Capítulo 51


Las Navidades en Nueva York fascinaban a Francesca. La ciudad, que siempre parecía cubierta de hollín, se transformaba en un mundo de hadas, con luces, campanas y guirnaldas siempre verdes. Aunque a Francesca le gustaba la belleza vasta y tranquila de la campiña de Virginia en invierno, prefería pasar las Navidades en Manhattan.


Esa mañana, a tres días de Navidad, Francesca saltó de la cama y se puso impaciente los pantalones de pana arrugados que había en el suelo, donde los había tirado la noche anterior. Gruesos calcetines de lana, un suéter, manoplas, botas, y ya estaba lista para su misión. Por primera vez, iría a comprar el regalo de Navidad de su madre sin que la acompañara un adulto. A pesar de la nieve, podía ir andando desde su casa hasta Tiffany's, entre la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y siete. Había estado ahorrando su paga durante todo el año y había ganado un dinero extra, ayudando a limpiar los establos de Willowbrook al salir de la escuela. Además, su abuela le había hecho un préstamo hasta su cumpleaños, en enero, de modo que podía disponer de casi 100 dólares. Los gastaría en el regalo de su madre y ella misma haría los de los demás.

Bajó sigilosamente la elegante escalera de mármol. Se sobresaltó cuando el armario en el que estaba su abrigo y su sombrero crujió, y decidió dejar la puerta abierta para no hacer ruido. Estaba casi en la puerta principal cuando oyó que Alice la llamaba:

–Francesca, ¿eres tú?

Francesca, con la mano en el picaporte, dudó. Pensó en no contestar porque sabía que la iban a obligar a desayunar, pero no se atrevió.

Avanzó lentamente por el salón hasta llegar al soleado comedor. El sol invernal se derramaba por las puertas de vidrio que conducían a la terraza, donde estaban el jardín y el invernadero. La larga mesa estilo Hepplewhite, con manteles individuales y servilletas de lino, estaba tentadoramente preparada con un juego de desayuno de porcelana decorada con flores.

Alice y Laurel levantaron los ojos de sus respectivos periódicos cuando entró Francesca. Las dos ancianas compartían el compañerismo de quienes se han conocido durante toda la vida. Alice, al retirarse, fue considerada no como una sirvienta sino como una amiga de la familia. Ahora comía con la familia y pasaba la mayor parte del día con Laurel, cosiendo, visitando museos o leyendo.

–Somos viejas, pero no sordas -aclaró Alice con una sonrisa-. No creas que nadie te controla porque tu madre haya salido esta mañana. Siéntate y desayuna. Y no vuelvas a intentar marcharte sin haber desayunado.

–Ya soy mayor para decidir cuándo y qué quiero comer -dijo Francesca en tono impertinente.

Ante el tono de Francesca, Laurel frunció el entrecejo y abrió la boca para reñirla, pero Alice fue más rápida.

–Te falta mucho, chiquilla. Siéntate -ordenó, poniéndose de pie con facilidad y llevando un plato hasta el aparador.

El aire de autoridad de Alice no permitía contradicción, así que Francesca se sentó suspirando. Después de engullir el desayuno, que consistía en cereales, bizcochos y zumo, preguntó con tono sarcástico:

–¿Ya puedo irme?

Alice y Laurel se miraron.

–No hasta que te disculpes por tu tono y pidas permiso educadamente -contestó Laurel mirando con severidad a su nieta.

Francesca miró a la distinguida anciana y de pronto se sintió torpe y grosera.

–Lo siento. Tenía prisa. Por favor, ¿me perdonáis?

–Sí, por supuesto. ¿Adónde vas?

El rostro de Francesca se iluminó.

–A comprar un regalo de Navidad para mamá. ¿No te acuerdas que te pedí dinero prestado? Tengo casi 100 dólares. Voy a Tiffany's -anunció orgullosa.

Las dos ancianas se miraron con expresión de divertida condescendencia.

–Bueno, si necesitas ayuda, no tienes más que decírmelo. Podría hacerte otro préstamo -dijo Laurel.

