25
Hasta pasadas las tres de la tarde, el abogado del arquitecto no logró sacarlo de allí. La espera se hizo larga, por no llamarla eterna.
Por suerte, no tuvo que compartir asiento en una celda con un puñado de detenidos, donde se podía encontrar lo peor de Madrid.
Por falta de espacio, le asignaron una celda temporal en la que había otro hombre más. Era un hombre mayor y le acusaban de haber matado a su jefe. Donoso no le prestó la mínima atención. El hombre hablaba, lamentándose por lo que había hecho, tomando consciencia de que hasta la venganza más fría tenía un precio. Sintió lástima y desprecio por él y no se imaginó en su situación. Las personas tendían a derrumbarse con facilidad, después de cometer un error. Él nunca se arrepentía de sus actos. No sentía la menor compasión por sí mismo y no descansaba hasta que lograba solucionar lo que había destruido, aunque eso le llevara años.
Sentado en el banco de cemento que había pegado a la pared, logró que el murmullo incesante, y mezclado con lágrimas, de ese individuo, se transformara en un hilo musical de fondo. Mientras esperaba a que el letrado lo sacara del agujero, se concentró en lo que había escuchado en la sala de interrogatorios.
El inspector Peña no iba mal encaminado, con la diferencia de que él también había sido engañado por esa mujer. Lo entendió todo. Estaba tranquilo, algo molesto por no haberse dado cuenta antes de la situación. Verónica Sagasta había pagado el precio de su propio engaño, una mentira que comenzó el mismo día en el que se casó con ese hombre, Álvaro Ruiz de Sopena. Para Donoso, algunos matrimonios ya habían fracasado antes de su unión. Estaban predestinados a ello, sin importar el énfasis que ambos lados pusieran.
En aquel caso, tanto Sagasta como Ruiz de Sopena eran dos ratones buscando el queso en un laberinto. Tarde o temprano, uno de los dos, moriría de hambre o por traición.
El arquitecto recordó el talante de Ruiz de Sopena, estirado y confiado, siempre mirando desde las alturas. Llevaba el perfil de un embustero sociópata y no había logrado verlo.
Muertos el abogado y la esposa, solo quedaba una figura por tirar.
Mientras que el inspector Peña estaba convencido de que Donoso había matado a los dos, el arquitecto tenía la certeza de que Álvaro Ruiz de Sopena seguía con vida, en alguna parte, y era el artífice de todo, desde su falsa muerte, las llamadas anónimas, hasta el asesinato de su mujer. A esas alturas, probablemente, disfrutara en la cubierta de un yate en Ibiza, mientras Donoso luchaba por que las cucarachas de la celda no se acercaran a él.
«Maldita sea, ¿cómo has caído tan bajo?».
Sin embargo, algo no encajaba en ese asunto. ¿Qué importancia tenía el maletín?, reflexionó.
Se levantó y pegó un puñetazo contra el muro de ladrillo. El otro hombre se asustó.
—¡Joder!
Ninguno. Esa era la respuesta.
Ahora cabía la posibilidad de que no existiera tal dinero, de que fuera parte de la estafa conjunta que habían planeado. Un señuelo, un maletín cargado de miles de euros falsos, pero lo suficientemente reales como para despertar el interés del arquitecto.
—Maldito hijo de perra… —susurró con los párpados cerrados—. Te voy a matar en cuanto salga de aquí.
El hombre interrumpió el sollozo.
—¿Qué has dicho?
—Cállate —ordenó el arquitecto. Por unos segundos, el silencio regresó al interior de la fría celda. Después, el detenido continuó con los lamentos.
Todo cobró sentido.
Lo habían planeado para que el arquitecto asumiera las responsabilidades.
Necesitaban un títere, alguien que, por su apariencia, pudiera encajar con el perfil de asesino pasional. Tenía sentido. Trescientos mil euros era una cifra redonda. La situación tenía todos los ingredientes para que nada fallara. Y así había sido. Pero la pobre Verónica no contaba con que su esposo la matara, o tal vez sí, y ese billete a Boston fuera la prueba.
Ricardo estaba calmado. Era consciente de la situación a la que se enfrentaba, pero no podía perder la compostura. El abogado le conseguiría tiempo, antes de que su vida se llenara de problemas serios.
Mientras, encontraría a Silvia Cabezo.
Ahora la necesitaba de vuelta y con vida. El reloj se ponía en contra de los dos.
La secretaria era el único testimonio válido para derrumbar cualquier clase de acusación.
Ese policía estaba obsesionado con él y Donoso no había colaborado para hacerle cambiar de opinión. Si no resolvía aquella encrucijada a tiempo, los tribunales se encargarían de terminar con los sueños del arquitecto.
Sentado en la parte trasera del coche, observó de nuevo la fotografía que había recibido. Silvia estaba asustada, mostraba varios hematomas en la cara y presentaba un aspecto inmundo y embarazoso. Rezó por ella, aunque no sirviera de nada. La iban a matar si no la encontraba a tiempo. No podían permitirse no hacerlo.
Él era la única persona que podía ayudarla, y la única también que la había metido allí. Esperó que algún día se lo perdonara.
