Devon y Grace eran muy buenas amigas, se mantenían siempre en
contacto y se enviaban cartas íntimas. Ambas se echaban de menos y
sufrían porque la carrera del marido de Grace hacía que sus visitas
fueran poco frecuentes; sin embargo, ambas sabían que la vida del
viaje constante y las nuevas caras eran lo que más le
convenía.
En cuanto Grace supo que su hermana había sufrido un
accidente, cogió un tren desde París, cruzó el Atlántico en avión
y, tras otro viaje en tren, llegó a Evergreen como un
torbellino.
Después de abrazar a sus padres y preguntarles cómo se
encontraban, Grace pidió permiso para ir a ver a su hermana. Los
Richmond estaban encantados de que ambas hermanas se reuniesen,
seguros de que la presencia de Grace resultaría estimulante para la
convaleciente. No obstante, esta visita les preocupaba, ya que, dos
días antes, la de Helena había agotado a Devon. Parecía estar
triste desde entonces. Pero cuando le preguntaban si se encontraba
bien, insistía en que sí. El doctor Hickock les tranquilizó
diciéndoles que sus heridas se estaban curando más rápidamente de
lo que él había supuesto, pero también notó su callada distracción.
La atribuyó al hecho de estar postrada en cama durante tantos días
y, contento de la mejoría física de Devon, no volvió a pensar en el
asunto.
–No le hemos dicho que venías -dijo Laurel en un murmullo
conspiratorio mientras acompañaba a Grace por la amplia escalera
que daba al segundo piso-. Queríamos que fuera una sorpresa. – Su
voz parecía un canto alegre. Estaba entusiasmada de tener a su hija
mayor en casa y estaba segura de que su visita beneficiaría a
Devon.
–Muy bien. ¿Me sorprenderé al verla? – preguntó de pronto
Grace sin pensar demasiado la pregunta. A ella casi nada podía
sorprenderla.
–Bueno… ayer pudimos lavarle el pelo; ha mejorado bastante,
pero aún está negra y azul -dijo Laurel.
–No se recupera uno de la noche a la mañana de una caída como
la suya -dijo Chase con cierta rudeza.
Grace le miró fijamente. Pese a su apariencia de frivolidad,
no se le escapaba detalle. Pensó que su padre tenía mal aspecto;
había perdido el confortable aspecto corpulento que desde que ella
le recordaba siempre había tenido. Sabía que quería mucho a Devon y
comprendió que sin duda se sentía terriblemente angustiado. Decidió
que más tarde intentaría liberarle de esa angustia. De momento,
quería ver a su hermana.
Grace no se preocupó de llamar a la puerta; sencillamente,
entró de golpe en el dormitorio de su hermana, con un vestido
parisino de ondulante seda roja similar al de un derviche, un tanto
original.
–¡Devon, levántate de la cama de una vez! Ya has logrado tu
objetivo. Tienes toda nuestra atención. Ahora vamos a bailar -dijo
con un tono de pretendida firmeza.
Devon no podía creer lo que estaba viendo.
–¿Grace? – dijo incrédula.
–La misma -dijo Grace rodeando a su hermana con un cálido
abrazo y sentándose en su cama.
–¡Ay! – gritó Devon-, mi costado.
–¡Oh! – Grace saltó de la cama-. ¡Perdón! ¿Estás
bien?
–¡Oh, Grace! Estoy tan contenta de verte… Estoy bien. No
puedo creer que estés aquí. ¡Es maravilloso! Estás
espléndida.
Devon cogió de la mano a su hermana y la llevó hasta el
sillón junto a su cama. Con ojo experto, observó el bello corte del
vestido rojo y brillante que llevaba. No tenía que preguntar si era
un Schiaparelli. Ningún otro diseñador era tan hábil con el color y
la seda. La sencillez del diseño evitaba que el color resultase
vulgar. Las uñas perfectamente cuidadas de Grace estaban pintadas
del mismo color. El conjunto se completaba con una elegante
capelina negra con un velo de tul seductoramente colocada hacia un
lado, guantes de cabritilla negra y zapatos del mismo
color.