–Gracias, abuela -dijo Francesca.


Se levantó de la mesa, besó precipitadamente a las dos mujeres y salió de la casa corriendo. Ya en la calle, el aire frío la reanimó y, a pesar de las resbaladizas aceras, corrió durante varias manzanas. Se sentía a gusto por estar sola. Creía que era extremadamente adulta porque estaba llevando a cabo una misión. Cuando llegó a Tiffany's, entró sin pensárselo, pero se detuvo ante el amplio salón de techos altísimos, lleno de objetos expuestos, hermosa platería, empleados, clientes, decoraciones navideñas y el ruido y la confusión típicos de las vacaciones.

Acercándose al primer mostrador, echó un vistazo a los objetos expuestos intentando encontrar algo. Eran joyas para hombre. Paseó los ojos por la sala, sintiéndose perdida, sin saber a dónde dirigirse.

–Disculpe -dijo a un empleado que pasaba deprisa, pero éste no la oyó.

Abandonando el mostrador, se dirigió hacia el fondo de la tienda. Vio cadenas, pendientes de plata, anillos, collares de perlas, pero no tenía ni idea de dónde podía encontrar un regalo para Devon. Sus ojos recorrían los objetos; continuó avanzando por el pasillo.

De pronto, sintió un fuerte golpe en la pierna y su cara chocó contra la suave lana de la chaqueta de alguien.

–¡Ayyy! – gritó, tambaleándose hacia atrás.

El hombre la agarró, pero su acompañante, una pelirroja alta y provocativa, la riñó.

–¡Tonta! ¿Por qué no miras por dónde vas?

Francesca la miró con rabia y abrió la boca dispuesta a responder, pero el hombre habló primero.

–Ha sido un accidente -dijo con suavidad-. No ha sido culpa suya.

La pelirroja se ciñó el abrigo de piel de zorro blanco y señaló:

–¡No entiendo cómo hay padres que permiten que sus hijos anden solos por ahí!

–No es asunto suyo -gritó Francesca-, pero estoy aquí para comprarle un regalo a mi madre, así que no iba a venir conmigo.

–¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? – dijo la mujer nerviosa.

–Tranquilas -ordenó el hombre haciendo un gesto con la mano. Francesca vio que en la otra mano llevaba un delgado bastón de ébano con una figura de bronce en forma de águila en el mango.

El hombre se volvió hacia Francesca y, por primera vez, ella percibió el azul profundo de sus ojos. Le parecía conocerlo de algo, pero estaba segura de que si lo hubiese conocido lo recordaría.

–¿Buscas un regalo de Navidad para tu madre? – preguntó amablemente.

–Así es -dijo en el tono más adulto que pudo.

El hombre reprimió una sonrisa ante el estilo pomposo de la niña. No coincidía con sus cabellos desordenados y su chaqueta de lana.

–Tiffany's es muy grande. ¿Necesitas ayuda?

–¡Oh, por favor! – comentó la pelirroja con sarcasmo.

El hombre se volvió hacia ella exasperado; la expresión de su rostro la hizo callar.

Francesca miró a la hermosa y joven mujer, y luego al hombre. Sonrió y dijo:

–La verdad es que necesito ayuda.

–Bueno, entonces ven conmigo -dijo el hombre. Se giró para decirle a la pelirroja-: ¿Por qué no te llevas el coche a tu casa? Yo cogeré un taxi. – Y, sin esperar a que respondiera, se alejó; ella permaneció parada en medio del pasillo, con la boca rojo coral abierta de estupor.

–¿No se pondrá furiosa? – preguntó Francesca con una risita.

–Por poco tiempo -respondió el hombre haciendo un gesto indiferente con el bastón.

–Es muy amable por ayudarme. No pensaba que este lugar fuese tan grande.

–Bueno, empecemos. ¿Qué presupuesto tienes?

–¿Presupuesto?

–¿Cuánto te quieres gastar?

–Tengo 100 dólares -dijo Francesca orgullosa-, pero mi abuela me ha dicho que podía prestarme más si encuentro algo que me guste mucho.

