SEGUNDA PARTE


El Cairo, Egipto


1941




Capítulo 38


Las calles de El Cairo estaban rebosantes de soldados de los países aliados y también de personal de servicio. Pero El Cairo siempre había sido un cruce de caminos internacional y los extranjeros eran absorbidos por la multitud frenética y apretujada, como lo habían sido durante miles de años.


Devon, empujando a través de la multitud para abrirse camino, con Grace, pensaba que se ahogarían en la marea humana. Lo más molesto eran las manos anónimas que se extendían para tocarla. Los nativos de la ciudad consideraban que las mujeres vestidas al modo occidental -muchas de ellas egipcias cosmopolitas- eran Jezabeles enviadas para seducirlos, así que se dedicaban a pellizcar los senos y nalgas de las paseantes. Las que visitaban El Cairo por primera vez, como Devon, se giraban con furia para encontrar tan sólo una masa de cuerpos sudorosos sin rostro. Las residentes, como Grace, conocían lo suficiente para no luchar contra lo inevitable.

–Grace -Devon tuvo que gritar para que su hermana la oyese entre tanto bullicio-, ¿falta mucho?

–No mucho. – Grace la miró por encima del hombro y le sonrió tranquilizadoramente. Se dirigían al famoso zoco, el bazar al aire libre. Como siempre, el coche de la embajada las había dejado lo más cerca posible, pero como las calles que conducían al zoco eran demasiado estrechas para los automóviles, las mujeres tenían que caminar el resto del trayecto.

La ansiedad de Devon se convirtió en excitación cuando su hermana y ella llegaron a la zona del zoco. Embriagada por la cantidad de ropas refulgentes, joyas y bronces que la rodeaban, Devon corrió hacia una mesa cubierta de caftanes decorados lujosamente.

–¡Devon, espera! – Grace corrió tras ella y la cogió de la mano-. ¡No te sueltes porque te perderás!

–¡Tienes razón! – rió Devon-. Este lugar hace que Nueva York parezca una isla desierta y deshabitada.

–Ahh, ¿la herrmosa dama está interresada en un caftán? – Un hombre de tez oscura que llevaba un fez rojo con flecos negros tomó de la mesa la túnica escarlata bordada en oro.

A Devon le fascinaba el modo como el hombre arrastraba las erres. Le parecía que todo lo que pronunciaba con ese acento era interesante.

Devon sonrió al hombre con simpatía y le dijo:

–Es muy bonito. ¿Cuánto vale?

–Le harré muy buen prrecio. – El hombre sonrió, mostrando una hilera de dientes de oro.

Grace tocó discretamente a su hermana con el codo.

–¡Déjame a mí! – susurró.

Devon la miró sorprendida.

–No encontrrará seda mejor, se lo aseguro -dijo el hombre-. Es un vestido muy bonito.

–Quizá nos interese -contestó Grace.

El macizo hombrecito se giró e hizo una reverencia a Grace, como si se diese cuenta de su experiencia en las costumbres del zoco.

–Su prrecio norrmal es 27 libras, pero, para damas tan bellas, lo doy por 20 libras.

–¡Son sólo unos 30 dólares! – susurró Devon a Grace-. ¡Es un buen precio!

–Por favor, discúlpenos -dijo Grace al hombre, alejando a su hermana de la mesa-. Querida, observa, escucha y mantén la boca cerrada. Tú sabrás de carreras de caballos, pero yo sé de bazares.

De regreso a la mesa, Grace comenzó el regateo.

–Su oferta es muy amable, señor, pero acabamos de llegar. Hay muchos otros puestos.

–Madame, no encontrrará seda más herrmosa que ésta -argumentó el hombre, alzando sus barbas con orgullo. Dejó la enorme túnica encima de las demás con un gesto dramático que hizo que la seda flotase sobre la mesa.

–Lo siento, pero es muy cara -respondió Grace, pasando una mano enguantada por el género.

El hombre parecía abatido.

–Dígame cuánto pagarrá -dijo.

–Cuatro libras -contestó Grace con firmeza.

El hombre cerró los ojos con expresión de desagradable sorpresa.

–¡Cuatrro librras! ¡Imposible! ¡No, es un rrobo! – sin embargo, tocó el material pensativo. Con un suspiro desesperado, dijo por fin-: Se la doy por 16 librras y media.

Grace fingió consultar a su hermana, pero en lugar de eso susurró:

–No te pongas nerviosa, tendrás el vestido. – Volviéndose hacia el hombre con una mirada de pena, dijo-: Es demasiado. No podemos pagar más de cuatro libras.

