Estaban en la sala adyacente al tocador de señoras de la
embajada norteamericana en París. La amplia sala estaba decorada al
estilo Luis XIV, con brocados de seda color carmesí en las paredes,
arañas de cristal intrincadamente modeladas y suspendidas del techo
a unos siete metros de altura y espejos de bordes dorados. Una
sirvienta uniformada permanecía discretamente en el rincón,
reuniendo los objetos que iba a necesitar para la tarde que se
avecinaba: un equipo de costura, un cepillo de plumón, toallas de
lino, frascos de perfume francés y lociones, peines y hebillas de
carey para el cabello, polvos y un sinfín de objetos que las
señoras utilizan para embellecerse en una tarde de
gala.
Grace estaba sentada en un antiguo sillón delicadamente
labrado y tapizado con seda a rayas rojas y blancas, y se sentía
asombrada por el atrevido vestido de satén negro que se había
puesto su hermana. No es que le pareciera inapropiado. Era evidente
que se trataba de un vestido carísimo y, por su sencillez,
conservaba su elegancia. Modelaba la figura de Devon de un modo
indiscutiblemente provocativo. La parte superior del cuerpo estaba
cortada en pico, de forma que empujaba sus pechos apretados
formando un intrigante escote. Desde allí, el vestido volvía a
marcar sus curvas, apretándose al contorno de su cuerpo, y se abría
ligeramente al llegar a las rodillas, donde terminaba formando un
volante.
–Date la vuelta -ordenó Grace, haciendo un movimiento en
espiral con su dedo índice.
Devon inició un giro en redondo y Grace pudo observar el
profundo escote de la espalda que se sumergía vertiginosamente en
la cintura de Devon, destacando sus nalgas perfectamente modeladas.
El negro cabello de Devon parecía satén que caía en suaves ondas
por encima de sus blancos hombros. El contraste de la piel blanca
de Devon con el negro de su cabello y su vestido resultaba
hipnotizador y muy erótico.
–¿Qué te ha sucedido? – preguntó Grace divertida, aunque
deseaba saber por qué su hermana había elegido ese vestido que
tenía tan poco que ver con su carácter. Devon estaba siempre
elegante, solía tener estilo y a veces elegía un vestuario
sutilmente sexy, pero nunca antes se había puesto nada tan
impactante como ese Vionnet elegido para la cena en la embajada
norteamericana de esa noche.
–¿No te parece propio de Jean Harlow? – preguntó Devon con
una mirada maliciosa en sus ojos.
–Francamente sí -respondió Grace ladeando la cabeza con
escepticismo.
–¿Lo desapruebas? ¿Es indecente? – preguntó Devon alzando el
mentón de forma desafiante.
–No… pero seguramente Martha se revuelve en su tumba
-respondió Grace con seriedad burlona.
Devon miró perpleja a su hermana.
–¿Martha?
Grace señaló el retrato de la pared. Como los espejos, estaba
enmarcado en dorado.
–Washington -dijo.
La pintura al óleo dominaba la amplia sala vacía, exceptuando
la presencia de las dos hermanas y la sirvienta.
Como Grace era esposa de un diplomático, tercero en el
escalafón de París, y muy querida por la esposa del embajador,
generalmente le pedían que llegara antes a las recepciones de la
embajada. La esposa del embajador sabía que podía contar con Grace,
que ésta podía ocuparse de los últimos retoques mientras ella y su
marido se vestían para la velada.
Devon miró el retrato a través del espejo y soltó una alegre
carcajada.
–¡Ja, ja, ja! Eso es lo que tú no sabes. Seguro que Martha
Washington tuvo que ser una mujer hermosa y excitante para
conseguir que un hombre como George Washington se interesara por
ella.
–Bueno, de lo que estoy segura es de que nunca se puso algo
así. Ni siquiera en la cama -dijo Grace con una sonrisa
afectada.