–Vaya, pues tú tienes un aspecto horrible -declaró Grace-,
aunque debo confesar que no estás tan mal como
pensaba.
–Ya me siento mejor. Pero dime, ¿cuándo has llegado? ¿Cuánto
tiempo te vas a quedar?
–Todavía no sé cuánto tiempo me quedaré. Depende en parte de
ti.
–Si depende de mí, quédate hasta Navidad. ¿No podrían Philip
y los niños venir a pasar las vacaciones?
–Es posible. Ya lo pensaremos más tarde. Cuéntame cómo
sucedió ese horrible accidente. Me han dicho que fue la estúpida de
Helena quien lo provocó.
–¡Oh! Grace, no es tan mala. Lo hizo sin mala intención. De
cualquier modo, es una larga historia. Ya te la contaré más
tarde.
Al oír el nombre de Helena, una pequeña arruga frunció el
entrecejo de Devon. Aún estaba deprimida por la conversación que
había mantenido con ella. Reflexionar sobre su vida mientras yacía
inmóvil en la cama le había hecho contemplar su futuro con cierta
desesperación. Se había dado cuenta de que, con su hermana tan
lejos, se sentiría bastante sola en el mundo si algo les ocurría a
sus padres. Tenía amigos, por supuesto, pero estaban casi todos
casados. Se preguntaba qué iba a ser de su vida. Si se iba a vivir
a otro lugar, sin duda se sentiría aún más sola. La perspectiva la
asustaba. El miedo era un sentimiento hasta entonces desconocido
para ella. Se sentía molesta por estas emociones
nuevas.
Grace se quedó desconcertada al observar la silenciosa
preocupación de su hermana.
–¿Qué te ocurre? – preguntó estudiando detenidamente el
rostro de Devon.
Devon se sobresaltó en cuanto la voz de Grace se escurrió
entre sus reflexiones. Había olvidado su presencia. Con la
intención de esconder su estado de ánimo, sonrió
diciendo:
–No me pasa nada. Estaba pensando en lo mucho que echo de
menos el no tenerte aquí y poder hablar contigo.
Grace la miró con cierto escepticismo, pero decidió dejar el
asunto de lado.
–Bueno, como sabes, te voy a hablar hasta el cansancio
mientras esté aquí. Lo suficiente para compensar todas las veces
que no estoy -dijo en tono burlón.
–Grace, cuéntame todo sobre París. ¿Te gusta? ¡Tus cartas dan
a entender que llevas una vida espléndida!
–Existe cierto esplendor en la vida parisina, pero llueve
muchísimo -dijo Grace riendo-. Tanto como en
Londres.
–Pero creo que te gusta más París que Londres -dijo
Devon.
–Oh, sí. Me gusta la libertad de París. Me gusta cómo los
franceses miran a las mujeres. Me gusta cómo se visten y se
comportan las francesas. Me temo que casi he adoptado el modo de
ser francés. No sé qué haré si tengo que marcharme de allí -dijo
Grace con tono apenado.
–¿Qué quieres decir con eso del modo de ser
francés?
–Bueno, tú has estado allí. Las mujeres resultan deseables
hasta que son muy mayores. Con los años, me parece que este detalle
es muy considerable. Siempre existen rumores escandalosos y
jugosos. Aunque los romances no se aceptan totalmente, no se juzgan
con demasiada dureza. Aun así, sería capaz de matar a Philip si
alguna vez… ya sabes… Pero eso da cierta excitación a las reuniones
sociales. Y hay algo más. Muchos de los intelectuales de París son
mujeres. Se valora la inteligencia de la mujer. Esto resulta muy
estimulante, ¿no crees?
–Sí -dijo Devon con mayor intensidad de la que pretendía-.
Suena bastante ideal. Estuve allí como turista, así que supongo que
no pasé suficiente tiempo para darme cuenta de cómo funciona esa
sociedad.
–¿No te gustaría venir a hacernos una visita? Sabes que
estaríamos encantados de tenerte con nosotros.