–Pero madame, usted empieza con cuatrro librras y yo empiezo con 20. Yo digo 16 y media. Usted puede darr un poco más de cuatro, ¿no?

–No puedo darle 16 y media -dijo Grace con contundencia.

–Es usted muy difícil madame. La ofrrezco por 16 y media. No menos.

Ahora fue Grace la que suspiró.

–Lo lamento -dijo moviendo la cabeza-, tendremos que buscar en otra parte.

–¡No encontrrarán nada mejorr! – profetizó el hombre.

Grace se limitó a sonreír y, cogiendo a Devon del brazo, se dio vuelta lentamente con intención de marcharse. Devon no se atrevió a decir una palabra, pero miró a su hermana con disgusto. Un segundo más tarde, sin embargo, su expresión se convirtió en una sonrisa cuando escuchó:

–¡Señorras, porr favorr!

Grace y Devon se volvieron para escuchar la oferta del hombre.

–Mirren cómo cae el génerro, tan sutil, tan fino -dijo sosteniéndolo contra su abultado vientre y dejándolo caer hasta las rodillas en forma de falda-. Les doy este herrmoso caftán por 15 librras. No gano dinerro -declaró muy serio-, pero este caftán es para esta hermosa dama. – Sonrió y sostuvo el género en el aire frente a Devon para que Grace pudiera admirar el color junto a la piel de su hermana.

–Sí, es muy bonito -admitió Grace. Se puso el dedo índice sobre la boca, como considerando la cuestión-. Subo mi oferta a siete libras.

–¡Sube la oferrta! Eso no es nada. ¡No puedo aceptarr sólo siete librras! – El hombre parecía al borde de un ataque.

–Lo lamento, es todo lo que puedo pagar -dijo Grace.

El hombre y la mujer se miraron fijamente en silencio, intentando llegar al punto débil del otro. La atractiva mujer de cabello castaño tenía una mirada firme y valiente. Sabía jugar a este juego, pensó el hombre, y la respetaba por ello.

–Está bien -aceptó-, le doy la comida de mi boca. Le doy el frruto de mi trrabajo.

Grace y Devon sonrieron al hombre con tal gratitud, que él casi olvidó que les había vendido el caftán por sólo una libra más de lo que habría estado dispuesto a venderlo.

–Bien hecho, señoras. – El inconfundible acento británico confundió a las hermanas mientras se alejaban. Miraron sorprendidas a la multitud, observando los rostros hasta que divisaron una figura familiar.

–¡Roland! – exclamó Grace.

Roland Somerset-Smith, apuesto con su uniforme de la Royal Air Force, se quitó la gorra y se inclinó ante las mujeres. El duque de Abersham parecía el prototipo cinematográfico de un oficial británico, con su cabello negro, chispeantes ojos pardos y rasgos clásicos.

–No sabía que habías regresado -le riñó Grace. El círculo al que pertenecían Grace y Roland en El Cairo era tan pequeño que todos conocían las idas y venidas de sus miembros. En algunos sentidos, la sociedad de El Cairo era bastante democrática. No existían prejuicios contra otras nacionalidades, religiones y razas, ya que el sector más sofisticado de la población se congregaba en enclaves separados de la gran masa formada por la mayoría de los egipcios. Europeos, americanos, africanos y egipcios se mezclaban libremente, siempre que procediesen de familias ricas e influyentes. Las clases privilegiadas se reunían en Groppy para tomar el té, en el Mena House para cenar y bailar y en el Jezira Sporting Club o en el Turf Club para tomar copas, hacer deporte o jugar en el casino. Pasaban las vacaciones en Alejandría, se hacían ropa a medida con hábiles modistos que copiaban a la perfección las últimas modas europeas y enviaban a sus hijos a la Universidad Americana de El Cairo, a la Sorbona de París o a Oxford, en Inglaterra. Hablaban francés e inglés de forma fluida. Casi no era necesario hablar árabe. La mayoría de los negocios se realizaban en francés, y ésa era la primera lengua que se enseñaba en las escuelas, aun más que el árabe. El árabe era útil, aunque no imprescindible, para regatear en el zoco.

–Me han trasladado aquí permanentemente -dijo Roland, con los ojos puestos irresistiblemente en Devon, a pesar de estar hablando con Grace-. Se acabaron los viajes de ida y vuelta a Londres. Al menos por un tiempo. – Era jefe de un escuadrón, el equivalente en Estados Unidos a un mayor, en la Fuerza Aérea del Desierto, una sección especial de la RAF destinada en el norte de África.