–No sé… me apetecía ir de femme
fatale sólo por variar -dijo Devon con naturalidad, avanzando
hacia el tocador de mármol cubierto de frascos de perfume. Cogió
uno de ellos, le quitó el tapón, olió el aroma y luego, sin haberlo
utilizado, volvió a dejarlo sobre el tocador. Evitando la mirada de
Grace, cogió otro frasco. Devon no quería que la estudiasen y la
pusiesen en cuestión, ya que ni ella misma sabía por qué había
elegido ese vestido. Sólo sabía que, desde que había hablado con
John sobre su embarazo, hacía dos días, no había podido evitar
hacer cosas que pudieran enfadarlo o ponerlo nervioso. Entre ellas,
un poco habitual flirteo con sus compañeros de cena de la noche
anterior, dos viejos compañeros de universidad de
John.
Uno de ellos vivía en París como corresponsal de un periódico
estadounidense; el otro se dedicaba tan sólo a gastar una pequeña
parte de su herencia descubriendo los placeres del viejo
continente. Este último era un hombre atractivo, de vida disipada,
pero Devon consideraba que era de esos que aceptan cosas de la
sociedad sin contribuir a ella, a diferencia de John o de su amigo
periodista. No obstante, había sonreído cálidamente ante sus
extravagantes cumplidos e incluso le había dado pie para ellos.
Cuando bailaron juntos, se dio cuenta de que le había permitido
estrecharla algo más fuerte de lo normal. Todo había terminado sin
problemas, John pareció no darse cuenta, pero Devon no podía
explicarse su comportamiento tan poco habitual.
En realidad, la respuesta de John -o su falta de respuesta-
había trastornado a Devon. Desde que supo lo de su embarazo, se
había mostrado pensativo y ausente; a menudo su mente parecía
distante, aun cuando hablaba con él. Aunque estaban disfrutando
mucho de su luna de miel, aunque se dedicaban a diversas
actividades durante todo el día, Devon sentía que se había roto el
contacto entre ellos. Desde que supo la noticia, John no había
intentado hacer el amor con ella ni una sola vez, y Devon, por
razones que no podía explicar, se sentía reticente a ser ella la
que iniciase el sexo, aunque lo había hecho en diversas ocasiones
desde su boda.
–Devon, ¿algo anda mal? – preguntó Grace, apartándola de su
reflexión.
Rápidamente, Devon volvió a colocar el frasco que había
cogido de forma distraída y se giró hacia su
hermana.
–Por supuesto que no -dijo con una sonrisa nerviosa-. ¿Qué
podría ir mal? Vamos, tenemos que bajar.
–Oh, sí. Tengo que comprobar que cada tarjeta esté en su
lugar y que los martinis estén suficientemente fríos. No sé qué les
pasa a los franceses con las bebidas frías. Parece que las cosas
nunca están…
Devon no escuchó el resto de las palabras de Grace; estaba
perdida en sus propias elucubraciones. Caminaba mirando al suelo,
alisándose el vestido sobre su estómago completamente liso. Se
preguntaba cuándo empezaría a crecer. ¿Por qué no le decía a Grace
que estaba embarazada? Entre ellas nunca había habido secretos.
Pero si se lo decía, seguramente Grace le preguntaría por John.
Devon temía que su hermana se diese cuenta de su desconcierto. Aun
cuando John era la causa de estos sentimientos, sentía que era
desleal revelárselos a una tercera persona, incluso a su propia
hermana. Devon estaba convencida de que si le contaba a Grace la
reacción de John, ésta juzgaría severamente a su marido. No quería
que nadie criticase a John. Además, no sabría cómo defenderle de
las críticas de Grace. Ni siquiera había intentado justificar la
reacción de John en su propia mente. La había empujado hasta su
subconsciente y había aceptado las palabras tranquilizadoras de
John, que aseguraba que su reacción había sido debida a la sorpresa
y que, en realidad, le alegraba que ella estuviera embarazada.
Pero, como una piedra en el zapato, la reacción de John continuaba
molestando a su consciente contra su voluntad. Y estaba bloqueando
su capacidad de amarle con plenitud y sin reservas, como lo había
hecho hasta entonces.
Pero le amo, se repetía a sí misma. Es mi esposo. Tengo que
superarlo. También él lo superará. Le quiero de
verdad.
–¿Qué? – dijo Grace, girando la cabeza, en tono
interrogante.
–¿He dicho algo? – preguntó Devon asombrada.
–Algo has murmurado.
–Debo de haber estado pensando en voz alta -dijo Devon algo
aturdida.
Grace la miró un segundo; su rostro evidenciaba una mezcla de
escepticismo y preocupación.
