Capítulo 15


–¡Es bastante atrevido! Muy parisino -dijo Grace admirando a su hermana a través del espejo de bordes dorados-. Nunca te había visto con algo semejante.


Estaban en la sala adyacente al tocador de señoras de la embajada norteamericana en París. La amplia sala estaba decorada al estilo Luis XIV, con brocados de seda color carmesí en las paredes, arañas de cristal intrincadamente modeladas y suspendidas del techo a unos siete metros de altura y espejos de bordes dorados. Una sirvienta uniformada permanecía discretamente en el rincón, reuniendo los objetos que iba a necesitar para la tarde que se avecinaba: un equipo de costura, un cepillo de plumón, toallas de lino, frascos de perfume francés y lociones, peines y hebillas de carey para el cabello, polvos y un sinfín de objetos que las señoras utilizan para embellecerse en una tarde de gala.

Grace estaba sentada en un antiguo sillón delicadamente labrado y tapizado con seda a rayas rojas y blancas, y se sentía asombrada por el atrevido vestido de satén negro que se había puesto su hermana. No es que le pareciera inapropiado. Era evidente que se trataba de un vestido carísimo y, por su sencillez, conservaba su elegancia. Modelaba la figura de Devon de un modo indiscutiblemente provocativo. La parte superior del cuerpo estaba cortada en pico, de forma que empujaba sus pechos apretados formando un intrigante escote. Desde allí, el vestido volvía a marcar sus curvas, apretándose al contorno de su cuerpo, y se abría ligeramente al llegar a las rodillas, donde terminaba formando un volante.

–Date la vuelta -ordenó Grace, haciendo un movimiento en espiral con su dedo índice.

Devon inició un giro en redondo y Grace pudo observar el profundo escote de la espalda que se sumergía vertiginosamente en la cintura de Devon, destacando sus nalgas perfectamente modeladas. El negro cabello de Devon parecía satén que caía en suaves ondas por encima de sus blancos hombros. El contraste de la piel blanca de Devon con el negro de su cabello y su vestido resultaba hipnotizador y muy erótico.

–¿Qué te ha sucedido? – preguntó Grace divertida, aunque deseaba saber por qué su hermana había elegido ese vestido que tenía tan poco que ver con su carácter. Devon estaba siempre elegante, solía tener estilo y a veces elegía un vestuario sutilmente sexy, pero nunca antes se había puesto nada tan impactante como ese Vionnet elegido para la cena en la embajada norteamericana de esa noche.

–¿No te parece propio de Jean Harlow? – preguntó Devon con una mirada maliciosa en sus ojos.

–Francamente sí -respondió Grace ladeando la cabeza con escepticismo.

–¿Lo desapruebas? ¿Es indecente? – preguntó Devon alzando el mentón de forma desafiante.

–No… pero seguramente Martha se revuelve en su tumba -respondió Grace con seriedad burlona.

Devon miró perpleja a su hermana.

–¿Martha?

Grace señaló el retrato de la pared. Como los espejos, estaba enmarcado en dorado.

–Washington -dijo.

La pintura al óleo dominaba la amplia sala vacía, exceptuando la presencia de las dos hermanas y la sirvienta.

Como Grace era esposa de un diplomático, tercero en el escalafón de París, y muy querida por la esposa del embajador, generalmente le pedían que llegara antes a las recepciones de la embajada. La esposa del embajador sabía que podía contar con Grace, que ésta podía ocuparse de los últimos retoques mientras ella y su marido se vestían para la velada.

Devon miró el retrato a través del espejo y soltó una alegre carcajada.

–¡Ja, ja, ja! Eso es lo que tú no sabes. Seguro que Martha Washington tuvo que ser una mujer hermosa y excitante para conseguir que un hombre como George Washington se interesara por ella.

–Bueno, de lo que estoy segura es de que nunca se puso algo así. Ni siquiera en la cama -dijo Grace con una sonrisa afectada.

–No sé… me apetecía ir de femme fatale sólo por variar -dijo Devon con naturalidad, avanzando hacia el tocador de mármol cubierto de frascos de perfume. Cogió uno de ellos, le quitó el tapón, olió el aroma y luego, sin haberlo utilizado, volvió a dejarlo sobre el tocador. Evitando la mirada de Grace, cogió otro frasco. Devon no quería que la estudiasen y la pusiesen en cuestión, ya que ni ella misma sabía por qué había elegido ese vestido. Sólo sabía que, desde que había hablado con John sobre su embarazo, hacía dos días, no había podido evitar hacer cosas que pudieran enfadarlo o ponerlo nervioso. Entre ellas, un poco habitual flirteo con sus compañeros de cena de la noche anterior, dos viejos compañeros de universidad de John.

