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Barrio de Salamanca (Madrid)

24 de octubre de 2013

La una y media de la madrugada. Trescientos mil euros. Las persianas estaban bajadas. Los halógenos del techo iluminaban el salón y el maletín seguía intacto sobre la mesa de cristal, como una escultura en un museo. Agitado y nervioso, el arquitecto juntaba las manos pensativo, en busca de una solución.

«¿Qué cojones has hecho, Ricardo?», se preguntó consciente de la gravedad de la situación. Se había dejado llevar y ahora no podía regresar a la escena del crimen.

Había actuado de una forma estúpida e impropia. Estaba furioso y las ganas por romper parte del mobiliario eran superiores a él. Tomó varias respiraciones y se bebió un largo vaso de agua para mantener la calma.

«Has perdido la cabeza. Te has largado con el dinero de un cadáver».

Cuando logró recuperar el aliento, comenzó a pensar con un poco más de claridad. No podía hablar con nadie sobre lo sucedido, ni tampoco confesarle a la Policía lo que se había llevado. Debía gestionar la situación con sus propios medios. Lo había logrado antes, en momentos peores en los que sobrevivir parecía imposible. Ahora debía confiar en su destreza, ser consecuente y solucionar su tropiezo.

Antes de ver el contenido del maletín, el cual se imaginó de antemano, se cuestionó las diferentes causas por las que ese cretino se había reunido allí.

Donoso era una persona intuitiva y racional, frente al cliché desangelado y emocional de los chicos que habían sufrido traumas como el suyo. Sin embargo, la espiritualidad jugaba un rol importante en su vida.

Desde el principio de su transformación, la religión había tenido un gran peso en su terapia. A pesar de haber crecido en un seno familiar roto, tanto su madre como él se apoyaron en la fe cristiana para soportar el calvario al que los sometía el padre. Más tarde, ya de adulto, se resguardaría en ella para purgarse de los horrores que había cometido.

Ricardo, que siempre había sido una persona atípica, fría y distante, experimentó con profundidad una fe más fuerte, a medida que daba rienda suelta a los impulsos asesinos que corrían por sus venas.

La experiencia lo llevó a creer en Dios, no solo como indicaban las sagradas escrituras, sino de un modo particular, en el que se consideraba un enviado del Santo Padre, como si fuera el Quinto Jinete del Apocalipsis. Por tanto, según su modo de entender las cosas, nada grave le podía suceder, de lo contrario, su cometido en la Tierra habría terminado.

Antes de que empeorara su estado, tuvo la suerte de darse cuenta de que sufría un grave trastorno. Los delirios, que llegaban a él en forma de imágenes, de sueños profundos que se repetían, eran producto de su imaginación. Sin contárselo a nadie y sin más terapia que la de las lecturas estoicas, los libros de filosofía zen, el constante ejercicio físico y las enseñanzas del Ninjutsu, trabajó con fervor para que esa aberrante idea que, en ocasiones, se apoderaba de él, nublándole la razón, y que por entonces blindaba sus pensamientos, se desvaneciera lentamente y diera paso al olvido, aunque fuera difícil de eliminar.

Poco a poco, comenzó a mirar al reflejo del espejo que tenía delante, y no le agradó lo que veía. Por esa razón cambió de vida, de apellido, de barrio, de identidad. Borrar cada detalle del pasado, destruir cada seña que lo relacionara con este, era la única forma de convencer a la memoria de que esos recuerdos nunca habían existido. Pensó que, si era capaz de olvidarse de ellos, también olvidaría de sí mismo, hasta absorber su nueva personalidad.

Estaba dispuesto a arriesgarse con tal de encajar con el resto de personas que tenía a su alrededor. Pero no era tan sencillo deshacerse de unos fantasmas que nunca se llegaban a marchar del todo.

El silencio sepulcral del apartamento le ayudó a calmarse.

Neutralizó el vaivén de emociones que corría por su cuerpo como larvas diminutas. Tan pronto como recuperó la compostura, comenzó a reconstruir los hechos. El asunto no tenía buena pinta. La Policía se plantaría en el despacho en cuestión de horas, si no aparecían esos dos matones reclamando lo que era suyo.

Lo último que necesitaba para su reputación, era un escándalo por homicidio. Eso, si el cadáver aparecía en algún lado.

Comprobó por enésima vez la hora. Los minutos pasaban lentamente, como si el tiempo se hubiese detenido entre esas cuatro paredes. Se volvió a preguntar por qué habría cogido el maldito maletín. No lo necesitaba. Las cosas le iban bien. El cerco de opciones se cerraba. Tenía que deshacerse del dinero, ya fuera moviéndolo a una cuenta extranjera o lanzándolo al río Manzanares. Pero debía tomar una decisión rápida.