Devon sonrió y cogió del brazo a su hermana.
–¿Por qué no vamos a tomarnos un martini bien frío? Aunque
estarás de acuerdo conmigo en que el hecho de que aquí no esté
prohibido le resta encanto.
La prohibición era un hecho en Estados Unidos, aunque
raramente afectaba a los ricos, que solían tener amplias bodegas de
vino, así como las necesarias conexiones para conseguir bebidas más
fuertes.
En cuanto las mujeres entraron en el salón, John, Philip y el
embajador Long dejaron de observar el antiguo mapa colgado en la
pared. Estaban disfrutando de unos cócteles y de unos momentos de
conversación informal, conscientes de que el salón se llenaría
pronto de invitados. Era un local pensado para el entretenimiento a
alto nivel. En las paredes colgaban antiguos tapices cuyos colores
se iban desvaneciendo, aunque eran aún magníficos. En cada extremo
del amplio salón había una chimenea tan alta como un hombre y tan
ancha como diez. Eran de mármol blanco, con esculturas que databan
de la época del Imperio, cinceladas con motivos de cisnes. No
obstante, en esa cálida tarde de junio, el fuego no estaba
encendido. En la pared opuesta a la entrada, seis puertas francesas
estaban abiertas de par en par para que pudiese entrar la brisa
refrescante. Fuera, candelas encendidas iluminaban una terraza de
mármol que parecía no tener fin. El espacio estaba adornado con una
pequeña fuente que enviaba una cascada de agua desde una enorme
caracola que una Venus de un metro de altura sostenía en sus
manos.
La conversación de los hombres se detuvo cuando Devon y Grace
se aproximaron. Grace estaba atractiva con su vestido estilo griego
de gasa blanca, cuya falda se movía graciosamente cuando andaba.
Pero fue Devon quien atrajo la mirada de los hombres. El juego de
luces sobre la suave tela negra de su vestido causaba un hechizo
hipnotizador en el grupo. Los tres hombres contemplaron a Devon con
silenciosa admiración.
En el mismo momento en que la vio, John, lejos de enfadarse
por el atrevido vestido negro de Devon, sintió un irresistible
deseo de hacer el amor con ella. No, no de hacer el amor, sino de
poseerla, sin precaución ni paciencia. El sentimiento del deseo le
alegró porque, de forma inexplicable, no había sentido necesidad de
hacer el amor con Devon desde que supo lo de su embarazo. No sabía
por qué; no lograba comprender este sentimiento. Pero ahí estaba,
una invisible barrera entre él y su esposa donde antes sólo había
existido amor sin reservas.
La entrada de Devon con su vestido negro le sacudió todo
sentimiento de reserva que hubiera estado preocupándole. No era que
el vestido resultara más revelador que cualquier otro de los que
había llevado en el pasado. Era la propia Devon. Desprendía un aura
de ser deseada y, al mismo tiempo, decía y hacía sólo lo apropiado
y cortés. Para John, esta actitud era nueva en su esposa. No sabía
de dónde procedía, pero la reconocía como si siempre hubiese estado
en ella; algo que había notado la primera vez que se
conocieron.
Los ojos de John se posaron en Devon con cariño, y le sonrió.
Una sonrisa curvada e inconsciente que envió una descarga a la
espina dorsal de Devon. Por un momento, olvidó el dolor que le
había provocado y sólo sintió amor. No sólo amor, sino también la
más pura atracción animal, algo que, sin darse cuenta, la hizo
moverse aún con más languidez. De pronto, John pensó en Loretta.
Loretta provocaba esa atracción sexual animal que Devon desplegaba
ahora por vez primera. Pero Loretta carecía del refinamiento de
Devon, de esa extrema corrección que garantizaba que Devon siempre
sería aceptada en la sociedad. Un torrente de orgullo inundó a
John. Orgullo y felicidad de que Devon fuera su
esposa.
Avanzó hasta ella y, amablemente, acarició sus labios con los
dedos. Sin dejar de mirarla, la besó suavemente y la atrajo a su
lado. Rodeó con el brazo su cintura y, al darse ella media vuelta
para comentar algo con el embajador Long, sintió que su mano
acariciaba la tela brillante por encima de su
vientre.