–¿Por qué no empezamos por aquí? Plumas y objetos de escritorio. Es posible que por 100 dólares puedas comprar algo muy bonito.

–Seguro que a mi madre le gusta una pluma estilográfica. Es una mujer de negocios -dijo Francesca orgullosa.

–Bien, echemos un vistazo.

Francesca observó que, detrás del mostrador, los empleados corrían de un lado para otro. Todos parecían estar atendiendo a algún cliente. Francesca temía ser humillada ante el hombre si otro empleado volvía a ignorarla, pero, en cuanto él apoyó su mano enguantada en el mostrador, apareció milagrosamente un empleado.

–Señor, ¿puedo ayudarle? – preguntó el empleado con una reverencia obsequiosa.

–Esta jovencita desea comprar un regalo de Navidad para su madre -dijo, apoyando su mano sobre el hombro de Francesca.

–¡Vaya! – dijo el empleado volviéndose a Francesca con deferencia-, y ¿tiene alguna idea?

–¿Una pluma estilográfica? – dijo con inseguridad mirando a su nuevo amigo.

El empleado sacó del mostrador una caja de terciopelo gris llena de plumas estilográficas cuidadosamente alineadas sobre un fondo de raso.

–Tenemos algunas plumas estilográficas de plata. Son muy elegantes.

Francesca vio inmediatamente la que quería. Era de plata, como las demás, pero estaba recubierta de nácar, lo que le añadía un delicado toque de feminidad.

–Esta le gustará a mi madre. ¿Cuánto cuesta?

–Ochenta y cinco dólares, señorita.

Francesca aplaudió de alegría.

–¡Me la llevo! – exclamó.

–Muy bien, señorita. Haré que se la envuelvan.

Una vez que Francesca hubo pagado al empleado, éste le devolvió el cambio contando ceremoniosamente el dinero.

–Gracias, señorita. Señor, estoy seguro de que a su esposa le encantará el regalo.

Francesca abrió la boca para replicar, pero un suave apretón en el hombro la hizo callar. Por un momento, Francesca deseó que las palabras del empleado hubiesen sido verdad. Le habría gustado que ese amable extraño hubiese sido su padre y que siempre hubiese estado allí para ayudarla.

–Bueno, ¿puedo dejarte en algún sitio? – preguntó el hombre.

Pero Francesca no quería perder a su nuevo amigo tan rápidamente. Viendo su expresión cabizbaja, el hombre miró su reloj.

–Es un poco temprano para almorzar, pero… si paseamos mirando escaparates, podemos llegar al Plaza a las once y media. En el caso de que quieras almorzar conmigo.

–¡Oh…, sí…, me encantaría! – exclamó Francesca. Pero repentinamente se interrumpió-. Aunque… se supone que no debo ir a ningún lado con extraños. Mi madre siempre me dice…

–Y tiene toda la razón -la interrumpió el hombre-. Bueno, en ese caso, seguiré mi camino.

–¡Oh, no, por favor! – dijo Francesca.

Después de todo, sabía que podía confiar en ese hombre. No era el tipo de persona sobre la que su madre le había advertido. Se parecía mucho a los amigos de su madre. Vestía una cara chaqueta azul marino y Francesca estaba segura de que era un hombre decente. Además, estaba a punto de cumplir 14 años. ¡Ya no era una niña!

Cuando salieron de Tiffany's, Francesca notó que el hombre cojeaba un poco. Deseaba preguntarle qué le había pasado, pero su madre le había dicho que hacer ese tipo de preguntas era de mala educación.

Después de un lento paseo, subieron la escalera y atravesaron las enormes puertas de bronce del hotel Plaza. El hombre, pensando en lo que podía gustarle más a la jovencita, eligió el aireado Palm Court en lugar de Oack Room, un lugar más serio situado en la parte trasera del hotel.

Una vez sentados, Francesca se quitó el sombrero y la chaqueta de lana de cuello alto. El hombre la observó detenidamente.