Miró el teléfono y pensó en Verónica Sagasta.

Algo en su interior le indicó que debía comunicárselo, pero se negó a hacerlo. Al menos, por el momento. La intuición no siempre tenía la razón. Muchas veces, lo que las personas creían correcto, simplemente, no lo era.

Había metido la pata hasta el fondo y el remedio al embrollo era entregar el dinero a la Policía, pero se negaba. Irían a por él. No tenía escapatoria.

El maletín seguía quieto, cerrado, delante de sus ojos.

Se sentó en el sofá y apoyó la espalda en el respaldo.

Esperar. Eso haría.

En ocasiones, no hacer nada, era la mejor de las soluciones.


Esa noche apenas concilió el sueño. La alarma del despertador del dormitorio lo sacó del sueño. Rezó para que hubiera sido todo una pesadilla.

Tras varios segundos, no tuvo más remedio que reaccionar.

Se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el sofá. Los párpados le pesaban, estaban resecos y le costó horrores abrirlos. Aún seguía vestido con la ropa del día anterior. Esa sensación le producía asco y le hacía sentir un despojo como su padre. Para él, una persona que no se respetaba a sí misma en ciertos ámbitos de la vida, difícilmente podía lograr algo de valor. Lo primero que hizo fue mirar a la mesa. Por un momento, deseó que el maletín negro no estuviera allí. Se frotó la cara con preocupación. La barba le había crecido unos milímetros, formando una capa áspera sobre su piel. Le dolían las articulaciones y sentía un clavo atravesado en la cabeza.

Por desgracia, no había sido un sueño.

Era real y no podía seguir escapando del problema.

Se esforzó por recuperar la forma. Inició las rutinas de ejercicios diarios con esmero, aunque sin ganas. Esa mañana dolían más que otras veces. Comenzó a sudar y se sintió mejor. El corazón repartió oxígeno por todo el cuerpo. Volvió a recuperar el aliento, aunque la pesadumbre oxidaba sus movimientos. El agua helada de la ducha lo revitalizó, despertando las últimas células dormidas. El flujo sanguíneo activó sus órganos.

A medida que volvió a la normalidad, comenzó a ver la situación de otra manera. Todavía estaba a tiempo de contarle la verdad a la Policía. Solo debía explicarles lo que había ocurrido. Nada más.

Preparó café mientras buscaba las palabras para el testimonio perfecto pero, de algún modo, no terminó de convencerse. El arquitecto nunca había confiado en las Fuerzas de Seguridad.

No, al menos, de ese modo. Siempre las había considerado parte del sistema, el mismo engranaje que, de haber descuidado sus movimientos, le habría metido entre rejas.

Evitaba las comisarías y los trámites burocráticos a toda costa. Le producía pánico entrar en los edificios gubernamentales aunque, en ocasiones, no le quedara más remedio.

«Ha de existir una alternativa, Ricardo», pensó mientras ponía en funcionamiento la máquina de café instantáneo.

No era el dinero lo que le frenaba a actuar como cualquier otro hubiese hecho. Tan solo buscaba la mejor forma de engañarse, para justificar lo que estaba a punto de hacer.

Una voz interior quería ir más allá. Ricardo sabía que, detrás de todo ese opaco asunto, existía la posibilidad de encontrarse con la persona que había disparado contra Ruiz de Sopena. Y probablemente, no era la primera vez que el individuo apuntaba a alguien. Motivo suficiente para justificar sus ganas de actuar.

Como un virus, la pequeña probabilidad contaminó parte de su lógica.

Para él, no todas las personas eran buenas por naturaleza, porque el bien y el mal no se limitaba a las acciones, sino a lo que las personas aportaban o restaban al grupo entero. Por esa razón necesitaban reglas, un código que cumplir, pero la sociedad se había equivocado por completo, al intentar ser imparcial con cada uno de sus integrantes. Los hombres como aquel pistolero no merecían vivir con el resto. No podían. Estaban hechos de oscuridad y faltos de empatía por los demás. Su existencia solo generaba corrupción, dolor y sufrimiento, aumentando los horrores de la sociedad, mientras la Justicia seguía ciega.

Nadie hacía nada.

El sistema estaba podrido desde hacía tiempo y alguien debía actuar al respecto.

Quizá hubiese llegado el momento de devolver todo lo que la vida le había dado.