Con una cálida sonrisa, Grace cogió la mano de Devon entre
las suyas y la apretó. Devon también apretó sus manos. Quería mucho
a su hermana. ¡Cómo deseaba que Grace viviera más
cerca!
–Quizá cuando me sienta más firme sobre mis pies. Por
supuesto, tendrán que pasar algunos meses. Sería divertido volver a
viajar juntas en barco, ¿verdad? Pero supongo que no podrás
quedarte tanto tiempo -dijo Devon desilusionada.
Grace, preocupada por el poco ánimo de su hermana, intentó
alegrarla.
–Me quedaré hasta que recuperes el ánimo. Si me voy antes, no
podré recordar cómo era la belleza de la familia.
Grace no era tan bella como Devon. A diferencia de la cara
angulosa de Devon, la suya era redonda y su color no poseía la
expresividad que poseía la de Devon. Devon tenía unos grandes ojos
verdes y el cabello color ébano, mientras que los ojos de Grace
eran marrones y su cabello era ondulado de un color marrón rojizo.
Pero Grace poseía una chispa que atraía mucho a los hombres. Con su
forma de vestir y sus gestos teatrales, nunca tuvo ocasión de
envidiar la belleza de su hermana. Es más, se sentía orgullosa de
ella.
Devon frunció el ceño al oír que mencionaba su
aspecto.
–¿Mi belleza? ¿De qué me ha servido hasta ahora? – preguntó
lastimosamente.
–¿Qué es eso? ¿Lástima de ti misma? Es la primera vez que te
oigo decir algo parecido -dijo Grace cambiando su alegría por
seriedad en un segundo, consciente de la depresión que sufría su
hermana.
–No es lástima exactamente. Supongo que al llevar tanto
tiempo en la cama me estoy volviendo extravagante -dijo Devon,
avergonzada de haber sucumbido a esa indigna emoción unos segundos
después de la llegada de su hermana.
Pero Grace era simpática y reconfortante. Devon siempre había
compartido con ella sus más profundos secretos.
–No sólo te estás volviendo extravagante -dijo Grace con
firmeza-. Estoy segura de que algo te pasa,
dímelo.
Devon no respondió de inmediato. Le resultaba difícil
articular sus emociones. Estaba el miedo… a la soledad, al vacío.
Estaba también aquel deseo por John Alexander. Su repentino regreso
a Nueva York, el que no hubiese aparecido en la cacería la habían
confundido. Le deprimía la idea de no llegar a conocer el amor.
También, odiaba admitirlo, se sentía desesperada por sus propios
sentimientos. Como si nunca fuera a encontrar a alguien a quien
amar. Como si estuviera siendo castigada por haber rechazado las
muchas ofertas de casamiento que le habían
ofrecido.
–Grace… estoy asustada -dijo Devon con lágrimas que,
silenciosamente, empezaban a caer por su rostro
herido.
–¿Asustada? ¿De no recuperarte? – dijo Grace
confusa.
–No, no es eso -dijo Devon alcanzando un pañuelo y secándose
con cuidado las lágrimas.
–Entonces, ¿de qué? ¿Te asusta volver a cabalgar? – A Grace
no le cabía en la cabeza esa posibilidad, pero se imaginaba qué
otra cosa podía provocar la tristeza de Devon.
–Grace… es otra cosa. Prométeme que no se lo dirás ni a mamá
ni a papá.
–Por supuesto, si así lo quieres. – Hizo el gesto de la señal
de la cruz, como cuando eran niñas.
–Tengo miedo de no conocer qué significa estar enamorada… de
no tener nunca un hombre que me ame.
–¡Devon, eso es ridículo! – explotó Grace, sacudiendo su
cuerpo de sorpresa-. ¿Cómo puedes pensar algo así? Has rechazado a
muchísimos hombres. Podrías tener al hombre que
quisieras.
–No, al que quisiera no -dijo Devon en voz baja, intentando
contener las lágrimas. No quería encontrarse con los ojos de su
hermana, así que miró hacia abajo, hacia el acolchado, tocándolo
con un gesto de nerviosismo.
–¿Estás hablando de alguien en concreto?
Devon sabía que la confesión iba a resultarle penosa, pero
necesitaba desahogarse.
