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Estación de trenes Madrid-Puerta de Atocha (Madrid)
25 de octubre de 2013
La zona de descarga de viajeros estaba saturada de coches que se movían lentamente en una sola dirección. Algunas personas caminaban con más rapidez que otras. El trasiego de maletas y equipajes le impedía escabullirse con facilidad.
Normalmente, la estación presentaba aquel aspecto de caos y confusión, sobre todo, entre los turistas que venían de las provincias y desconocían dónde debían tomar su tren.
El arquitecto se escurrió entre la multitud, cruzó un pasillo hasta al otro costado de la estación y bajó por unas escaleras que lo llevaron a las máquinas de billetes. Miró a los alrededores, para asegurarse de que no le estaban siguiendo. Se adentró por un pasillo lleno de cafeterías y tiendas de accesorios, por el que se accedía a los andenes de los ferrocarriles de alta velocidad. Finalmente, llegó a la entrada principal de la estación y localizó el área donde se encontraban las consignas.
—Venga, vamos… —murmuró en alto, al ver a una pareja de turistas españoles que intentaban entender el sistema de las taquillas.
Merodeó nervioso por los alrededores, sin quitarles el ojo a dos parejas de policías que controlaban el pasillo y las inmediaciones a los trenes. Tras una pequeña discusión, la pareja terminó por guardar su equipaje y desapareció. El arquitecto se acercó al estrecho espacio donde se encontraban las taquillas, buscó la suya y volvió a mirar a sus espaldas. Introdujo la llave y abrió la puerta de metal. Allí estaba el maletín, tal y como lo había dejado. Debía darse prisa. Con la Policía merodeando, no podía ir hasta los servicios de la estación. Así que, sin más espera, abrió el maletín en el suelo, tentando a la suerte para que nadie apareciera por allí. El maletín olía a papel sellado, a dinero manchado y a consecuencias severas.
«Esto es una locura. Todavía no sé por qué lo haces, Ricardo…», se dijo mientras movía los brazos a toda velocidad.
—Uno, dos, tres… —contó en voz alta para distraerse.
«Todo es por culpa de esa secretaria. Toma el dinero y olvídate de ella. ¡Maldita sea! No significa nada en tu vida… ¿Desde cuando te importa tanto? ¿Eh? Piénsalo. Te da pena y eso te hace sentir mejor. Eres un pedazo de mierda. Por eso la contrataste».
Concentrado en la tarea, algunos recuerdos turbios del pasado le nublaron la mente. Vio a su madre, mucho más joven, todavía viva, metiendo los billetes en una maleta. El estómago le propinó un fuerte latigazo.
«Tú no eres un héroe. Nunca lo has sido, así que deja de actuar como un imbécil… Hacerte el valiente te buscará la ruina y lo sabes bien. Te estás dejando llevar por las emociones. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas cómo acabó todo? Piensa en frío, Ricardo. Las emociones te buscarán la ruina, Ricardo, la ruina…»
Tomó una larga respiración hasta llenar los pulmones, con el fin de acallar esa voz que se apoderaba de sus movimientos. Debía pararla. Estaba enloqueciendo, perdiendo el control de sus propios pensamientos.
—Estás haciendo lo correcto, Ricardo. No te detengas —murmuró en voz alta como un mantra sanador.
La voz desapareció.
Se puso de rodillas para concentrarse en los siguientes pasos.
Abrió la bolsa de deporte y movió los fajos de billetes de un modo caótico y nervioso. Tenía la certeza de que alguien lo vería.
Con el maletín casi vacío, dejó varios miles de euros en su interior, para que tuviera algo de peso. Por lo pronto, calculó que habría unos cien mil allí dentro. Después lo cerró, pasó la cremallera de la bolsa de deporte y la dejó en la consigna. Estaba sudando por debajo del traje. Los calores subían del tórax al cuello. Agarró el asa de la maleta y se ajustó la corbata.
Tomó la salida lateral de la estación, que daba a una de las calles que subían hacia el paseo. El taxi se detuvo frente a él cuando notó su presencia.
Donoso abrió la puerta trasera, echó el maletín en el interior y se subió al vehículo.
A pesar de la seriedad, la expresión del arquitecto llamó la atención al conductor. Estaba pálido, deshidratado, como si hubiera visto un fantasma.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó extrañado, cuestionándose qué habría hecho allí dentro. Después vio el maletín—. Parece agotado.
—Estoy bien, gracias.
—¿A dónde vamos ahora?
Ricardo levantó el brazo y señaló a un punto en el cielo: la Torre PwC. Un cilindro de color negro que se alzaba hacia el cielo sin contemplación. Una bestia arquitectónica. Sesenta y cuatro pisos, de los cuales, cincuenta y cuatro estaban regentados por un hotel de lujo. Doscientos treinta y seis metros de altura y dos mil trescientos trabajadores. El tercer rascacielos más alto de España y el séptimo de Europa.
Una sola entrada.
—Allí.
Eran las cuatro de la tarde. El sol había alcanzado su punto más alto y, a partir de entonces, comenzaría a oscurecer.