Mariano tenía el motor del coche apagado. Estaba oscureciendo y la calle se preparaba para un sábado jovial y festivo, en el que el frío no era más que parte del decorado.
El vehículo estaba parado frente a la vivienda del arquitecto. No había comido nada desde el desayuno, pero no sentía apetito por hacerlo. Se quedó pensativo observando la calle, se preguntó dónde estaría esa mujer, pero la fotografía no le transmitió nada.
—¿Señor? —preguntó finalmente el chófer, que había estado callado durante el trayecto. No preguntar era parte del acuerdo. Y en ese momento, no convenía incumplirlo—. ¿Puedo hacer algo por usted?
El arquitecto puso su mente a prueba, buscando alguna pista por la que empezar. Pero fue inútil.
Necesitaba una segunda opinión.
—¿Te dice algo esta foto? —preguntó mostrándole la imagen de la secretaria.
El rostro del chófer se arrugó.
—¡Por Dios! ¡Santo cielo! ¿Qué barbaridad es esa? —preguntó entre la sorpresa y la indignación—. ¿Quién ha sido el desgraciado?
—Es complicado de explicar, Mariano —dijo mirándole a los ojos fijamente. El arquitecto le agarró del hombro con firmeza. El chófer se dio cuenta del gesto que, más que un acto de fraternidad, pareció una advertencia—. Esta chica es mi secretaria. La han secuestrado por mi culpa, por no ceder ante un chantaje. Ahora, tengo que encontrarla viva antes de que la maten. De lo contrario, me meterán en la cárcel.
—Entiendo —dijo asintiendo sin pedirle explicaciones—. ¿Cómo sabe que lo harán?
—Si la dejan libre, los delatará.
—Es una chica joven. ¿Ha pensado en, ya sabe, doblar el brazo?
Don se apretó el tabique nasal. La jaqueca lo estaba matando.
—Ya lo he hecho. Me han engañado.
—Dios mío… —contestó y desvió los ojos de la foto. Era desagradable contemplar la mirada sin esperanza de la chica—. No sé qué decir.
—¿Te transmite algo esta foto? —repitió.
—¡Por favor! ¿Qué quiere que me transmita?
—Mariano, maldita sea. Me refiero a si te da alguna pista de su paradero.
La foto había sido tomada en el interior de un barracón o una caseta de madera. A un lado del encuadre, se podía apreciar el marco de una ventana de cristal, la montaña y el cielo.
Silvia aparecía sentada en el suelo, también de madera, atada de piernas y manos y con el maquillaje casi borrado de su rostro. Había llorado, tanto, que el color de su piel era pálido y rojizo como el de la pintura que cubría la madera.
Junto a ella había bolsas de tela. Parecía un lugar alejado de la ciudad, aunque la distancia podía ser relativa. Por la ventana, se apreciaba un hierro que subía hacia el cielo. No era un poste de luz, ni tampoco una farola, sino parte de una estructura.
—No sé qué decirle, no me inspira nada —dijo apenado, observando la imagen con pesadumbre—. ¿Tiene alguna foto más?
—No —respondió y recordó las grabaciones—. Aunque, ahora que lo dice…
—¿Sí?
—No me juzgue por ello.
Ricardo buscó las grabaciones de audio y reprodujo la última. El chófer escuchó con atención.
«Me van a matar, Ricardo…».
De fondo, otra vez ese zumbido molesto formado por ruido y una extraña melodía.
Al escuchar la voz distorsionada y masculina que hablaba por el altavoz, miró al arquitecto con preocupación. Entendió que el asunto iba más allá de una mera extorsión, pero cumpliría con su palabra y dejaría los prejuicios para su opinión privada.
—Póngala otra vez —dijo con interés y acercó el oído.
El arquitecto reprodujo la grabación de nuevo.
—¿Tiene más?
—Sí, claro. ¿Es ese ruido? —preguntó. El chófer asintió—. ¿Qué es?
—No estoy del todo seguro. Suena a engranajes, a cámaras de aire.
—¿De qué hablas?
Mariano cerró los ojos.
—Durante una época, trabajé reparando atracciones de feria, escuchando ese zumbido a diario, penetrando en mi cabeza como un taladro… No me lo podía quitar ni cuando regresaba a casa.
—¡Mariano!
—Uno jamás olvida algo así, señor —dijo y lo miró a los ojos—. Creo que esa chica está en el Parque de Atracciones de Madrid.
Parque de Atracciones de Madrid (Casa de Campo, Madrid)
26 de octubre de 2013
El coche alemán cruzó la ciudad, dejó el río Manzanares atrás y tomó una avenida que bordeaba el famoso parque de la Casa de Campo.
Durante el viaje, el arquitecto supo que sería su último intento. Había llamado repetidas veces al número que le había enviado la fotografía, pero parecía no existir.
Lo más probable era que hubiesen utilizado un número de prepago, un teléfono de usar y tirar, como solían hacer los narcotraficantes. Pensar en la estafa, lo enervaba todavía más y no pudo evitar la imagen de Verónica Sagasta degollada sobre la cama.
