Esa mañana, a tres días de Navidad, Francesca saltó de la
cama y se puso impaciente los pantalones de pana arrugados que
había en el suelo, donde los había tirado la noche anterior.
Gruesos calcetines de lana, un suéter, manoplas, botas, y ya estaba
lista para su misión. Por primera vez, iría a comprar el regalo de
Navidad de su madre sin que la acompañara un adulto. A pesar de la
nieve, podía ir andando desde su casa hasta Tiffany's, entre la
Quinta Avenida y la calle Cincuenta y siete. Había estado ahorrando
su paga durante todo el año y había ganado un dinero extra,
ayudando a limpiar los establos de Willowbrook al salir de la
escuela. Además, su abuela le había hecho un préstamo hasta su
cumpleaños, en enero, de modo que podía disponer de casi 100
dólares. Los gastaría en el regalo de su madre y ella misma haría
los de los demás.
Bajó sigilosamente la elegante escalera de mármol. Se
sobresaltó cuando el armario en el que estaba su abrigo y su
sombrero crujió, y decidió dejar la puerta abierta para no hacer
ruido. Estaba casi en la puerta principal cuando oyó que Alice la
llamaba:
–Francesca, ¿eres tú?
Francesca, con la mano en el picaporte, dudó. Pensó en no
contestar porque sabía que la iban a obligar a desayunar, pero no
se atrevió.
Avanzó lentamente por el salón hasta llegar al soleado
comedor. El sol invernal se derramaba por las puertas de vidrio que
conducían a la terraza, donde estaban el jardín y el invernadero.
La larga mesa estilo Hepplewhite, con manteles individuales y
servilletas de lino, estaba tentadoramente preparada con un juego
de desayuno de porcelana decorada con flores.
Alice y Laurel levantaron los ojos de sus respectivos
periódicos cuando entró Francesca. Las dos ancianas compartían el
compañerismo de quienes se han conocido durante toda la vida.
Alice, al retirarse, fue considerada no como una sirvienta sino
como una amiga de la familia. Ahora comía con la familia y pasaba
la mayor parte del día con Laurel, cosiendo, visitando museos o
leyendo.
–Somos viejas, pero no sordas -aclaró Alice con una sonrisa-.
No creas que nadie te controla porque tu madre haya salido esta
mañana. Siéntate y desayuna. Y no vuelvas a intentar marcharte sin
haber desayunado.
–Ya soy mayor para decidir cuándo y qué quiero comer -dijo
Francesca en tono impertinente.
Ante el tono de Francesca, Laurel frunció el entrecejo y
abrió la boca para reñirla, pero Alice fue más
rápida.
–Te falta mucho, chiquilla. Siéntate -ordenó, poniéndose de
pie con facilidad y llevando un plato hasta el
aparador.
El aire de autoridad de Alice no permitía contradicción, así
que Francesca se sentó suspirando. Después de engullir el desayuno,
que consistía en cereales, bizcochos y zumo, preguntó con tono
sarcástico:
–¿Ya puedo irme?
Alice y Laurel se miraron.
–No hasta que te disculpes por tu tono y pidas permiso
educadamente -contestó Laurel mirando con severidad a su
nieta.
Francesca miró a la distinguida anciana y de pronto se sintió
torpe y grosera.
–Lo siento. Tenía prisa. Por favor, ¿me
perdonáis?
–Sí, por supuesto. ¿Adónde vas?
El rostro de Francesca se iluminó.
–A comprar un regalo de Navidad para mamá. ¿No te acuerdas
que te pedí dinero prestado? Tengo casi 100 dólares. Voy a
Tiffany's -anunció orgullosa.
Las dos ancianas se miraron con expresión de divertida
condescendencia.
–Bueno, si necesitas ayuda, no tienes más que decírmelo.
Podría hacerte otro préstamo -dijo Laurel.
–Gracias, abuela -dijo Francesca.
Se levantó de la mesa, besó precipitadamente a las dos
mujeres y salió de la casa corriendo. Ya en la calle, el aire frío
la reanimó y, a pesar de las resbaladizas aceras, corrió durante
varias manzanas. Se sentía a gusto por estar sola. Creía que era
extremadamente adulta porque estaba llevando a cabo una misión.
