Lo normal habría sido que John hubiera despedido a su
secretaria, dándole las buenas tardes, a eso de las seis. A esa
hora, habría ido al club a tomarse una copa y, posiblemente, a
jugar un partido de squash. Después, se habría dirigido a su
moderno dúplex de la avenida Park para ducharse y cambiarse antes
de ir a cenar o a un teatro. La mayoría de las veces, las noches
terminaban en casa de Loretta; pero, por supuesto, no había ido a
su casa en las dos últimas semanas y no le apetecía buscar una
nueva aventura.
Aún se sentía un poco culpable por cómo habían terminado las
cosas entre ellos, pero estaba convencido de que Loretta era
suficientemente terca y egoísta para encontrar a alguien que le
reemplazara en poco tiempo. Después de todo, el berrinche que había
mostrado podía haber sido en buena medida teatro. Las actrices
solían ser engañosas y solían deleitarse en este tipo de escenas.
Nunca olvidaría el día en que una actriz, amante de su amigo
Charles Wittingham, había vaciado una botella entera de champán en
el regazo del pobre Charles, delante de todos los presentes, en el
restaurante 21. Habían discutido porque no se ponían de acuerdo
sobre si tomar el tren o ir en coche hasta las montañas para pasar
un fin de semana. Intentó imaginarse a Devon haciendo tal cosa.
Ella era segura, abierta, pero no podía imaginársela haciendo algo
indigno.
Devon. Siempre Devon. John se reclinó en la silla de cuero y
frotó sus ojos cansados mientras intentaba recordar su imagen.
Podía ver claramente su cara radiante y sonriente, como el día en
que salieron a cabalgar. Saboreó el recuerdo de sus suaves labios,
tan dulces, tan acariciadores cuando rozaron los de él. Y su
cuerpo. Tan sumisa, tan expectante, tan… anhelante. En su mente,
siguió las curvas de sus pechos, su pequeña cintura, sus caderas
ligeramente abultadas. Se imaginó la suavidad sedosa de su piel en
la palma de su mano. Recordó la excitación de ella cuando la tocó y
se atormentó con el pensamiento de excitarla aún más. Siguió las
gráciles líneas de su cuello con sus labios. Acarició sus
atractivos pechos, los besó y, con la misma delicadeza, hizo correr
su lengua sobre sus duros pezones. Podía imaginársela inclinando la
cabeza, dejándose llevar por el abandono sensual, su cabello color
ébano desparramado sobre las sábanas de lino. La idea de poder
volver a verla empezó a excitarle de forma
incontenible.
Ahora que había terminado su trabajo, podía regresar a
Virginia. Descolgó el teléfono para llamar a Hamilton Magrath, pero
recordó, irritado, que éste se negaba a instalar un teléfono en su
casa.
–No voy a permitir que una dudosa comodidad destruya la paz
de mi hogar -había afirmado Magrath.
John decidió que la forma más rápida de ponerse en contacto
con los Magrath era por telégrafo. Encendió un cigarro y se reclinó
hacia atrás, dispuesto a escribir el telegrama.
HE PENSADO SOBRE COMPRA DISCUTIDA STOP QUISIERA DISCUTIR
OFERTA EN PERSONA STOP PUEDO ABUSAR DE NUEVO DE SU HOSPITALIDAD
STOP POR FAVOR COMUNÍQUEME MOMENTO CONVENIENTE STOP TAMBIÉN
INTERESADO PROPIEDAD HARTWICK STOP SALUDOS USTED Y FAMILIA
STOP
Pensó que a la mañana siguiente recibiría una respuesta.
Estaba impaciente por ponerse en camino, pero sabía que no podía
visitar a los Magrath sin haber sido invitado. En fin, debería
esperar. Pensó en ponerse en contacto con Devon antes de su
llegada, pero luego recordó que tampoco ella tenía teléfono. Se rió
al pensar que algunas de las personas más ricas que conocía vivían
sin teléfono. No podía imaginarse sin él, pero sabía que muchos lo
consideraban una invasión de la intimidad, especialmente los
conservadores aristócratas del Sur.
No, iba a sorprender a Devon. Se preguntó qué haría cuando la
viera. ¿Le preguntaría si quería casarse con él? No se sentía
suficientemente preparado para dar este paso, pero era consciente
de que era la mujer perfecta para él. Se sentía confundido.