Uno de ellos vivía en París como corresponsal de un periódico estadounidense; el otro se dedicaba tan sólo a gastar una pequeña parte de su herencia descubriendo los placeres del viejo continente. Este último era un hombre atractivo, de vida disipada, pero Devon consideraba que era de esos que aceptan cosas de la sociedad sin contribuir a ella, a diferencia de John o de su amigo periodista. No obstante, había sonreído cálidamente ante sus extravagantes cumplidos e incluso le había dado pie para ellos. Cuando bailaron juntos, se dio cuenta de que le había permitido estrecharla algo más fuerte de lo normal. Todo había terminado sin problemas, John pareció no darse cuenta, pero Devon no podía explicarse su comportamiento tan poco habitual.

En realidad, la respuesta de John -o su falta de respuesta- había trastornado a Devon. Desde que supo lo de su embarazo, se había mostrado pensativo y ausente; a menudo su mente parecía distante, aun cuando hablaba con él. Aunque estaban disfrutando mucho de su luna de miel, aunque se dedicaban a diversas actividades durante todo el día, Devon sentía que se había roto el contacto entre ellos. Desde que supo la noticia, John no había intentado hacer el amor con ella ni una sola vez, y Devon, por razones que no podía explicar, se sentía reticente a ser ella la que iniciase el sexo, aunque lo había hecho en diversas ocasiones desde su boda.

–Devon, ¿algo anda mal? – preguntó Grace, apartándola de su reflexión.

Rápidamente, Devon volvió a colocar el frasco que había cogido de forma distraída y se giró hacia su hermana.

–Por supuesto que no -dijo con una sonrisa nerviosa-. ¿Qué podría ir mal? Vamos, tenemos que bajar.

–Oh, sí. Tengo que comprobar que cada tarjeta esté en su lugar y que los martinis estén suficientemente fríos. No sé qué les pasa a los franceses con las bebidas frías. Parece que las cosas nunca están…

Devon no escuchó el resto de las palabras de Grace; estaba perdida en sus propias elucubraciones. Caminaba mirando al suelo, alisándose el vestido sobre su estómago completamente liso. Se preguntaba cuándo empezaría a crecer. ¿Por qué no le decía a Grace que estaba embarazada? Entre ellas nunca había habido secretos. Pero si se lo decía, seguramente Grace le preguntaría por John. Devon temía que su hermana se diese cuenta de su desconcierto. Aun cuando John era la causa de estos sentimientos, sentía que era desleal revelárselos a una tercera persona, incluso a su propia hermana. Devon estaba convencida de que si le contaba a Grace la reacción de John, ésta juzgaría severamente a su marido. No quería que nadie criticase a John. Además, no sabría cómo defenderle de las críticas de Grace. Ni siquiera había intentado justificar la reacción de John en su propia mente. La había empujado hasta su subconsciente y había aceptado las palabras tranquilizadoras de John, que aseguraba que su reacción había sido debida a la sorpresa y que, en realidad, le alegraba que ella estuviera embarazada. Pero, como una piedra en el zapato, la reacción de John continuaba molestando a su consciente contra su voluntad. Y estaba bloqueando su capacidad de amarle con plenitud y sin reservas, como lo había hecho hasta entonces.

Pero le amo, se repetía a sí misma. Es mi esposo. Tengo que superarlo. También él lo superará. Le quiero de verdad.

–¿Qué? – dijo Grace, girando la cabeza, en tono interrogante.

–¿He dicho algo? – preguntó Devon asombrada.

–Algo has murmurado.

–Debo de haber estado pensando en voz alta -dijo Devon algo aturdida.

Grace la miró un segundo; su rostro evidenciaba una mezcla de escepticismo y preocupación.

Devon sonrió y cogió del brazo a su hermana.

–¿Por qué no vamos a tomarnos un martini bien frío? Aunque estarás de acuerdo conmigo en que el hecho de que aquí no esté prohibido le resta encanto.

La prohibición era un hecho en Estados Unidos, aunque raramente afectaba a los ricos, que solían tener amplias bodegas de vino, así como las necesarias conexiones para conseguir bebidas más fuertes.

