Capítulo 10


John Alexander suspiró con alivio después de firmar la última carta de la pila que su secretaria le había dejado sobre el escritorio. Había tardado por lo menos dos semanas en terminar el trabajo que se le había acumulado durante su estancia en Virginia. Por fin lo había terminado. Sacó su reloj de oro de bolsillo y refunfuñó irritado al ver la hora. Eran las ocho en punto. Era fácil perder la noción del tiempo cuando el sol se ponía tan temprano como lo hacía en Nueva York a finales de noviembre. Pero John no solía irritarse porque, aunque amaba su trabajo, éste no lograba ponerle nervioso. Como era un hombre extremadamente saludable, consideraba que su trabajo no era un modo de ponerse a prueba ni una forma de ganar dinero; lo consideraba sencillamente útil e interesante.


Lo normal habría sido que John hubiera despedido a su secretaria, dándole las buenas tardes, a eso de las seis. A esa hora, habría ido al club a tomarse una copa y, posiblemente, a jugar un partido de squash. Después, se habría dirigido a su moderno dúplex de la avenida Park para ducharse y cambiarse antes de ir a cenar o a un teatro. La mayoría de las veces, las noches terminaban en casa de Loretta; pero, por supuesto, no había ido a su casa en las dos últimas semanas y no le apetecía buscar una nueva aventura.

Aún se sentía un poco culpable por cómo habían terminado las cosas entre ellos, pero estaba convencido de que Loretta era suficientemente terca y egoísta para encontrar a alguien que le reemplazara en poco tiempo. Después de todo, el berrinche que había mostrado podía haber sido en buena medida teatro. Las actrices solían ser engañosas y solían deleitarse en este tipo de escenas. Nunca olvidaría el día en que una actriz, amante de su amigo Charles Wittingham, había vaciado una botella entera de champán en el regazo del pobre Charles, delante de todos los presentes, en el restaurante 21. Habían discutido porque no se ponían de acuerdo sobre si tomar el tren o ir en coche hasta las montañas para pasar un fin de semana. Intentó imaginarse a Devon haciendo tal cosa. Ella era segura, abierta, pero no podía imaginársela haciendo algo indigno.

Devon. Siempre Devon. John se reclinó en la silla de cuero y frotó sus ojos cansados mientras intentaba recordar su imagen. Podía ver claramente su cara radiante y sonriente, como el día en que salieron a cabalgar. Saboreó el recuerdo de sus suaves labios, tan dulces, tan acariciadores cuando rozaron los de él. Y su cuerpo. Tan sumisa, tan expectante, tan… anhelante. En su mente, siguió las curvas de sus pechos, su pequeña cintura, sus caderas ligeramente abultadas. Se imaginó la suavidad sedosa de su piel en la palma de su mano. Recordó la excitación de ella cuando la tocó y se atormentó con el pensamiento de excitarla aún más. Siguió las gráciles líneas de su cuello con sus labios. Acarició sus atractivos pechos, los besó y, con la misma delicadeza, hizo correr su lengua sobre sus duros pezones. Podía imaginársela inclinando la cabeza, dejándose llevar por el abandono sensual, su cabello color ébano desparramado sobre las sábanas de lino. La idea de poder volver a verla empezó a excitarle de forma incontenible.

Ahora que había terminado su trabajo, podía regresar a Virginia. Descolgó el teléfono para llamar a Hamilton Magrath, pero recordó, irritado, que éste se negaba a instalar un teléfono en su casa.

–No voy a permitir que una dudosa comodidad destruya la paz de mi hogar -había afirmado Magrath.

John decidió que la forma más rápida de ponerse en contacto con los Magrath era por telégrafo. Encendió un cigarro y se reclinó hacia atrás, dispuesto a escribir el telegrama.

HE PENSADO SOBRE COMPRA DISCUTIDA STOP QUISIERA DISCUTIR OFERTA EN PERSONA STOP PUEDO ABUSAR DE NUEVO DE SU HOSPITALIDAD STOP POR FAVOR COMUNÍQUEME MOMENTO CONVENIENTE STOP TAMBIÉN INTERESADO PROPIEDAD HARTWICK STOP SALUDOS USTED Y FAMILIA STOP


Pensó que a la mañana siguiente recibiría una respuesta. Estaba impaciente por ponerse en camino, pero sabía que no podía visitar a los Magrath sin haber sido invitado. En fin, debería esperar. Pensó en ponerse en contacto con Devon antes de su llegada, pero luego recordó que tampoco ella tenía teléfono. Se rió al pensar que algunas de las personas más ricas que conocía vivían sin teléfono. No podía imaginarse sin él, pero sabía que muchos lo consideraban una invasión de la intimidad, especialmente los conservadores aristócratas del Sur.

