–Como suele decirse, la esposa es siempre la última en
enterarse -señaló a su marido, mientras se vestían para la carrera
de Belmont, la tercera carrera de la Triple
Corona.
John, con la cabeza levantada mientras hacía el lazo de su
corbata frente al espejo, dijo con una sonrisa:
–Francesca estaba tan feliz como me había
imaginado.
John terminó de vestirse y se volvió hacia su esposa en el
momento en que ésta desaparecía dentro del vestidor. Devon había
permitido que John viese sus cicatrices y que las tocara la noche
de bodas, pero aún se sentía incómoda si él la veía vestirse,
especialmente cuando se colocaba el dispositivo que regularizaba su
silueta. John había decidido darle tiempo. Había sido un gran paso
que ella le permitiese verla desnuda.
Devon salió del vestidor unos minutos después. Habían
decidido permanecer en su casa hasta después de la carrera de
Belmont, porque él no quería que ella se trasladase mientras se
preparaba la carrera más importante de su vida profesional.
Después, se trasladarían a la casa de John, a algunas manzanas de
allí, en tanto que Francesca regresaría a Willowbrook. Esta había
sido la sugerencia de Laurel, que había insistido en que los recién
casados necesitaban cierta intimidad.
–Pero mamá, no somos exactamente unos recién casados. Tampoco
somos jovencitos. Además, queremos que Francesca viva con
nosotros.
Laurel había lanzado una mirada inteligente a Devon, con una
expresión de autoridad que no daba lugar a
contradicción.
–No seas tonta, querida. Tiene 19 años, así que puede
arreglárselas muy bien sin ti durante un par de meses. De cualquier
modo, estarás de vuelta en Willowbrook para Navidad y entonces
podrás retomar la vida familiar. Pero todo el mundo necesita una
luna de miel. Y, por la forma en que John te mira, puedo ver que el
interés sexual de uno por el otro no ha disminuido ni un
ápice.
–¡Mamá! – exclamó Devon, realmente impresionada por la
inusual franqueza de su madre. En general, Laurel era la persona
más diplomática del mundo; siempre utilizaba eufemismos que
revelaban su origen de dama sureña.
–¿Qué? ¿Acaso has pensado que no tengo en cuenta el
sexo?
–No es eso… -musitó Devon.
–Está bien, entonces estaremos de acuerdo en que John y tú
necesitáis tiempo para vosotros y en que nosotras estaremos muy
bien. Contamos con mucha ayuda. Nos reuniremos cuando volváis a
Virginia, aunque tengo que decirte que Alice y yo hemos decidido
viajar a Londres en otoño.
¡Londres! ¡Las dos mujeres tenían casi 90 años! Acusó a su
madre de haber planeado el viaje para darle a ella y a John un
período de privacidad más prolongado, pero Laurel lo negó
rotundamente.
–¡De ninguna manera! ¡Es infantil por tu parte pensar que los
planes de tu madre giran en torno a ti!
–Mamá, estoy lejos de ser una niña. Tengo 57
años.
–Sin embargo, aún eres mi niña. Y, como tal, tienes poco que
opinar sobre mis planes de viaje. ¡Aún no estoy
senil!
–Sólo me preocupa que puedas cansarte.
–No te preocupes, querida. Alice y yo tenemos la intención de
hacer una vida tranquila, hasta un extremo casi escandaloso. Por
eso hemos optado por un crucero de placer. Con orquestas, buena
comida y todo tipo de entretenimientos.
Con reticencia, pero sintiéndose interiormente feliz, Devon
aceptó el plan. La verdad es que quería estar a solas con
John.