En cuanto las mujeres entraron en el salón, John, Philip y el embajador Long dejaron de observar el antiguo mapa colgado en la pared. Estaban disfrutando de unos cócteles y de unos momentos de conversación informal, conscientes de que el salón se llenaría pronto de invitados. Era un local pensado para el entretenimiento a alto nivel. En las paredes colgaban antiguos tapices cuyos colores se iban desvaneciendo, aunque eran aún magníficos. En cada extremo del amplio salón había una chimenea tan alta como un hombre y tan ancha como diez. Eran de mármol blanco, con esculturas que databan de la época del Imperio, cinceladas con motivos de cisnes. No obstante, en esa cálida tarde de junio, el fuego no estaba encendido. En la pared opuesta a la entrada, seis puertas francesas estaban abiertas de par en par para que pudiese entrar la brisa refrescante. Fuera, candelas encendidas iluminaban una terraza de mármol que parecía no tener fin. El espacio estaba adornado con una pequeña fuente que enviaba una cascada de agua desde una enorme caracola que una Venus de un metro de altura sostenía en sus manos.

La conversación de los hombres se detuvo cuando Devon y Grace se aproximaron. Grace estaba atractiva con su vestido estilo griego de gasa blanca, cuya falda se movía graciosamente cuando andaba. Pero fue Devon quien atrajo la mirada de los hombres. El juego de luces sobre la suave tela negra de su vestido causaba un hechizo hipnotizador en el grupo. Los tres hombres contemplaron a Devon con silenciosa admiración.

En el mismo momento en que la vio, John, lejos de enfadarse por el atrevido vestido negro de Devon, sintió un irresistible deseo de hacer el amor con ella. No, no de hacer el amor, sino de poseerla, sin precaución ni paciencia. El sentimiento del deseo le alegró porque, de forma inexplicable, no había sentido necesidad de hacer el amor con Devon desde que supo lo de su embarazo. No sabía por qué; no lograba comprender este sentimiento. Pero ahí estaba, una invisible barrera entre él y su esposa donde antes sólo había existido amor sin reservas.

La entrada de Devon con su vestido negro le sacudió todo sentimiento de reserva que hubiera estado preocupándole. No era que el vestido resultara más revelador que cualquier otro de los que había llevado en el pasado. Era la propia Devon. Desprendía un aura de ser deseada y, al mismo tiempo, decía y hacía sólo lo apropiado y cortés. Para John, esta actitud era nueva en su esposa. No sabía de dónde procedía, pero la reconocía como si siempre hubiese estado en ella; algo que había notado la primera vez que se conocieron.

Los ojos de John se posaron en Devon con cariño, y le sonrió. Una sonrisa curvada e inconsciente que envió una descarga a la espina dorsal de Devon. Por un momento, olvidó el dolor que le había provocado y sólo sintió amor. No sólo amor, sino también la más pura atracción animal, algo que, sin darse cuenta, la hizo moverse aún con más languidez. De pronto, John pensó en Loretta. Loretta provocaba esa atracción sexual animal que Devon desplegaba ahora por vez primera. Pero Loretta carecía del refinamiento de Devon, de esa extrema corrección que garantizaba que Devon siempre sería aceptada en la sociedad. Un torrente de orgullo inundó a John. Orgullo y felicidad de que Devon fuera su esposa.

Avanzó hasta ella y, amablemente, acarició sus labios con los dedos. Sin dejar de mirarla, la besó suavemente y la atrajo a su lado. Rodeó con el brazo su cintura y, al darse ella media vuelta para comentar algo con el embajador Long, sintió que su mano acariciaba la tela brillante por encima de su vientre.

Entonces recordó. Por un momento -no, por varias horas- lo había olvidado, pero, para su consternación, su ardor se desvaneció. Devon no parecía una madre. ¿Sería posible que muy pronto lo fuera? Hacía apenas unos instantes la había comparado con su última amante y le había parecido que sus similitudes -y sus diferencias- eran inmensamente excitantes. Pero no podría considerar a Devon como una amante cuando su hijo -el hijo de ambos, se recordó a sí mismo- naciera. Ella tendría a otra persona a la que considerar antes que a él.

John quería disponer de más tiempo con Devon a solas, como compañeros y amantes. Más tiempo para minar al completo su sexualidad oculta. Cada vez que hacía algo nuevo con Devon en la cama, ella al principio se sorprendía, luego aceptaba complacida y, finalmente, era una entusiasta participante. Su inocencia le permitía conservar la llave exclusiva de su sensualidad; gozaba abriendo lentamente una puerta tras otra hacia sus más profundos secretos. No se podía imaginar que pudiera seguir siendo así después de que naciera el niño.