Mariano condujo el bólido a toda velocidad, reduciendo el tiempo de espera y llegando antes de lo previsto. El Parque de Atracciones de Madrid era un lugar frecuente para las familias, sobre todo, durante los fines de semana. Esa tarde de octubre, el público era escaso y, aunque el temporal resultaba agradable para pasear por las instalaciones, nadie se atrevía a agarrar un resfriado desde las alturas.
Llegaron a las taquillas, compraron dos entradas y se adentraron en el interior del recinto. Era un lugar bastante amplio, pero no existía ninguna montaña, así como Mariano había mencionado. A lo lejos, quedaba parte de la ciudad, con sus torres de viviendas y su tráfico contaminante. Su ubicación, en el interior de aquel parque, producía una sensación envolvente a causa de los pinos que rodeaban el recinto. Era como estar en un lugar ajeno al urbanismo de la capital y, no obstante, ni siquiera habían salido de ella.
De pronto, Ricardo recordó lo mucho que odiaba los parques de atracciones. Nunca le habían gustado de pequeño, y tampoco de adulto. Un lugar creado para experimentar, ya fuera diversión, felicidad o pánico. Allí dentro, todo parecía mentira, hasta las sonrisas de quienes vendían las nubes de azúcar. Pero esa tarde, el recinto tenía un aspecto sombrío y algo desangelado.
—No perdamos más tiempo —dijo el arquitecto observando de nuevo la foto—. Vayamos por allí.
Cruzaron un paseo, vieron los largos tubos de la montaña rusa y el falso barco pirata que se movía como un péndulo en el aire. Se cruzaron con parejas jóvenes, familias, niños, animadores y un grupo de estudiantes de instituto con aspecto gamberro y desenfadado.
Recorrieron dos veces el parque sin darse cuenta. La orientación era confusa. Todo tenía el mismo aspecto y al arquitecto le costaba horrores reconocer los sitios por los ya había pasado.
—Aquí no hay ninguna montaña, Mariano —dijo señalando a su alrededor—. Hemos apuntado mal.
El hombre lo miró preocupado. Tenía razón, puede que se hubiera equivocado, pensó, pero estaba convencido de que esa melodía procedía de allí. Lo sabía porque los episodios trágicos siempre van unidos a los sonidos, los olores y las palabras del momento en el que suceden. Él había estado allí antes, décadas atrás, escuchando esa misma melodía. Pero el arquitecto parecía tener razón. ¿Cómo iba a existir una montaña en la Casa de Campo?, reflexionó. Cayó en su error, fatídico e insensato. Le había hecho perder el tiempo. ¿Entonces? ¿De dónde procedía esa maldita canción?
Desconsolados, el arquitecto se negó a rendirse tan pronto. De hacerlo, tendría que empezar desde el principio, pensó, con la certeza de que cargaría con la muerte de Sagasta, por mucho que se esforzara demostrar lo contrario. El cadáver del inversor jamás aparecería y él terminaría siendo culpable de un crimen que no había cometido.
Cuando estaban a punto de marcharse, cansados y sin resultados, ese molesto ruido volvió a sonar. La mirada del chófer se despertó. También lo hizo la del arquitecto.
Se giraron y sus ojos se fijaron en una montaña artificial por la que salía un chorro de agua. En efecto, no existía montaña como tal, sino que era parte del decorado.
El ruido procedía del puesto de una atracción que había no muy lejos de allí. Era una melodía de inicio, una señal de arranque que se repetía al principio y al final de cada función. Las luces parpadearon. Tres personas se subieron a una superficie que pronto se elevó para después girar y lanzarlos al suelo, como una olla expréss llena de garbanzos.
—Es aquí —dijo el arquitecto.
Mariano buscó con la mirada el encuadre de la foto. Se giró ciento ochenta grados y comprobó cada ángulo. El lugar donde escondían a la chica, no debía estar muy lejos.
Donoso miró de nuevo el teléfono. Dio la vuelta, dio un paso hacia delante e intentó encuadrar la imagen de la montaña con los árboles. Estaba en el punto exacto, pensó, pero, ¿dónde diablos se ocultaba la caseta?
Cuando ambos se giraron para mirar atrás, descubrieron que no existía caseta, sino un falso tapiz que cubría un contenedor de carga, convertido en zona de descanso para algunos empleados. Tras la lona de camuflaje, que se mimetizaba con una ladera de césped artificial y una escalera de adoquines, vieron el borde de la ventana desde la que se había tomado la foto.
—Es ahí, Mariano —dijo el arquitecto y se puso en marcha.
—¡Espere! —gritó el chófer, despertando la atención de algunos visitantes y corriendo tras él.
Con el pulso acelerado y el corazón en un puño, Ricardo bordeó la ladera en busca de una entrada. Todo parecía tapiado, oculto, pero tenía que existir una forma de acceder a ese agujero.
Se abalanzó sobre la tierra y peinó la superficie con las manos, en busca de alguna punta metálica, hasta que dio con el contorno de la puerta. Recorrió el marco y alcanzó la manivela. Estaba cerrada por dentro. Del interior, alguien murmuraba para ser escuchada.
—Es ella —dijo agitado, mirando a su compañero—. La hemos encontrado.