Cuando llegó a Tiffany's, entró sin pensárselo, pero se detuvo ante
el amplio salón de techos altísimos, lleno de objetos expuestos,
hermosa platería, empleados, clientes, decoraciones navideñas y el
ruido y la confusión típicos de las vacaciones.
Acercándose al primer mostrador, echó un vistazo a los
objetos expuestos intentando encontrar algo. Eran joyas para
hombre. Paseó los ojos por la sala, sintiéndose perdida, sin saber
a dónde dirigirse.
–Disculpe -dijo a un empleado que pasaba deprisa, pero éste
no la oyó.
Abandonando el mostrador, se dirigió hacia el fondo de la
tienda. Vio cadenas, pendientes de plata, anillos, collares de
perlas, pero no tenía ni idea de dónde podía encontrar un regalo
para Devon. Sus ojos recorrían los objetos; continuó avanzando por
el pasillo.
De pronto, sintió un fuerte golpe en la pierna y su cara
chocó contra la suave lana de la chaqueta de
alguien.
–¡Ayyy! – gritó, tambaleándose hacia atrás.
El hombre la agarró, pero su acompañante, una pelirroja alta
y provocativa, la riñó.
–¡Tonta! ¿Por qué no miras por dónde vas?
Francesca la miró con rabia y abrió la boca dispuesta a
responder, pero el hombre habló primero.
–Ha sido un accidente -dijo con suavidad-. No ha sido culpa
suya.
La pelirroja se ciñó el abrigo de piel de zorro blanco y
señaló:
–¡No entiendo cómo hay padres que permiten que sus hijos
anden solos por ahí!
–No es asunto suyo -gritó Francesca-, pero estoy aquí para
comprarle un regalo a mi madre, así que no iba a venir
conmigo.
–¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? – dijo la mujer
nerviosa.
–Tranquilas -ordenó el hombre haciendo un gesto con la mano.
Francesca vio que en la otra mano llevaba un delgado bastón de
ébano con una figura de bronce en forma de águila en el
mango.
El hombre se volvió hacia Francesca y, por primera vez, ella
percibió el azul profundo de sus ojos. Le parecía conocerlo de
algo, pero estaba segura de que si lo hubiese conocido lo
recordaría.
–¿Buscas un regalo de Navidad para tu madre? – preguntó
amablemente.
–Así es -dijo en el tono más adulto que
pudo.
El hombre reprimió una sonrisa ante el estilo pomposo de la
niña. No coincidía con sus cabellos desordenados y su chaqueta de
lana.
–Tiffany's es muy grande. ¿Necesitas ayuda?
–¡Oh, por favor! – comentó la pelirroja con
sarcasmo.
El hombre se volvió hacia ella exasperado; la expresión de su
rostro la hizo callar.
Francesca miró a la hermosa y joven mujer, y luego al hombre.
Sonrió y dijo:
–La verdad es que necesito ayuda.
–Bueno, entonces ven conmigo -dijo el hombre. Se giró para
decirle a la pelirroja-: ¿Por qué no te llevas el coche a tu casa?
Yo cogeré un taxi. – Y, sin esperar a que respondiera, se alejó;
ella permaneció parada en medio del pasillo, con la boca rojo coral
abierta de estupor.
–¿No se pondrá furiosa? – preguntó Francesca con una
risita.
–Por poco tiempo -respondió el hombre haciendo un gesto
indiferente con el bastón.
–Es muy amable por ayudarme. No pensaba que este lugar fuese
tan grande.
–Bueno, empecemos. ¿Qué presupuesto tienes?
–¿Presupuesto?
–¿Cuánto te quieres gastar?
–Tengo 100 dólares -dijo Francesca orgullosa-, pero mi abuela
me ha dicho que podía prestarme más si encuentro algo que me guste
mucho.
–¿Por qué no empezamos por aquí? Plumas y objetos de
escritorio. Es posible que por 100 dólares puedas comprar algo muy
bonito.