John pensó por un momento en su propia madre. ¿Cómo describirla? Bueno… como una matrona, era la única palabra. Al parecer, siempre había sido una mujer formidable, aunque ahora era una anciana de cabello gris. ¿Había sido alguna vez una joven deseosa de ser amada, como Devon? Sí, lo había sido. Por lo menos, la foto color sepia de la boda de sus padres era una prueba. Había sido una mujer con curvas, cabello rubio ceniciento, de grandes pechos y estrecha cintura. Sus labios habían sido generosos, sus ojos brillantes. Alguna vez había sido deseable. Pero aun recordando las primeras imágenes que tenía de ella, John no podía recordar una sola en la que apareciese una joven mujer floreciente. Recordaba más bien a una mujer tierna, aunque algo estricta, que nunca levantaba la voz, cuyos amplios labios, cuando se enfadaba, se convertían en una línea delgada. Recordaba a una mujer que siempre llevaba cuello alto y no se ponía más perfume que una insípida agua de colonia.

Tampoco el padre de John había mostrado espontaneidad ni juventud. ¿En eso se iba a convertir John una vez que el niño hubiese nacido? John se sentía demasiado joven para tener un hijo. En cuanto el niño naciera, ¿no sería demasiado viejo para seguir con la diversión y el estilo de vida fascinante que había imaginado para él y para Devon? Se sentía viejo y sobrecogido cuando consideraba los elementos inhibitorios que un niño impondría a sus vidas.

Por supuesto, estaban las niñeras, se dijo a sí mismo. Pero conocía suficientemente a Devon para comprender que no iba a ser una de esas madres que permiten que otra mujer críe a su hijo. Su libertad y la de Devon se desvanecerían completamente. Ya se estaba desvaneciendo, a medida que su responsabilidad para con el niño superaba su responsabilidad para con él.

Devon, sintiendo que John se retiraba, alcanzó su mano mientras asentía cortésmente al monólogo del canoso embajador sobre las bellezas de la Riviera francesa. No obstante, cuando John se encontró con sus dedos, se limitó a darles un rápido apretón y a retirar la mano. Devon miró rápidamente hacia John y pudo ver su perfil. En lugar de devolverle la mirada, John fijó la vista hacia delante, hacia el embajador. Devon no quería llamar la atención, así que volvió a girarse hacia el diplomático. Pero sintió en sí un enfado como una puñalada, ya que entendía, aunque no pudiese articular totalmente, la razón de la retirada de John.

Sin duda, había aprendido a no mostrar su enfado ante personas extrañas. John, sin embargo, se había dado cuenta del mismo. La evidencia estaba ahí, en la apretada línea en que se habían transformado sus generosos labios.


El marqués de la Brisière estaba fascinado de que le hubiese tocado cenar junto a la seductora norteamericana de cabello oscuro que hablaba un francés tan fluido. Gran conocedor de las mujeres, le habían presentado a Devon nada más entrar en el salón. Desde entonces, no había dejado de mirarla ni un momento en toda la velada.

Se encontraba ahora con que la más feliz de las coincidencias la había colocado a su derecha en la mesa del comedor. La mujer de su izquierda, la rubia esposa de uno de los más importantes industriales franceses, era también encantadora. No le resultaba difícil dedicar cierto tiempo a hablar con ella. Pero saboreaba los momentos del final de la conversación, cuando la etiqueta le permitía volver a hablar con Devon.

–Usted es aún más hermosa de cerca -le dijo en un inglés demasiado perfecto para que fuese su segunda lengua.

–Vaya, ¿habla usted inglés? – preguntó Devon, sorprendida de que no se lo hubiese dicho antes.

–Sí, pero, como la mayoría de los franceses, prefiero mi propia lengua -dijo con una sonrisa.

Devon observó sus rectos dientes blancos, algo que no era fácil encontrar en Europa, donde la higiene dental no se tomaba tan en serio como en Estados Unidos. No es demasiado guapo, pensó Devon, pero es muy atractivo. En realidad, las mujeres pensaban que sus marcados rasgos eran excitantes, ya que le daban un aire diabólico. Pero el marqués no tenía nada de malicioso. Era un hombre rico y agradable, cuyas pasiones en la vida eran las mujeres y cosechar vino. En ese orden. Su forma de cortejar los objetos de su deseo -que eran muchos y variados- se había convertido en un arte. Y sus artes casi nunca fallaban.