Entonces recordó. Por un momento -no, por varias horas- lo
había olvidado, pero, para su consternación, su ardor se
desvaneció. Devon no parecía una madre. ¿Sería posible que muy
pronto lo fuera? Hacía apenas unos instantes la había comparado con
su última amante y le había parecido que sus similitudes -y sus
diferencias- eran inmensamente excitantes. Pero no podría
considerar a Devon como una amante cuando su hijo -el hijo de
ambos, se recordó a sí mismo- naciera. Ella tendría a otra persona
a la que considerar antes que a él.
John quería disponer de más tiempo con Devon a solas, como
compañeros y amantes. Más tiempo para minar al completo su
sexualidad oculta. Cada vez que hacía algo nuevo con Devon en la
cama, ella al principio se sorprendía, luego aceptaba complacida y,
finalmente, era una entusiasta participante. Su inocencia le
permitía conservar la llave exclusiva de su sensualidad; gozaba
abriendo lentamente una puerta tras otra hacia sus más profundos
secretos. No se podía imaginar que pudiera seguir siendo así
después de que naciera el niño.
John pensó por un momento en su propia madre. ¿Cómo
describirla? Bueno… como una matrona, era la única palabra. Al
parecer, siempre había sido una mujer formidable, aunque ahora era
una anciana de cabello gris. ¿Había sido alguna vez una joven
deseosa de ser amada, como Devon? Sí, lo había sido. Por lo menos,
la foto color sepia de la boda de sus padres era una prueba. Había
sido una mujer con curvas, cabello rubio ceniciento, de grandes
pechos y estrecha cintura. Sus labios habían sido generosos, sus
ojos brillantes. Alguna vez había sido deseable. Pero aun
recordando las primeras imágenes que tenía de ella, John no podía
recordar una sola en la que apareciese una joven mujer floreciente.
Recordaba más bien a una mujer tierna, aunque algo estricta, que
nunca levantaba la voz, cuyos amplios labios, cuando se enfadaba,
se convertían en una línea delgada. Recordaba a una mujer que
siempre llevaba cuello alto y no se ponía más perfume que una
insípida agua de colonia.
Tampoco el padre de John había mostrado espontaneidad ni
juventud. ¿En eso se iba a convertir John una vez que el niño
hubiese nacido? John se sentía demasiado joven para tener un hijo.
En cuanto el niño naciera, ¿no sería demasiado viejo para seguir
con la diversión y el estilo de vida fascinante que había imaginado
para él y para Devon? Se sentía viejo y sobrecogido cuando
consideraba los elementos inhibitorios que un niño impondría a sus
vidas.
Por supuesto, estaban las niñeras, se dijo a sí mismo. Pero
conocía suficientemente a Devon para comprender que no iba a ser
una de esas madres que permiten que otra mujer críe a su hijo. Su
libertad y la de Devon se desvanecerían completamente. Ya se estaba
desvaneciendo, a medida que su responsabilidad para con el niño
superaba su responsabilidad para con él.
Devon, sintiendo que John se retiraba, alcanzó su mano
mientras asentía cortésmente al monólogo del canoso embajador sobre
las bellezas de la Riviera francesa. No obstante, cuando John se
encontró con sus dedos, se limitó a darles un rápido apretón y a
retirar la mano. Devon miró rápidamente hacia John y pudo ver su
perfil. En lugar de devolverle la mirada, John fijó la vista hacia
delante, hacia el embajador. Devon no quería llamar la atención,
así que volvió a girarse hacia el diplomático. Pero sintió en sí un
enfado como una puñalada, ya que entendía, aunque no pudiese
articular totalmente, la razón de la retirada de
John.
Sin duda, había aprendido a no mostrar su enfado ante
personas extrañas. John, sin embargo, se había dado cuenta del
mismo. La evidencia estaba ahí, en la apretada línea en que se
habían transformado sus generosos labios.
El marqués de la Brisière estaba fascinado de que le hubiese
tocado cenar junto a la seductora norteamericana de cabello oscuro
que hablaba un francés tan fluido. Gran conocedor de las mujeres,
le habían presentado a Devon nada más entrar en el salón. Desde
entonces, no había dejado de mirarla ni un momento en toda la
velada.