–¿He hecho algo mal? – preguntó la muchacha confundida por su intensa mirada.

–No…, no -contestó el hombre, sacudiendo la cabeza-. Me recuerdas un poco a alguien. – Su tono de voz tenía un matiz de angustia.

–¿A quién?

–¡Oh! – dijo el hombre con la vista perdida-. A alguien a quien conocí hace más de 20 años. Alguien que significó mucho para mí.

–¿Cuando era joven?

El hombre inclinó la cabeza hacia atrás y se rió mostrando una hilera de dientes blancos.

–Sí -dijo de buen humor-, cuando era joven. Francesca se ruborizó, sin saber bien por qué.

–¿Qué te gustaría comer? – preguntó el hombre echando un vistazo al menú.

–¡Unos sándwiches y una ensalada de berros! – exclamó Francesca casi sin mirar el menú-. Es lo que pido siempre. Me gusta cómo cortan el pan de los sándwiches -dijo en tono confidencial-. De postre me gustaría comer tarta de frutas.

El hombre volvió a observarla con detenimiento. De pronto dijo:

–No creo haberte preguntado cómo te llamas.

–Frankie -contestó con energía.

–Un nombre extraño para una chica.

–En realidad no me llamo así, pero así es como me gusta que me llamen.

–Bueno, Frankie, yo me llamo John. John Alexander.

Frankie abrió la boca estupefacta.

–¡Era usted! – exclamó mirando a su compañero con nueva fascinación. El hombre levantó la cabeza y arqueó una ceja en señal de pregunta, esperando que ella continuara-. ¡Usted estuvo casado con mi madre!

John se quedó pasmado. Observó el rostro de la joven, un rostro que le resultaba extrañamente familiar, pero no pudo encontrar los rasgos que le recordaban a Devon. Sin embargo, ella le recordaba a… no. No se parecía a Devon sino a Morgan. Claro, era eso. A Morgan. Un puño de acero le apretó el corazón hasta que no pudo respirar. Su única hija. Y ahora, esta niña. La hija de Devon. El mismo cabello negro, el mismo rostro sonriente. Por un instante, Morgan no estaba muerta. Todo había sido una broma cruel. Cuántas veces se había despertado en la oscuridad de la noche pensando que la muerte de Morgan había sido sólo una pesadilla. Luego se sentía decepcionado por la amarga realidad. La pesadilla era real.

Y ahora… era como un sueño maravilloso. Pestañeó rápidamente para eliminar la humedad de sus ojos. Morgan, todavía una niña, su hija, estaba sentada frente a él. Sus ojos bebieron en el rostro de la niña. Pero… no era el mismo rostro. La decepción se agitó dentro de él. No, no era Morgan. Una niña como Morgan. Una niña como la hija que había tenido con Devon. Pero ésta no era hija suya. Esa era la cruel realidad.

–Entonces, eres Francesca -murmuró. Por supuesto, había leído la noticia de su nacimiento- Debí haberte reconocido de inmediato.

–¿Me parezco a mamá? – preguntó encantada.

–Bueno… -Vio la esperanza en sus ojos y no quiso desilusionarla-, el parecido es indiscutible.

John observó sus rasgos en silencio. Sí, empezaba a darse cuenta. Morgan también había sido diferente a Devon y, sin embargo, se le parecía, como también se le parecía esta joven.

–Tus ojos verdes son más oscuros, tu piel es también más oscura, pero la forma de la cara, el cuerpo y la boca son iguales. Sí, sin duda te pareces mucho.

–Pero… pero mamá es muy guapa y yo no -dijo Francesca, esperando que la contradijera.

Estas palabras convulsionaron sus emociones. Era tan vulnerable. Quería protegerla, darle ánimos. Darle toda la confianza que le hubiese dado a su propia hija.

–Espera un año; lo serás -respondió John con sinceridad. A continuación, viendo la desilusión en el rostro de la joven, añadió-: Tu belleza está ahí, sólo tienes que darte cuenta. En cuanto tengas confianza en ti misma, serás muy guapa. – Y era cierto, pensó.