–He observado -continuó en inglés- que habla usted francés estupendamente. Los norteamericanos suelen tener dificultad con nuestras vocales. – Pero no ella, pensó para sí. Cuando hablaba, movía la boca con la facilidad de una mujer francesa, pronunciando cada palabra perfectamente, emitiendo cada oración en esa especie de melodía cantarina que hace del francés una lengua tan seductora. El marqués gozaba mirando sus labios rojos como el carmín, su lengua, cuando ella hablaba. Fácilmente podía imaginarse besándolos. Besándolos, mordiéndolos e introduciendo su lengua entre ellos.

–Mi madre siempre pensó que se debe tener cierta fluidez en una segunda lengua, así que tuve un tutor francés desde los cinco años. Solía tener problemas con él -dijo Devon con una sonrisa.

–No obstante, aprendió usted divinamente -respondió el marqués.

–Sólo después de que el tutor descubriera el secreto para enseñarme -dijo Devon con una mueca maliciosa.

El marqués pensó que, al sonreír, era aún más sublime. Le devolvió la sonrisa.

–¿El secreto? – preguntó complacido de que ya le estuviera revelando secretos. Se prometió a sí mismo que más tarde le revelaría muchos más.

–Que la mejor manera de enseñarme era montada en un caballo. Afortunadamente, Monsieur Lamarque sabía montar.

–Ese es un secreto que debo recordar, porque tengo la intención de utilizarlo en algún momento -prometió.

El ambiente se llenó de ocultas corrientes de tensión sexual mientras se servía el plato de pescado, un delicioso lenguado a la Veronique.

–Espero con ansia el plato de ave -dijo el marqués con una astuta mueca a la bella rubia de su izquierda, tal como la etiqueta demandaba.

Devon se sentía también poco dispuesta a conversar con su otro compañero de cena, a pesar de que la cortesía así lo requería. El banquero era un importante amigo del embajador, pero bebía demasiado y pasaba la mayor parte del tiempo comentando cómo se las había arreglado para ser uno de los pocos que habían sacado partido de la depresión. Devon estaba impaciente por volver a charlar con el marqués. Mientras el criado colocaba ante ella el faisán ahumado cubierto con salsa de grosella, Devon se riñó a sí misma por su inapropiada atracción hacia el marqués. Pero, al dirigirse a él, una involuntaria sonrisa iluminó su cara.

–Bueno… estamos de nuevo juntos -dijo él.

Tiene un encantador modo de mirar, absolutamente francés, como una caricia, pensó Devon. Es un auténtico maestro. Mirara hacia donde mirara, Devon sentía un cálido hormigueo y todo su cuerpo estaba excitado.

Su excitación era asimismo compartida por el marqués, quien, pese a estar acostumbrado a tales reacciones, nunca dejaba de deleitarse en ellas. Va a ser deliciosa, se dijo a sí mismo. Es seductora, pero no parece consciente de ello. Tiene una fresca inocencia.

–¿Está recién casada? – preguntó intentando resolver el misterio.

Devon miró a John, que estaba sentado en el lado opuesto de la mesa, a varias sillas de ella. De pronto, sintió remordimientos. ¿Cómo podía permitirse sentir tal atracción por un extraño? Amaba a John. Le amaba con todo su corazón.

Inmediatamente, el marqués se dio cuenta de que había cometido un error táctico al recordarle a su marido; sin embargo, su reacción le divertía. Pensó que ella era muy joven y, de pronto, sintió que a sus 42 años era ya un viejo. Por un momento, recordó a su mujer. Era una atractiva morena de su misma edad que tenía aún el poder de enamorar a cualquier hombre que quisiera. El marqués sabía que ella pasaba muchos momentos agradables sin él en la Riviera francesa y en Italia. A él no le importaba, ya que esto hacía que su matrimonio siguiera siendo picante. Gozaban cuando estaban juntos, cuando sus caminos se cruzaban. ¿En algún momento su mujer se había sentido atraída por otro hombre? Sin duda, pero él no creía que eso fuera un problema. Sin embargo, ahí tenía a una sofisticada mujer, sin duda deseable, que era aún tan inocente que la incomodaba su atracción por un hombre que no era su marido. Intrigante. Se dio cuenta de que era intrigante, aunque peligroso. Debía demostrarle enseguida que no había puesto en evidencia sus sentimientos por él.

–Parece usted muy enamorada de él -dijo el marqués en tono indulgente.