No, iba a sorprender a Devon. Se preguntó qué haría cuando la viera. ¿Le preguntaría si quería casarse con él? No se sentía suficientemente preparado para dar este paso, pero era consciente de que era la mujer perfecta para él. Se sentía confundido. Confundido por la facilidad con que se había enamorado de ella. Confundido por su incapacidad de sacársela de la cabeza. Se preguntaba si, cuando volviera a verla, ella respondería al ideal que había forjado en su imaginación.

John recogió sus papeles y salió del despacho. Mientras esperaba el ascensor, pensó que estaba de humor para divertirse un rato. Normalmente, eso significaba buscar la compañía de una mujer, pero se dio cuenta de que no deseaba a ninguna mujer… excepto a Devon.

«Te ha dado fuerte, hombre», se dijo a sí mismo alegremente, con la esperanza y confianza propia de un joven guapo, saludable y algo mal criado.


Devon sopló las 25 velas de la enorme tarta de chocolate. Era el día siguiente al de su conversación con Grace y, animada por las inteligentes palabras de su hermana, Devon había decidido levantarse de la cama para celebrar su cumpleaños. Había elegido un vestido de manga larga, largo hasta los pies y de satén color rojizo, que ocultaba su aspecto. El lujoso vestido hacía que su cabello brillara a la luz de las velas. Pero todavía tenía marcas negras y azules en la cara. Aun así, sus amigos -la mayoría de los cuales no había podido verla desde el accidente- se alegraban de que Devon se hubiera levantado y estuviera contenta como de costumbre. Ninguno de ellos, salvo Grace, era consciente de que Devon había sucumbido a la depresión y había conseguido superarla.

–Devon es indomable -dijo Brent Hartwick con admiración mientras ayudaba al padre de Devon a levantarla de una silla del comedor para acomodarla en una silla de ruedas del salón principal.

Devon miró rápidamente a Helena para ver si le había molestado el comentario de Brent, pero Helena le devolvió una mirada de complicidad. Devon sonrió a su amiga, contenta de haber conseguido que venciese su inseguridad y su recelo. Bien, pensó Devon, me alegra que estas cosas hayan dejado de molestarla. En realidad, el comentario de Brent hacia Devon tenía más de simpatía que de anhelante romance.

Devon se rió alegremente mientras se sentaba y miraba el salón. Pensó que había sido tonta por haber estado tan deprimida. Estaba rodeada del afecto de sus amigos y de su familia, y tenía toda la vida por delante. Su mejor amiga, Letitia Brooks, puso una almohada pequeña detrás de Devon y, con suavidad, empujó a la convaleciente hacia atrás.

–Este accidente ha tenido una horrible influencia sobre Marianne -dijo Letitia en broma, refiriéndose a su hija de seis años-. Ahora quiere saltar más que antes para poder ser una heroína romántica como su madrina.

Devon se rió y miró a la pequeña. Marianne era especial, la favorita de Devon, debido más a la fuerte personalidad de la niña que porque ésta fuese su ahijada.

–Bueno, me iba a ofrecer a enseñarle, pero supongo que ahora no vas a querer -respondió Devon con una sonrisa.

–¡Oh! Estoy segura de que a Marianne le encantaría -dijo Letitia-. Por lo menos, puedes enseñarle cómo sufrir una seria caída y sobrevivir -dijo burlona mientras acariciaba los hombros de Devon con cariño.

–¡Ya es hora de que abras los regalos! – dijo Grace alegremente, empujando la silla de ruedas hacia el aparador en el que habían apilado los paquetes.

Devon gritaba alegremente y se deleitaba abriendo un paquete tras otro. Marianne había insistido en hacer su propio regalo a Devon, además del de la familia. Con la ayuda de la cocinera de Letitia, había hecho gran cantidad de galletas de chocolate.

–¡Marianne, es el regalo que más me gusta! – dijo Devon abrazando a la pequeña niña rubia con su brazo sano.

Devon pensó en lo cariñosa que era esta niña. Por un momento, reflexionó sobre lo maravilloso que sería tener una niña como aquélla. Se dijo a sí misma que algún día ella también tendría una. Mirando a Grace, una vez más, Devon le agradeció en silencio que la hubiese ayudado a superar su abatido estado de ánimo. Ahora, recuperado su antiguo optimismo, había recuperado también toda su fe en el futuro.