–Seguro que a mi madre le gusta una pluma estilográfica. Es
una mujer de negocios -dijo Francesca orgullosa.
–Bien, echemos un vistazo.
Francesca observó que, detrás del mostrador, los empleados
corrían de un lado para otro. Todos parecían estar atendiendo a
algún cliente. Francesca temía ser humillada ante el hombre si otro
empleado volvía a ignorarla, pero, en cuanto él apoyó su mano
enguantada en el mostrador, apareció milagrosamente un
empleado.
–Señor, ¿puedo ayudarle? – preguntó el empleado con una
reverencia obsequiosa.
–Esta jovencita desea comprar un regalo de Navidad para su
madre -dijo, apoyando su mano sobre el hombro de
Francesca.
–¡Vaya! – dijo el empleado volviéndose a Francesca con
deferencia-, y ¿tiene alguna idea?
–¿Una pluma estilográfica? – dijo con inseguridad mirando a
su nuevo amigo.
El empleado sacó del mostrador una caja de terciopelo gris
llena de plumas estilográficas cuidadosamente alineadas sobre un
fondo de raso.
–Tenemos algunas plumas estilográficas de plata. Son muy
elegantes.
Francesca vio inmediatamente la que quería. Era de plata,
como las demás, pero estaba recubierta de nácar, lo que le añadía
un delicado toque de feminidad.
–Esta le gustará a mi madre. ¿Cuánto cuesta?
–Ochenta y cinco dólares, señorita.
Francesca aplaudió de alegría.
–¡Me la llevo! – exclamó.
–Muy bien, señorita. Haré que se la
envuelvan.
Una vez que Francesca hubo pagado al empleado, éste le
devolvió el cambio contando ceremoniosamente el
dinero.
–Gracias, señorita. Señor, estoy seguro de que a su esposa le
encantará el regalo.
Francesca abrió la boca para replicar, pero un suave apretón
en el hombro la hizo callar. Por un momento, Francesca deseó que
las palabras del empleado hubiesen sido verdad. Le habría gustado
que ese amable extraño hubiese sido su padre y que siempre hubiese
estado allí para ayudarla.
–Bueno, ¿puedo dejarte en algún sitio? – preguntó el
hombre.
Pero Francesca no quería perder a su nuevo amigo tan
rápidamente. Viendo su expresión cabizbaja, el hombre miró su
reloj.
–Es un poco temprano para almorzar, pero… si paseamos mirando
escaparates, podemos llegar al Plaza a las once y media. En el caso
de que quieras almorzar conmigo.
–¡Oh…, sí…, me encantaría! – exclamó Francesca. Pero
repentinamente se interrumpió-. Aunque… se supone que no debo ir a
ningún lado con extraños. Mi madre siempre me
dice…
–Y tiene toda la razón -la interrumpió el hombre-. Bueno, en
ese caso, seguiré mi camino.
–¡Oh, no, por favor! – dijo Francesca.
Después de todo, sabía que podía confiar en ese hombre. No
era el tipo de persona sobre la que su madre le había advertido. Se
parecía mucho a los amigos de su madre. Vestía una cara chaqueta
azul marino y Francesca estaba segura de que era un hombre decente.
Además, estaba a punto de cumplir 14 años. ¡Ya no era una
niña!
Cuando salieron de Tiffany's, Francesca notó que el hombre
cojeaba un poco. Deseaba preguntarle qué le había pasado, pero su
madre le había dicho que hacer ese tipo de preguntas era de mala
educación.
Después de un lento paseo, subieron la escalera y atravesaron
las enormes puertas de bronce del hotel Plaza. El hombre, pensando
en lo que podía gustarle más a la jovencita, eligió el aireado Palm
Court en lugar de Oack Room, un lugar más serio situado en la parte
trasera del hotel.
Una vez sentados, Francesca se quitó el sombrero y la
chaqueta de lana de cuello alto. El hombre la observó
detenidamente.
–¿He hecho algo mal? – preguntó la muchacha confundida por su
intensa mirada.