–Oh, sí, mucho. – Devon se alegraba de tener ocasión de decirlo. El marqués no la había malinterpretado porque ella se hubiera mostrado amistosa…

–Pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Se ha casado hace poco?

–Hace apenas un mes -dijo Devon. Volvió a mirar nerviosamente a John. Esta vez él la estaba mirando. Debido a su remordimiento, le sonrió, olvidándose de su enfado.

El marqués también miró a John y se encontró con su mirada. Levantó su vaso de vino en un sutil brindis. Era un gesto cortés, un habitual gesto de saludo. Pero algo en el modo de comportarse del marqués llamó la atención de John.

John devolvió el gesto, volvió a sonreír a su esposa y se dirigió a la mujer que estaba a su derecha. Pero se encontró a sí mismo intentando observar a Devon por el rabillo del ojo. Cada vez que alcanzaba su vaso de vino, doblaba la cabeza un poco más de lo necesario; de este modo, tenía mejor vista de Devon y de su compañero de velada. Bebió un sorbo y observó el brillo rosado que parecía emanar de su esposa. Una sola copa de vino tenía la capacidad de otorgar a su pálido rostro un tono rosado, pero, esa noche, el brillo parecía proceder también de dentro. La mirada con que obsequió al marqués cuando el criado le sirvió el plato de carne -y se vio obligada a dirigirse al otro caballero- perturbó a John. Existía cierta familiaridad en su manera de proceder que John habría considerado normal entre dos personas que se conocieran bien, pero ellos acababan de conocerse.

John estudió al francés. Era distinguido y, de alguna manera, astuto. Tenía una apariencia aristocrática, pero no era afectado. John creía que tenía un encanto que a las mujeres podía resultarle atractivo. Se reía, hablaba con facilidad y parecía realmente interesado en la conversación de la hermosa rubia que tenía a su lado. Flirteaba un poco con ella, pero John podía observar que la mujer, aunque se divertía, no estaba afectada por su encanto como lo estaba Devon. Ella parecía divertida, pero no dominada. John pensó que Devon se había centrado en este hombre con una intensidad que antes sólo le había dedicado a él.

John picoteó con poco entusiasmo su filete Wellington mientras escuchaba silencioso y distraído la charla de la mujer que estaba a su lado, una matrona norteamericana de buen aspecto que, al parecer, había estudiado en la Academia Lancaster para mujeres con su madre.

–Claro que tu madre iba dos cursos después del mío -decía-, así que no la conozco demasiado. Era una niña realmente guapa…

John no tenía que concentrarse en lo que le estaba diciendo. Se limitaba a asentir cortésmente a sus palabras y a hacer ver que la estaba escuchando mientras pensaba en Devon. En Devon y en el marqués.

Mientras se servía la ensalada, miró a su esposa, que volvía a dirigirse a su seductor compañero de cena. Estaba radiante. Indiscutiblemente radiante. Y extraordinariamente hermosa. No era extraño que el marqués se hubiera quedado prendado de ella.

John observó que ladeaba la cabeza y se reía de algo que el marqués acababa de decir. Pensó que tenía un aspecto encantador, con su cabello cayéndole sobre los hombros y su sonrisa iluminándole la cara. Una ola de celos y de deseo como nunca antes había sentido se apoderó de él. Quería tenerla entre sus brazos en ese preciso momento. La quería besar hasta borrar los malentendidos de los días pasados. Quería cubrir la grieta que había surgido entre ellos con el calor de su amor por ella.

En ese momento, Devon encontró la mirada de John. El deseo en su cara no podía inducir a error. Sintió que su corazón latía como respuesta.

Tiene ese efecto sobre mí, pensó ella, y supongo que siempre lo tendrá. Le ofreció su más bella sonrisa y alzó su vaso hacia él, brindando con el mismo gesto que poco antes había hecho el marqués. En respuesta, John hizo una mueca sintiéndose fuerte, aliviado y eufórico. Era maravilloso estar enamorado. Era maravilloso tener a la mujer más hermosa del mundo. ¡Era el hombre más afortunado!

El marqués, observando este intercambio, se retiró hacia atrás en silencio. En ese momento, le quedó claro que no tenía ninguna esperanza de competir con el joven esposo de Devon. Devon jamás se entregaría a un final sublime.

Suspiró y se dirigió a la rubia, a la esposa del industrial. Después de todo, era una mujer extremadamente seductora.

Cuando, 30 minutos más tarde, Devon se retiró al servicio de señoras, descubrió que la cálida humedad que sentía entre sus piernas era sangre.