–El regalo de Grace, por favor -dijo Devon.

Grace, en silencio, le alcanzó una gran caja envuelta en un papel de flores y adornada con lazos de satén rosa. Dentro había una bonita caja en la que estaba impreso el nombre del gran diseñador Vionnet. Las mujeres que estaban alrededor de Devon pronunciaron un «¡Ah!» de reconocimiento y admiración antes de que abriera la caja. Al unísono, admiraron al gran diseñador francés, pionero de la confección, que había conseguido librar a las mujeres del corsé. Incluso los hombres se quedaron boquiabiertos cuando Devon sacó el vestido que estaba envuelto en papel de seda blanco. El vestido estaba hecho de un pesado y lujoso satén forrado de seda. Pero lo más sorprendente era su color plateado. Brillaba como mercurio a la luz de la chimenea. El vestido mostraba dos de los rasgos clásicos de Vionnet: el corte al sesgo y la parte delantera, que caía hacia la espalda formando un atrevido escote. Los ojos expertos de las mujeres se dieron cuenta de que ese vestido iba a mostrar provocativamente desde el cuello hasta la parte inferior del torso de Devon; luego caería con vuelo formando suaves pliegues griegos hasta el suelo. El cuello se abrochaba por la parte de atrás con tres perlas naturales.

–Grace, no sé qué decir. ¡Es tan bonito! – dijo Devon. Los ojos se le llenaban de lágrimas al darse cuenta de todo lo que su hermana había tenido que pensar y planificar para poder hacerle un regalo tan especial. Estaba hecho a mano, por supuesto, así que Grace había debido buscar la manera de conseguir un vestido de Devon o pedirle sus medidas a su modista de Nueva York.

–Estarás deseando que se celebre algún acontecimiento para poder estrenarlo, en cuanto tus heridas hayan desaparecido -dijo Grace riendo.

–No sé si podré esperar -contestó Devon entusiasmada. En realidad, cuanto mejor se sentía, más le irritaba su confinamiento.

Devon continuó abriendo los regalos: un nuevo traje de montar de sus padres para reemplazar al que se había roto en el accidente; un hermoso par de guantes de cabritilla de Letitia; el perfume Chanel N.° 5 de sus amigos Ted y Suellen Willis y diversos libros, bufandas y pañuelos de los demás vecinos y familiares que habían acudido a casa de los Richmond para celebrar el cumpleaños de Devon. Por último, Helena y Brent Hartwick le regalaron unas bonitas botas de cuero de montar. Observando cómo Helena le presentaba el regalo tímidamente, Devon había podido adivinar que el regalo era símbolo de que deseaba reconciliarse con ella de todo corazón.

–Recuerdo que las llevabas… aquel día… sé que se rompieron. Lo siento mucho -dijo Helena desnudando su alma ante todos los presentes.

–¡Oh! Helena, son preciosas. Espero no romperlas -dijo Devon divertida. Su corazón se dirigió a la joven pelirroja, que se había sonrojado ante la extraña situación. Devon, queriendo dejar claro ante todos los allí reunidos que la había perdonado, se acercó a Helena y la atrajo hacia sí para abrazarla-. Las voy a cuidar bien, Helena… y Brent -dijo dedicando una cálida sonrisa al esposo de su amiga.

Devon observó a las muchas y alegres parejas que salpicaban el salón. Sus padres, por supuesto, se movían de un lado a otro intentando atender a todo el mundo. Hamilton y Rosalind Magrath, los Hartwick, su compañera de habitación en la universidad, Margaret Larson, y su esposo, Mark… Todos parecían cómodos y enamorados. Devon observó que Ted Willis se inclinaba hacia Suellen y le murmuraba algo al oído. Mientras le hablaba, colocó su brazo alrededor del cuello de su mujer y la acarició con un gesto de íntima confianza. Suellen levantó la vista hacia Ted con una sonrisa dulce y enamorada. Con un movimiento inconsciente de aceptación, se recostó sobre él; luego acercó su cara a la de él para murmurarle su respuesta. Había algo en esta encantadora escena que rompía el corazón y que causó un ligero dolor en la garganta de Devon. No obstante, no se trataba de envidia, sino de impaciencia; sabía que algún día tendría también lo que ellos tenían. Que también algún día podría hacer un gesto semejante al hombre que amara.