Confundido por la facilidad con que se había enamorado de ella.
Confundido por su incapacidad de sacársela de la cabeza. Se
preguntaba si, cuando volviera a verla, ella respondería al ideal
que había forjado en su imaginación.
John recogió sus papeles y salió del despacho. Mientras
esperaba el ascensor, pensó que estaba de humor para divertirse un
rato. Normalmente, eso significaba buscar la compañía de una mujer,
pero se dio cuenta de que no deseaba a ninguna mujer… excepto a
Devon.
«Te ha dado fuerte, hombre», se dijo a sí mismo alegremente,
con la esperanza y confianza propia de un joven guapo, saludable y
algo mal criado.
Devon sopló las 25 velas de la enorme tarta de chocolate. Era
el día siguiente al de su conversación con Grace y, animada por las
inteligentes palabras de su hermana, Devon había decidido
levantarse de la cama para celebrar su cumpleaños. Había elegido un
vestido de manga larga, largo hasta los pies y de satén color
rojizo, que ocultaba su aspecto. El lujoso vestido hacía que su
cabello brillara a la luz de las velas. Pero todavía tenía marcas
negras y azules en la cara. Aun así, sus amigos -la mayoría de los
cuales no había podido verla desde el accidente- se alegraban de
que Devon se hubiera levantado y estuviera contenta como de
costumbre. Ninguno de ellos, salvo Grace, era consciente de que
Devon había sucumbido a la depresión y había conseguido
superarla.
–Devon es indomable -dijo Brent Hartwick con admiración
mientras ayudaba al padre de Devon a levantarla de una silla del
comedor para acomodarla en una silla de ruedas del salón
principal.
Devon miró rápidamente a Helena para ver si le había
molestado el comentario de Brent, pero Helena le devolvió una
mirada de complicidad. Devon sonrió a su amiga, contenta de haber
conseguido que venciese su inseguridad y su recelo. Bien, pensó
Devon, me alegra que estas cosas hayan dejado de molestarla. En
realidad, el comentario de Brent hacia Devon tenía más de simpatía
que de anhelante romance.
Devon se rió alegremente mientras se sentaba y miraba el
salón. Pensó que había sido tonta por haber estado tan deprimida.
Estaba rodeada del afecto de sus amigos y de su familia, y tenía
toda la vida por delante. Su mejor amiga, Letitia Brooks, puso una
almohada pequeña detrás de Devon y, con suavidad, empujó a la
convaleciente hacia atrás.
–Este accidente ha tenido una horrible influencia sobre
Marianne -dijo Letitia en broma, refiriéndose a su hija de seis
años-. Ahora quiere saltar más que antes para poder ser una heroína
romántica como su madrina.
Devon se rió y miró a la pequeña. Marianne era especial, la
favorita de Devon, debido más a la fuerte personalidad de la niña
que porque ésta fuese su ahijada.
–Bueno, me iba a ofrecer a enseñarle, pero supongo que ahora
no vas a querer -respondió Devon con una sonrisa.
–¡Oh! Estoy segura de que a Marianne le encantaría -dijo
Letitia-. Por lo menos, puedes enseñarle cómo sufrir una seria
caída y sobrevivir -dijo burlona mientras acariciaba los hombros de
Devon con cariño.
–¡Ya es hora de que abras los regalos! – dijo Grace
alegremente, empujando la silla de ruedas hacia el aparador en el
que habían apilado los paquetes.
Devon gritaba alegremente y se deleitaba abriendo un paquete
tras otro. Marianne había insistido en hacer su propio regalo a
Devon, además del de la familia. Con la ayuda de la cocinera de
Letitia, había hecho gran cantidad de galletas de
chocolate.
–¡Marianne, es el regalo que más me gusta! – dijo Devon
abrazando a la pequeña niña rubia con su brazo
sano.
Devon pensó en lo cariñosa que era esta niña. Por un momento,
reflexionó sobre lo maravilloso que sería tener una niña como
aquélla. Se dijo a sí misma que algún día ella también tendría una.
Mirando a Grace, una vez más, Devon le agradeció en silencio que la
hubiese ayudado a superar su abatido estado de ánimo. Ahora,
recuperado su antiguo optimismo, había recuperado también toda su
fe en el futuro.
–El regalo de Grace, por favor -dijo Devon.