–Mamá es la mujer más guapa que he conocido -dijo Francesca.

–No la he visto hace muchos años -dijo John, pensando en voz alta-; me pregunto si habrá cambiado mucho. Por supuesto, he visto fotografías, pero no es lo mismo.

–¡Oh!, mamá es mucho más guapa en la realidad que en las fotografías -dijo Francesca agitada-. Todos lo dicen.

–¿Todos?

–Bueno… -dijo Francesca haciendo una pausa discreta mientras el camarero les servía la comida. Cuando se hubo alejado, continuó-: el señor Wilder lo dice.

–¿El señor Wilder? – dijo John, tomando un trozo de carne con salsa de champiñones.

–El amigo de mamá, como ella dice. – Francesca cogió un sándwich y, al ver que era de ensalada de huevo, lo dejó y cogió otro de salmón ahumado. De pronto, Francesca se dio cuenta de que tenía la oportunidad de saber cosas que su madre no le había contado-. ¿Por qué se divorciaron usted y mamá? – preguntó bruscamente.

John contuvo la respiración, sorprendido por la pregunta y por el dolor que le causaba. Pero, por supuesto, la joven no podía saberlo. No había tenido intención de hacerle daño. Se daba cuenta de que ella necesitaba saber esas cosas. Movió la cabeza:

–La respuesta no es simple. Fueron muchas cosas.

–¿Ya no la amaba?

–¡Oh!, sí… -dijo bajando la mirada-, pero queríamos cosas diferentes de la vida.

–Eso es lo que ella me dijo también -dijo Francesca asintiendo.

John levantó los ojos y la miró.

–¿Es feliz? – preguntó John suavemente.

Esta vez fue Francesca la que se sintió sorprendida. ¿Feliz? Nunca se le había ocurrido pensar que los adultos pudieran sufrir un estado general de infelicidad. Ninguno parecía estar atravesando el torbellino de emociones que ella sentía todos los días.

–Creo… que mamá es feliz. Nunca la he visto llorar, excepto cuando murió el abuelo.

Mirando a John, Francesca le preguntó:

–¿Se volvió a casar?

–Sí, pero ya no estoy casado.

–¿Tiene hijos?

John hizo una pausa. Sentía que el dolor le apretaba el cuello. Con dificultad, respondió:

–Tuve una hija, pero murió.

Francesca le miró con tristeza.

–Se refiere a Morgan. Cuando estamos en Willowbrook ponemos flores en su tumba todas las semanas. Usted también ha enviado flores, ¿verdad?

–Sí -contestó John melancólico-, he enviado flores.

–No llegué a conocerla, pero me gustaría que no hubiese muerto. – De pronto, se le ocurrió algo-. Si ella hubiese vivido, usted habría sido mi padre. Muchos de los padres de mis amigos siguen casados porque tienen hijos. A veces lo comentan.

–Pero, entonces, tú no serías tú. – John no pudo evitar una sonrisa ante el rostro ávido frente a él. Pidió al camarero que limpiara la mesa. Después de haber pedido la tarta de frutas y café para él, preguntó-: ¿Añoras mucho tener un padre?

–Mamá es maravillosa -dijo Francesca con lealtad-. Y están Mason, y Willy, y Jeremiah…

–¿Pero? – preguntó John.

–Pero sí…, sí…, me gustaría tener un padre.

–Bueno, quizá podamos ser amigos -dijo John cálidamente.

–¡Sería genial! – dijo Francesca con entusiasmo. Luego, su rostro se entristeció-. Pero usted vive en el extranjero.

–Ya no. Estoy en Nueva York y pienso quedarme aquí -dijo John.

El camarero llegó con la exquisita tarta de frutas y azúcar glaseado y la colocó frente a Francesca. A continuación, sirvió café a John de una cafetera de plata que dejó en la mesa.

–Pero… -John titubeó- ¿Crees que a tu madre le molestará que seamos amigos? – preguntó.

–¡Oh, no! – dijo Francesca en un tono natural- Le pregunté si le odiaba y me dijo que no.