Se encontraba ahora con que la más feliz de las coincidencias
la había colocado a su derecha en la mesa del comedor. La mujer de
su izquierda, la rubia esposa de uno de los más importantes
industriales franceses, era también encantadora. No le resultaba
difícil dedicar cierto tiempo a hablar con ella. Pero saboreaba los
momentos del final de la conversación, cuando la etiqueta le
permitía volver a hablar con Devon.
–Usted es aún más hermosa de cerca -le dijo en un inglés
demasiado perfecto para que fuese su segunda
lengua.
–Vaya, ¿habla usted inglés? – preguntó Devon, sorprendida de
que no se lo hubiese dicho antes.
–Sí, pero, como la mayoría de los franceses, prefiero mi
propia lengua -dijo con una sonrisa.
Devon observó sus rectos dientes blancos, algo que no era
fácil encontrar en Europa, donde la higiene dental no se tomaba tan
en serio como en Estados Unidos. No es demasiado guapo, pensó
Devon, pero es muy atractivo. En realidad, las mujeres pensaban que
sus marcados rasgos eran excitantes, ya que le daban un aire
diabólico. Pero el marqués no tenía nada de malicioso. Era un
hombre rico y agradable, cuyas pasiones en la vida eran las mujeres
y cosechar vino. En ese orden. Su forma de cortejar los objetos de
su deseo -que eran muchos y variados- se había convertido en un
arte. Y sus artes casi nunca fallaban.
–He observado -continuó en inglés- que habla usted francés
estupendamente. Los norteamericanos suelen tener dificultad con
nuestras vocales. – Pero no ella, pensó para sí. Cuando hablaba,
movía la boca con la facilidad de una mujer francesa, pronunciando
cada palabra perfectamente, emitiendo cada oración en esa especie
de melodía cantarina que hace del francés una lengua tan seductora.
El marqués gozaba mirando sus labios rojos como el carmín, su
lengua, cuando ella hablaba. Fácilmente podía imaginarse
besándolos. Besándolos, mordiéndolos e introduciendo su lengua
entre ellos.
–Mi madre siempre pensó que se debe tener cierta fluidez en
una segunda lengua, así que tuve un tutor francés desde los cinco
años. Solía tener problemas con él -dijo Devon con una
sonrisa.
–No obstante, aprendió usted divinamente -respondió el
marqués.
–Sólo después de que el tutor descubriera el secreto para
enseñarme -dijo Devon con una mueca maliciosa.
El marqués pensó que, al sonreír, era aún más sublime. Le
devolvió la sonrisa.
–¿El secreto? – preguntó complacido de que ya le estuviera
revelando secretos. Se prometió a sí mismo que más tarde le
revelaría muchos más.
–Que la mejor manera de enseñarme era montada en un caballo.
Afortunadamente, Monsieur Lamarque sabía montar.
–Ese es un secreto que debo recordar, porque tengo la
intención de utilizarlo en algún momento
-prometió.
El ambiente se llenó de ocultas corrientes de tensión sexual
mientras se servía el plato de pescado, un delicioso lenguado a la
Veronique.
–Espero con ansia el plato de ave -dijo el marqués con una
astuta mueca a la bella rubia de su izquierda, tal como la etiqueta
demandaba.
Devon se sentía también poco dispuesta a conversar con su
otro compañero de cena, a pesar de que la cortesía así lo requería.
El banquero era un importante amigo del embajador, pero bebía
demasiado y pasaba la mayor parte del tiempo comentando cómo se las
había arreglado para ser uno de los pocos que habían sacado partido
de la depresión. Devon estaba impaciente por volver a charlar con
el marqués. Mientras el criado colocaba ante ella el faisán ahumado
cubierto con salsa de grosella, Devon se riñó a sí misma por su
inapropiada atracción hacia el marqués. Pero, al dirigirse a él,
una involuntaria sonrisa iluminó su cara.
–Bueno… estamos de nuevo juntos -dijo él.
Tiene un encantador modo de mirar, absolutamente francés,
como una caricia, pensó Devon. Es un auténtico maestro. Mirara
hacia donde mirara, Devon sentía un cálido hormigueo y todo su
cuerpo estaba excitado.
Su excitación era asimismo compartida por el marqués, quien,
pese a estar acostumbrado a tales reacciones, nunca dejaba de
deleitarse en ellas. Va a ser deliciosa, se dijo a sí mismo. Es
seductora, pero no parece consciente de ello. Tiene una fresca
inocencia.