–Devon, éste es Roland Somerset-Smith, un buen amigo nuestro. Roland, ésta es mi hermana, Devon Alexander.

–Grace, no creí que fuera posible encontrar a una mujer tan atractiva como tú -dijo inclinándose sobre la mano de Devon-. Espero que se quede en El Cairo por un tiempo. – La expresión de su rostro aseguró a Devon que esto era algo más que un cumplido.

–¡Seguramente! – dijo Devon con entusiasmo-. Mientras Grace y Philip me aguanten.

–Entonces, tendremos que asegurarnos de que lo pase muy bien. Como usted sabe, El Cairo es una ciudad muy excitante. – Roland deslizó un dedo por su mentón-. Señoras, si no tienen otros planes, ¿puedo invitarlas a almorzar conmigo en el Turf Club? – Roland miró su reloj-. Es casi la una.

Las mujeres aceptaron la invitación de buen grado.

–Iremos a despedir a nuestro chófer; luego puedes acércanos a casa -dijo Grace.

El almuerzo bajo el toldo a rayas azules y blancas fue tan encantador que se alargó hasta el té y más tarde hasta los cócteles.

–¿Por qué no envías un mensaje a Philip con mi chófer para que se reúna con nosotros? – preguntó Roland a Grace.

–¡Excelente idea! – exclamó Grace, sintiéndose algo mareada por los cócteles de champán.

Roland llamó al camarero. Mientras llegaba, Grace escribió una nota para el chófer y luego se reclinó tranquilamente en su silla. Observó a Roland hablando con su hermana. Nunca lo había visto tan entusiasmado. Era obvio que Devon le gustaba.

Percibió también que Devon respondía a su admiración, coqueteando feliz. No había visto a su hermana tan animada desde la muerte de Morgan, hacía ya casi tres años. Sus mejillas estaban cubiertas de un saludable rubor y bajo la tentadora luz rosada del crepúsculo parecía una muchacha de 20 años.

A Devon le había parecido que Roland era realmente atractivo. La característica dominante en él -que impresionaba tanto a hombres como a mujeres- era su encanto. Parecía no decir nunca nada incorrecto. Realzaba todos sus comentarios con una sonrisa deslumbrante. Era un tipo de encanto que podría haber utilizado en beneficio propio, pero Roland era demasiado bondadoso para hacerlo.

De repente, Roland preguntó a Devon:

–Por cierto, ¿te interesan las carreras de caballos? Las pistas de El Cairo son bastante buenas.

Devon y Grace intercambiaron sonrisas y después explicaron a Roland por qué se reían. Resultó que el propio Roland criaba caballos en la propiedad que su familia tenía en Inglaterra.

Más tarde, Grace le contó que Roland era viudo y que no tenía hijos.

Durante las semanas siguientes, Devon pasó la mayor parte del tiempo paseando con Roland. Él estuvo ausente durante casi dos semanas de agosto, a causa de la visita de Winston Churchill a los regimientos británicos situados junto a El Cairo. Según Roland relató a Devon, Churchill se quedó muy impresionado por lo que vio, aunque en una ocasión se había quejado en broma de que el comandante de las fuerzas de Nueva Zelanda le hubiese servido una sopa hecha con ostras enlatadas.

Después, el 30 de agosto, al poco tiempo de que Churchill se hubiese marchado, las fuerzas alemanas e italianas atacaron las posiciones británicas en Egipto. Los alemanes fueron rechazados de forma contundente y, por fin, cuatro días más tarde, se retiraron.


Después de la batalla, Roland regresó a El Cairo. Continuó viendo a Devon con tanta frecuencia como le permitían sus deberes.

–¿Cuándo trabajas? – preguntó de broma Devon un día que habían empezado tomando buñuelos en el hotel Continental, habían continuado con el almuerzo junto a la piscina del Mena House y habían pasado la tarde en las carreras en el Club Heliopolis. En ese momento, estaban disfrutando de una terraza a la sombra.

–¿Sabes?, ésta es la misión de mi vida. – Roland cogió la mano de Devon y la besó, sin importarle las miradas sonrientes de quienes les rodeaban. De pronto, su mirada se tornó seria-. Me gustaría que todo fuese bien -dijo buscando una respuesta en los ojos de Devon.

Devon bajó los ojos y, confundida, fijó la mirada en su copa.

–Devon -dijo con voz grave-. No puedo hacer demasiados planes… pero llegará el día, creo que bastante cercano, en que tendré que abandonar El Cairo.

Devon se sorprendió de que esta idea la asustase.

–Estarás aquí para mi cumpleaños, ¿verdad? Falta poco más de un mes.

