—No. Solo a recoger algo.
—Entiendo… —comentó y dio un soplido. Se estaba hartando. Era obvio que no entendía nada, ni tampoco tenía garantías de que le fuera a pagar, así que Ricardo se anticipó para sellar sus labios. Sacó uno de los fajos de billetes y se lo puso en el asiento del copiloto.
—Eso por las molestias —dijo. El conductor miró el taco, sorprendido. Habría unos dos mil euros en aquel montón.
—Vaya… Esto sí que es una sorpresa.
—Espero que grata.
La excesiva cantidad provocó un halo de desconfianza en el rostro del desconocido.
Una cosa era lo que se deseara en voz alta, a sabiendas que raramente podía ocurrir, y otra, que un desconocido soltara tanto dinero de golpe. En esas ocasiones, sin saber demasiado de la procedencia, las personas tienden a pensar en la peor de las consecuencias.
Donoso alzó las cejas con pesadumbre. Si no lo quería, solo tenía que decirlo. Era su problema no saber cómo comportarse ante un regalo. No tenía tiempo ni ganas para convencerlo de nada. En su cabeza intentó dibujar un croquis de las próximas dos horas.
Primero, vaciaría la maleta en la bolsa de equipaje. Después, entregaría el maletín. Desconocía con quién se encontraría y debía estar preparado para ello. Los lugares públicos y muy transitados, siempre eran los mejores para un intercambio. En cuestión de segundos, el contacto podía desaparecer.
—Mire, está bien si no lo quiere…
El hombre lo miró de un modo paternal.
—Gracias… Esto es más que un salario —dijo guardándose el montón de dinero en el interior de la chaqueta—. Le esperaré aquí, si quiere, claro… Ya tiene mi número.
Una idea rondó en su cabeza. Tal vez, no fuera tan estúpido contar con la ayuda de un chófer por un tiempo, hasta que todo el asunto se resolviera.
Se dijo que más tarde retomaría la conversación.
Cuando vio la estación de Atocha, supo que no había vuelta atrás, pero también era consciente de que, si contaba la verdad y lo dejaba en manos de ese inspector, la Policía jamás resolvería aquel asunto. Simplemente, no los creía capaces.
Esperó no arrepentirse. Abrió la puerta del coche y se bajó.
Estaba a punto de tirar por la borda, todo lo que había conseguido en años de esfuerzo.