–Sí, hablo de alguien en concreto -dijo Devon alzando los
ojos para encontrarse con los de Grace-. No sé si estoy enamorada
de él. No entiendo qué me ha pasado. Hace sólo unas semanas que le
conocí.
–¿Qué estás diciendo? ¿Qué no hay esperanzas con ese hombre?
– preguntó Grace adelantando su silla en un intento de mantener la
mirada de Devon.
–No lo sé. Pero Grace, no se trata sólo de él. Me asusta la
idea de morirme sin haber conocido siquiera… -Devon no pudo
terminar su frase; estaba tan avergonzada que no se atrevía a mirar
a su hermana.
Grace la miró con simpatía. Entendió a qué se refería su
hermana. Grace era una mujer extremadamente sensible que no podía
imaginarse la vida sin amor o sin hacer el amor.
–Nunca debes resignarte a no tener… eso -dijo Grace
suavemente.
–Pero nunca he estado enamorada. No he querido casarme con
ninguno de los hombres a los que he conocido, excepto con
éste.
–¿Quién es ese hombre?
–Se llama John Alexander y vive en Nueva York. Estuvo aquí de
visita.
Devon continuó explicando a su hermana las circunstancias de
su encuentro y el subsiguiente cortejo de él.
–¿Quieres casarte con él?
–¿Cómo es posible? Apenas le conozco. Lo único que sé es que
quiero… me hace sentir… -Devon se detuvo, demasiado turbada para
describir el deseo físico que él le provocaba.
–Quieres decir que desearías hacer el amor con él tanto si te
casas como si no -dijo Grace con cierta
brusquedad.
–¡Grace! ¡Cómo puedes decir eso! – exclamó Devon, perturbada
porque su hermana había comprendido la idea que ella no era capaz
de dominar en su mente.
–No seas mojigata, Devon. Eso se hace continuamente en París.
Las mujeres hacen el amor con muchos hombres que no son sus
maridos. Algunas lo hacen antes de casarse, y otras lo siguen
haciendo después del matrimonio. De hecho, me sorprende que aún
seas… -Grace no terminó su frase, pero levantó sus ojos
interrogantes.
–¡Grace! ¡Por supuesto que lo soy! Mamá y papá se morirían si
pudieran oírte.
–Bueno, no pueden, así que no importa -dijo Grace descartando
la idea y acercando más su silla a la cama-. Mira, querida, tienes
casi 25 años y has estado demasiado mimada. Tienes que crecer y
afrontar la vida. Si quieres a ese hombre por marido, intenta
casarte con él; pero si sólo lo deseas, debes satisfacer ese
sentimiento. Es sin duda antinatural que una belleza como tú nunca
haya hecho el amor. Ya está. Ya lo he dicho. No me mires con esa
cara de sorpresa. Y hay algo más. Es posible enamorarse de alguien
en una semana, incluso en un día. Conozco muchas parejas felices
que salieron muy poco tiempo antes de casarse. Y conozco a muchos
divorciados cuyos noviazgos y compromisos fueron largos. El tiempo
no tiene absolutamente nada que ver con el amor.
–Grace, no eres nada realista. Te sientas ahí y me dices que
haga el amor con un hombre; ¿qué consecuencias puede tener
eso?
–¿Consecuencias? – preguntó Grace-. Si te refieres al
embarazo existen modos de evitarlo, como supongo que sabes. Si te
refieres a tu reputación, asegúrate de no hacerlo aquí. Ese John
Alexander, por ejemplo, ¿no vive en Nueva York?
–Sí -dijo Devon tímidamente.
No pensaba tanto en el lugar como en el atrevimiento de
comenzar un romance. Se preguntaba cómo podía empezarlo.
Inconscientemente, levantó el espejo de mano situado junto a su
cama. Se miró esperando haber cambiado. Pero no, su cara era la
misma. Hablar de un romance ilícito no la había transformado en
absoluto. ¿Era posible que llevarlo a cabo pudiera pasar también
desapercibido?
–Nueva York es perfecto -declaró Grace-; es una gran ciudad.