–No…, no -contestó el hombre, sacudiendo la cabeza-. Me
recuerdas un poco a alguien. – Su tono de voz tenía un matiz de
angustia.
–¿A quién?
–¡Oh! – dijo el hombre con la vista perdida-. A alguien a
quien conocí hace más de 20 años. Alguien que significó mucho para
mí.
–¿Cuando era joven?
El hombre inclinó la cabeza hacia atrás y se rió mostrando
una hilera de dientes blancos.
–Sí -dijo de buen humor-, cuando era joven. Francesca se
ruborizó, sin saber bien por qué.
–¿Qué te gustaría comer? – preguntó el hombre echando un
vistazo al menú.
–¡Unos sándwiches y una ensalada de berros! – exclamó
Francesca casi sin mirar el menú-. Es lo que pido siempre. Me gusta
cómo cortan el pan de los sándwiches -dijo en tono confidencial-.
De postre me gustaría comer tarta de frutas.
El hombre volvió a observarla con detenimiento. De pronto
dijo:
–No creo haberte preguntado cómo te llamas.
–Frankie -contestó con energía.
–Un nombre extraño para una chica.
–En realidad no me llamo así, pero así es como me gusta que
me llamen.
–Bueno, Frankie, yo me llamo John. John
Alexander.
Frankie abrió la boca estupefacta.
–¡Era usted! – exclamó mirando a su compañero con nueva
fascinación. El hombre levantó la cabeza y arqueó una ceja en señal
de pregunta, esperando que ella continuara-. ¡Usted estuvo casado
con mi madre!
John se quedó pasmado. Observó el rostro de la joven, un
rostro que le resultaba extrañamente familiar, pero no pudo
encontrar los rasgos que le recordaban a Devon. Sin embargo, ella
le recordaba a… no. No se parecía a Devon sino a Morgan. Claro, era
eso. A Morgan. Un puño de acero le apretó el corazón hasta que no
pudo respirar. Su única hija. Y ahora, esta niña. La hija de Devon.
El mismo cabello negro, el mismo rostro sonriente. Por un instante,
Morgan no estaba muerta. Todo había sido una broma cruel. Cuántas
veces se había despertado en la oscuridad de la noche pensando que
la muerte de Morgan había sido sólo una pesadilla. Luego se sentía
decepcionado por la amarga realidad. La pesadilla era
real.
Y ahora… era como un sueño maravilloso. Pestañeó rápidamente
para eliminar la humedad de sus ojos. Morgan, todavía una niña, su
hija, estaba sentada frente a él. Sus ojos bebieron en el rostro de
la niña. Pero… no era el mismo rostro. La decepción se agitó dentro
de él. No, no era Morgan. Una niña como Morgan. Una niña como la
hija que había tenido con Devon. Pero ésta no era hija suya. Esa
era la cruel realidad.
–Entonces, eres Francesca -murmuró. Por supuesto, había leído
la noticia de su nacimiento- Debí haberte reconocido de
inmediato.
–¿Me parezco a mamá? – preguntó encantada.
–Bueno… -Vio la esperanza en sus ojos y no quiso
desilusionarla-, el parecido es indiscutible.
John observó sus rasgos en silencio. Sí, empezaba a darse
cuenta. Morgan también había sido diferente a Devon y, sin embargo,
se le parecía, como también se le parecía esta
joven.
–Tus ojos verdes son más oscuros, tu piel es también más
oscura, pero la forma de la cara, el cuerpo y la boca son iguales.
Sí, sin duda te pareces mucho.
–Pero… pero mamá es muy guapa y yo no -dijo Francesca,
esperando que la contradijera.
Estas palabras convulsionaron sus emociones. Era tan
vulnerable. Quería protegerla, darle ánimos. Darle toda la
confianza que le hubiese dado a su propia hija.
–Espera un año; lo serás -respondió John con sinceridad. A
continuación, viendo la desilusión en el rostro de la joven,
añadió-: Tu belleza está ahí, sólo tienes que darte cuenta. En
cuanto tengas confianza en ti misma, serás muy guapa. – Y era
cierto, pensó.
–Mamá es la mujer más guapa que he conocido -dijo
Francesca.