Grace, en silencio, le alcanzó una gran caja envuelta en un
papel de flores y adornada con lazos de satén rosa. Dentro había
una bonita caja en la que estaba impreso el nombre del gran
diseñador Vionnet. Las mujeres que estaban alrededor de Devon
pronunciaron un «¡Ah!» de reconocimiento y admiración antes de que
abriera la caja. Al unísono, admiraron al gran diseñador francés,
pionero de la confección, que había conseguido librar a las mujeres
del corsé. Incluso los hombres se quedaron boquiabiertos cuando
Devon sacó el vestido que estaba envuelto en papel de seda blanco.
El vestido estaba hecho de un pesado y lujoso satén forrado de
seda. Pero lo más sorprendente era su color plateado. Brillaba como
mercurio a la luz de la chimenea. El vestido mostraba dos de los
rasgos clásicos de Vionnet: el corte al sesgo y la parte delantera,
que caía hacia la espalda formando un atrevido escote. Los ojos
expertos de las mujeres se dieron cuenta de que ese vestido iba a
mostrar provocativamente desde el cuello hasta la parte inferior
del torso de Devon; luego caería con vuelo formando suaves pliegues
griegos hasta el suelo. El cuello se abrochaba por la parte de
atrás con tres perlas naturales.
–Grace, no sé qué decir. ¡Es tan bonito! – dijo Devon. Los
ojos se le llenaban de lágrimas al darse cuenta de todo lo que su
hermana había tenido que pensar y planificar para poder hacerle un
regalo tan especial. Estaba hecho a mano, por supuesto, así que
Grace había debido buscar la manera de conseguir un vestido de
Devon o pedirle sus medidas a su modista de Nueva
York.
–Estarás deseando que se celebre algún acontecimiento para
poder estrenarlo, en cuanto tus heridas hayan desaparecido -dijo
Grace riendo.
–No sé si podré esperar -contestó Devon entusiasmada. En
realidad, cuanto mejor se sentía, más le irritaba su
confinamiento.
Devon continuó abriendo los regalos: un nuevo traje de montar
de sus padres para reemplazar al que se había roto en el accidente;
un hermoso par de guantes de cabritilla de Letitia; el perfume
Chanel N.° 5 de sus amigos Ted y Suellen Willis y diversos libros,
bufandas y pañuelos de los demás vecinos y familiares que habían
acudido a casa de los Richmond para celebrar el cumpleaños de
Devon. Por último, Helena y Brent Hartwick le regalaron unas
bonitas botas de cuero de montar. Observando cómo Helena le
presentaba el regalo tímidamente, Devon había podido adivinar que
el regalo era símbolo de que deseaba reconciliarse con ella de todo
corazón.
–Recuerdo que las llevabas… aquel día… sé que se rompieron.
Lo siento mucho -dijo Helena desnudando su alma ante todos los
presentes.
–¡Oh! Helena, son preciosas. Espero no romperlas -dijo Devon
divertida. Su corazón se dirigió a la joven pelirroja, que se había
sonrojado ante la extraña situación. Devon, queriendo dejar claro
ante todos los allí reunidos que la había perdonado, se acercó a
Helena y la atrajo hacia sí para abrazarla-. Las voy a cuidar bien,
Helena… y Brent -dijo dedicando una cálida sonrisa al esposo de su
amiga.
Devon observó a las muchas y alegres parejas que salpicaban
el salón. Sus padres, por supuesto, se movían de un lado a otro
intentando atender a todo el mundo. Hamilton y Rosalind Magrath,
los Hartwick, su compañera de habitación en la universidad,
Margaret Larson, y su esposo, Mark… Todos parecían cómodos y
enamorados. Devon observó que Ted Willis se inclinaba hacia Suellen
y le murmuraba algo al oído. Mientras le hablaba, colocó su brazo
alrededor del cuello de su mujer y la acarició con un gesto de
íntima confianza. Suellen levantó la vista hacia Ted con una
sonrisa dulce y enamorada. Con un movimiento inconsciente de
aceptación, se recostó sobre él; luego acercó su cara a la de él
para murmurarle su respuesta. Había algo en esta encantadora escena
que rompía el corazón y que causó un ligero dolor en la garganta de
Devon. No obstante, no se trataba de envidia, sino de impaciencia;
sabía que algún día tendría también lo que ellos tenían. Que
también algún día podría hacer un gesto semejante al hombre que
amara.