Te permite ser relativamente anónima. París sería aún mejor
-concluyó agitada.
–Pero Grace, si me quisiera casar con él, ¿no arruinaría todo
llevar a cabo semejante actuación? – Lo que Grace estaba diciendo
contrastaba con lo que a ella le habían enseñado y, en cuanto a un
marido, dependía de que su esposa fuera virgen. ¿Acaso no era
así?
–Devon, apenas te reconozco -la desafió Grace-. ¿Dónde está
tu antigua rebeldía? ¿Dónde está tu sentido común? Si quieres
casarte con ese hombre, sin duda debes intentarlo. En ese caso, no
pretenderás arrastrarle a la cama a las pocas semanas de haberle
conocido. Pero si un hombre te quiere de verdad y haces el amor con
él, no creo que eso acabe con su amor por ti. – Grace miró a Devon
a los ojos y ladeó la cabeza de forma afirmativa como para subrayar
la veracidad de su razonamiento-. Si él no te ama y tú le deseas
locamente… bueno, Devon, tienes 25 años. ¡Creo que ya es hora de
que actúes según tus deseos! Vaya, pareces sorprendida de nuevo.
Por favor, abandona esa cara de sorpresa.
Devon intentó hacerlo, pero su mente se estaba alejando de
las palabras de su hermana. ¿Podría ser feliz llevando un tipo de
vida como el que Grace le describía? No lo creía. Devon cogió de la
mano a su hermana y se aferró a ella.
–Grace, si no me caso voy a estar muy sola.
–El matrimonio no tiene nada que ver con la soledad. Hay
mujeres que viven durante años con hombres sin haberse casado.
Algunas veces envejecen juntos, otras veces no. También hay mujeres
casadas durante 30 años que envejecen solas cuando sus maridos
mueren. O que se divorcian. Si un matrimonio es infeliz, resulta
peor que estar solo. Créeme, el matrimonio no es un seguro contra
la soledad.
–Pero cuando te casas tienes niños, y eso
ayuda.
–Algunas veces, pero no siempre. De cualquier modo, hay
mujeres que tienen hijos sin estar casadas.
–¡Grace! ¡Yo nunca podría hacer eso! – dijo Devon retirando
rápidamente su mano de la de Grace como si le hubiese dado un
pinchazo.
–Nunca sabes lo que puedes llegar a hacer hasta que te
enfrentas con la situación -dijo Grace tranquilamente-. Devon, esta
conversación me ha desilusionado mucho. Algo le ha sucedido a tu
confianza. Nunca antes habías tenido estos miedos. Siempre has sido
la mujer con más carácter que he conocido. ¿Por qué dudas de ti
misma de este modo?
Cansada, Devon se apoyó hacia atrás en las almohadas y, con
un tono monótono, habló a su hermana de su última conversación con
Helena.
–Hizo que me diese cuenta -concluyó Devon- de que no importa
que los demás te consideren bella o inteligente; la verdad es que
voy a tener que pasarme la vida sola.
Grace permaneció en silencio intentando digerir la historia.
Podía ver cómo el comportamiento de John Alexander, seguido del
accidente y de la conversación con Helena, podía haber
desmoralizado a cualquier mujer; pero su hermana no era una mujer
cualquiera. Devon era especial, extraordinaria.
Devon, que había cerrado los ojos al concluir su historia,
volvió bruscamente a la realidad cuando su hermana golpeó el
reposabrazos del sillón con la palma de la mano.
–¿Cómo te atreves? – preguntó Grace-. ¿Cómo puedes consentir
que esos acontecimientos sin ningún valor cambien tu modo de pensar
sobre ti misma? Siempre has sido independiente. Has viajado mucho.
Has dicho y hecho lo que has querido. Ahora permites que esa idiota
de Helena, que no puede compararse contigo en ningún aspecto, haga
que te sientas pequeña. Permites que un hombre al que apenas has
visto varios días haga que te sientas sin esperanzas. Estás
actuando como una cobarde. Pero Devon, tú nunca habías sido
cobarde. ¡Si no tuvieras la cara llena de heridas te daría un
tortazo para ver si recuperas el sentido! – terminó Grace muy
acalorada.