Devon casi no podía creer que faltara poco para el mes de octubre. Los días eran tan calurosos como el verano en Virginia.

Roland parecía triste.

–Me gustaría más que nada en el mundo, pero no creo que pueda. – Su expresión se tornó preocupada-. Y me gustaría que consideraras la posibilidad de irte a otra parte por un tiempo.

Devon lo miró atentamente.

–¿Qué quieres decir?

–La guerra está muy cerca.

–En estos días, la guerra está cerca en cualquier parte del mundo.

–No en Virginia.

–Tienes razón -dijo Devon con una sonrisa-, pero a estas alturas me inquietan más mis propios fantasmas en Estados Unidos que cualquier peligro físico que pueda correr aquí. – Se encogió de hombros y continuó de forma animada-. Además, ¿no ordenó Churchill que todos los empleados de oficina tuvieran un rifle? ¿Y qué hay de todos los refuerzos que rodean la ciudad? No creo que haya motivo de preocupación. – Roland la miró por un momento; era obvio que sabía algo más-. ¿Qué pasa? – preguntó Devon.

El rostro de Roland reflejaba un conflicto interior. Se inclinó hacia la mesa y tomó las manos de Devon entre las suyas.

–No tengo derecho a decirte lo que tienes que hacer, aunque ojalá pudiera -dijo Roland-. Sin embargo, si tuviera ese privilegio, insistiría en que te marchases de El Cairo ahora mismo.

Devon sonrió con ternura.

–Sé que piensas que es lo mejor, pero aún no estoy preparada para volver a casa.

Aunque Devon seguía amando Willowbrook, la muerte de Morgan había dejado un terrible vacío en el lugar. Su divorcio de John había exacerbado este sentimiento de soledad.

No era que John hubiese desaparecido para siempre de su vida. En 1941, poco después de que Estados Unidos entrara en la guerra, John había telefoneado a Devon para decirle que había sido seleccionado para una misión especial del gobierno en el extranjero. No le dio ningún detalle de la misión, dejando claro que este tipo de preguntas no iba a ser bien recibido. Ella supuso que su misión tenía que ver con el espionaje, pero no estaba segura.

Más tarde, en febrero de 1942, John la había telefoneado para darle noticias que la perturbaron todavía más: se había comprometido con Bebe Henley. En cuanto lo hubo felicitado con cortesía, colgó el teléfono y corrió al baño sintiéndose fatal. No estaba segura de si las náuseas se debían a los celos o sencillamente al disgusto ante la idea de que John pudiera casarse con una persona tan despreciable. Lo único que sabía era que después de enterarse de la noticia, se había sentido muy deprimida durante varios días. Lo siguiente que supo es que tenía que escapar.

El amado Willowbrook, lugar en el que había luchado tanto por y contra John, no podía llenar el vacío de su corazón. Sabía que estaba en buenas manos, así que no le preocupaba su ausencia.

Roland movió la cabeza con una sonrisa de resignación ante su negativa a volver a Estados Unidos.

–Eres una mujer obstinada, Devon Alexander.

–Sí -dijo ella secamente-, eso dicen.


Unas semanas más tarde, cuando las fuerzas británicas y americanas realizaron un ataque sorpresa sobre los alemanes e italianos en el norte de África, Devon descubrió la razón de la preocupación de Roland. El ataque tuvo lugar el 23 de octubre de 1942. Los ejércitos alemanes estaban en extrema desventaja tanto en efectivos como en artillería y, sobre todo, porque su hábil comandante, el general Rommel, estaba hospitalizado en Alemania desde finales de septiembre. El general Stumme, que ocupó su lugar, murió en la batalla de un ataque cardíaco el 24 de octubre, así que Hitler dio por finalizada la convalecencia de Rommel y lo envió inmediatamente al frente.

Dos días después del regreso de Rommel, el 27 de octubre, la batalla sufrió un vuelco decisivo. Los alemanes lanzaron un contraataque contra las tropas aliadas, y la RAF respondió con un bombardeo de dos horas y media, durante el cual 80 toneladas de bombas cayeron en un área de unos 40 kilómetros cuadrados. El ataque enemigo fue reprimido casi antes de que hubiera podido empezar. El 8 de noviembre, las tropas aliadas habían capturado 30.000 prisioneros en la batalla de El Alamein.

Esta batalla marcó un giro decisivo para los aliados en la Segunda Guerra Mundial.

Más tarde, Winston Churchill dijo: «Antes de El Alamein no habíamos tenido una victoria. Después de El Alamein nunca tuvimos una derrota».