–No la he visto hace muchos años -dijo John, pensando en voz
alta-; me pregunto si habrá cambiado mucho. Por supuesto, he visto
fotografías, pero no es lo mismo.
–¡Oh!, mamá es mucho más guapa en la realidad que en las
fotografías -dijo Francesca agitada-. Todos lo
dicen.
–¿Todos?
–Bueno… -dijo Francesca haciendo una pausa discreta mientras
el camarero les servía la comida. Cuando se hubo alejado,
continuó-: el señor Wilder lo dice.
–¿El señor Wilder? – dijo John, tomando un trozo de carne con
salsa de champiñones.
–El amigo de mamá, como ella dice. – Francesca cogió un
sándwich y, al ver que era de ensalada de huevo, lo dejó y cogió
otro de salmón ahumado. De pronto, Francesca se dio cuenta de que
tenía la oportunidad de saber cosas que su madre no le había
contado-. ¿Por qué se divorciaron usted y mamá? – preguntó
bruscamente.
John contuvo la respiración, sorprendido por la pregunta y
por el dolor que le causaba. Pero, por supuesto, la joven no podía
saberlo. No había tenido intención de hacerle daño. Se daba cuenta
de que ella necesitaba saber esas cosas. Movió la
cabeza:
–La respuesta no es simple. Fueron muchas
cosas.
–¿Ya no la amaba?
–¡Oh!, sí… -dijo bajando la mirada-, pero queríamos cosas
diferentes de la vida.
–Eso es lo que ella me dijo también -dijo Francesca
asintiendo.
John levantó los ojos y la miró.
–¿Es feliz? – preguntó John suavemente.
Esta vez fue Francesca la que se sintió sorprendida. ¿Feliz?
Nunca se le había ocurrido pensar que los adultos pudieran sufrir
un estado general de infelicidad. Ninguno parecía estar atravesando
el torbellino de emociones que ella sentía todos los
días.
–Creo… que mamá es feliz. Nunca la he visto llorar, excepto
cuando murió el abuelo.
Mirando a John, Francesca le preguntó:
–¿Se volvió a casar?
–Sí, pero ya no estoy casado.
–¿Tiene hijos?
John hizo una pausa. Sentía que el dolor le apretaba el
cuello. Con dificultad, respondió:
–Tuve una hija, pero murió.
Francesca le miró con tristeza.
–Se refiere a Morgan. Cuando estamos en Willowbrook ponemos
flores en su tumba todas las semanas. Usted también ha enviado
flores, ¿verdad?
–Sí -contestó John melancólico-, he enviado
flores.
–No llegué a conocerla, pero me gustaría que no hubiese
muerto. – De pronto, se le ocurrió algo-. Si ella hubiese vivido,
usted habría sido mi padre. Muchos de los padres de mis amigos
siguen casados porque tienen hijos. A veces lo
comentan.
–Pero, entonces, tú no serías tú. – John no pudo evitar una
sonrisa ante el rostro ávido frente a él. Pidió al camarero que
limpiara la mesa. Después de haber pedido la tarta de frutas y café
para él, preguntó-: ¿Añoras mucho tener un padre?
–Mamá es maravillosa -dijo Francesca con lealtad-. Y están
Mason, y Willy, y Jeremiah…
–¿Pero? – preguntó John.
–Pero sí…, sí…, me gustaría tener un padre.
–Bueno, quizá podamos ser amigos -dijo John
cálidamente.
–¡Sería genial! – dijo Francesca con entusiasmo. Luego, su
rostro se entristeció-. Pero usted vive en el
extranjero.
–Ya no. Estoy en Nueva York y pienso quedarme aquí -dijo
John.
El camarero llegó con la exquisita tarta de frutas y azúcar
glaseado y la colocó frente a Francesca. A continuación, sirvió
café a John de una cafetera de plata que dejó en la
mesa.
–Pero… -John titubeó- ¿Crees que a tu madre le molestará que
seamos amigos? – preguntó.
–¡Oh, no! – dijo Francesca en un tono natural- Le pregunté si
le odiaba y me dijo que no.