–¿Cobarde? ¿Qué quieres decir? – Devon alzó su voz al mismo
volumen que la de su hermana.
–¡Te preocupas por todo! Te preocupa desafiar a mamá y a
papá. Te preocupa desafiar a la sociedad. Bueno, Devon, es posible
que hayas consumido ya la tercera parte de tu vida y estás ahí
sentada, como un convicto que sueña con su libertad. Pero tú no
estás presa. Eres libre para perseguir aquello que quieres y ya es
hora de que lo hagas. Me sorprende y supongo que incluso me
desilusiona que no lo hayas hecho antes. ¿Desde cuándo te has
convertido en una huidiza violeta? – dijo Grace en tono burlón,
aunque todavía furiosa, lo cual era evidente por el tono rojizo de
su cara.
–¡No lo soy! Debo vivir mi vida aquí. No puedo hacer cosas
alocadas. ¡Quizá puedan hacerlo las mujeres en París, pero no aquí,
en Virginia! – replicó Devon acaloradamente.
–¡No tienes por qué vivir tu vida aquí! Por lo menos, desde
mi punto de vista. Te gusta viajar. Tienes un fondo en custodia.
Puedes vivir donde quieras y como quieras. Además, si lo que
quieres es vivir aquí, eso no debería suponer que no puedas
perseguir lo que quieras. Debes saber elegir. No tienes por qué
publicarlo en los diarios -dijo Grace
sarcásticamente.
Devon no supo qué contestar. No se imaginaba desafiando las
convenciones de la vida cotidiana.
–Devon, tienes que tomar una determinación. Puede ser
determinante para tu vida -dijo Grace sujetando por los hombros a
Devon y sosteniéndola con fuerza cuando ésta intentó soltarse-.
Escúchame. Siempre has sido especial. No puedes elegir un modo de
vida cobarde. Eso significaría no tomar nada a menos que alguien te
lo ofrezca. No darías satisfacción a tus deseos. Dejarías que otros
te dijeran cómo vivir tu vida. Y te resignarías al casamiento o a
la soltería tan sólo por ser mujer. No hay término medio. Pero,
Devon, tú nunca te has amoldado a las convenciones sociales.
Siempre has sido más abierta, más independiente de lo habitual. Tu
verdadera naturaleza te pide romper con las convenciones. Si
intentas frenar este impulso, serás una persona muy triste, mucho
más triste de lo que cualquier escándalo pudiera
hacerte.
Grace levantó el espejo de mano y lo sostuvo frente a la cara
de Devon, obligándola a mirarse en él.
–Devon, mírate. Estás hecha para el amor. Estás hecha para la
aventura. Ése es tu destino, no sentarte ahí y lamentarte de tu
perdida juventud como una marchita solterona.
Por debajo de las heridas y los rasguños, Devon observaba la
belleza a la que su hermana hacía referencia; la observaba
objetivamente, como estudiando una pintura. ¿Malgastarla?
¿Malgastar su deseo, tan maduro, tan absolutamente listo para ser
expresado? Parecía un pecado, más pecado que un ilícito acto de
amor. Pensó que Grace tenía razón. Debía tomar una determinación.
Podía sucumbir ante el papel que los demás le habían asignado o
podía hacerse su propia forma de vida. Nunca antes había sido
pasiva. ¿Por qué permitir que una azarosa confluencia de
acontecimientos la pusiera en esa situación? Grace tenía razón al
decirle que lo que la había limitado no era su situación, sino sus
sentimientos. En realidad, nada en su vida había cambiado y hasta
entonces había sido feliz. Aquellos acontecimientos la habían
desmoralizado, pero ya les había dado demasiadas vueltas. ¡Había
llegado el momento de que su vida continuase!
Incorporándose en la cama, Devon apoyó el espejo en su
regazo. Mirando a su hermana, dijo:
–Grace, muchas gracias por haber venido.
Luego, con un gesto delicadamente tierno, cogió la mano de su
hermana, la acercó hasta sus labios y la besó.