–¿Está recién casada? – preguntó intentando resolver el
misterio.
Devon miró a John, que estaba sentado en el lado opuesto de
la mesa, a varias sillas de ella. De pronto, sintió remordimientos.
¿Cómo podía permitirse sentir tal atracción por un extraño? Amaba a
John. Le amaba con todo su corazón.
Inmediatamente, el marqués se dio cuenta de que había
cometido un error táctico al recordarle a su marido; sin embargo,
su reacción le divertía. Pensó que ella era muy joven y, de pronto,
sintió que a sus 42 años era ya un viejo. Por un momento, recordó a
su mujer. Era una atractiva morena de su misma edad que tenía aún
el poder de enamorar a cualquier hombre que quisiera. El marqués
sabía que ella pasaba muchos momentos agradables sin él en la
Riviera francesa y en Italia. A él no le importaba, ya que esto
hacía que su matrimonio siguiera siendo picante. Gozaban cuando
estaban juntos, cuando sus caminos se cruzaban. ¿En algún momento
su mujer se había sentido atraída por otro hombre? Sin duda, pero
él no creía que eso fuera un problema. Sin embargo, ahí tenía a una
sofisticada mujer, sin duda deseable, que era aún tan inocente que
la incomodaba su atracción por un hombre que no era su marido.
Intrigante. Se dio cuenta de que era intrigante, aunque peligroso.
Debía demostrarle enseguida que no había puesto en evidencia sus
sentimientos por él.
–Parece usted muy enamorada de él -dijo el marqués en tono
indulgente.
–Oh, sí, mucho. – Devon se alegraba de tener ocasión de
decirlo. El marqués no la había malinterpretado porque ella se
hubiera mostrado amistosa…
–Pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Se ha casado hace
poco?
–Hace apenas un mes -dijo Devon. Volvió a mirar nerviosamente
a John. Esta vez él la estaba mirando. Debido a su remordimiento,
le sonrió, olvidándose de su enfado.
El marqués también miró a John y se encontró con su mirada.
Levantó su vaso de vino en un sutil brindis. Era un gesto cortés,
un habitual gesto de saludo. Pero algo en el modo de comportarse
del marqués llamó la atención de John.
John devolvió el gesto, volvió a sonreír a su esposa y se
dirigió a la mujer que estaba a su derecha. Pero se encontró a sí
mismo intentando observar a Devon por el rabillo del ojo. Cada vez
que alcanzaba su vaso de vino, doblaba la cabeza un poco más de lo
necesario; de este modo, tenía mejor vista de Devon y de su
compañero de velada. Bebió un sorbo y observó el brillo rosado que
parecía emanar de su esposa. Una sola copa de vino tenía la
capacidad de otorgar a su pálido rostro un tono rosado, pero, esa
noche, el brillo parecía proceder también de dentro. La mirada con
que obsequió al marqués cuando el criado le sirvió el plato de
carne -y se vio obligada a dirigirse al otro caballero- perturbó a
John. Existía cierta familiaridad en su manera de proceder que John
habría considerado normal entre dos personas que se conocieran
bien, pero ellos acababan de conocerse.
John estudió al francés. Era distinguido y, de alguna manera,
astuto. Tenía una apariencia aristocrática, pero no era afectado.
John creía que tenía un encanto que a las mujeres podía resultarle
atractivo. Se reía, hablaba con facilidad y parecía realmente
interesado en la conversación de la hermosa rubia que tenía a su
lado. Flirteaba un poco con ella, pero John podía observar que la
mujer, aunque se divertía, no estaba afectada por su encanto como
lo estaba Devon. Ella parecía divertida, pero no dominada. John
pensó que Devon se había centrado en este hombre con una intensidad
que antes sólo le había dedicado a él.
John picoteó con poco entusiasmo su filete Wellington
mientras escuchaba silencioso y distraído la charla de la mujer que
estaba a su lado, una matrona norteamericana de buen aspecto que,
al parecer, había estudiado en la Academia Lancaster para mujeres
con su madre.
–Claro que tu madre iba dos cursos después del mío -decía-,
así que no la conozco demasiado. Era una niña realmente
guapa…
John no tenía que concentrarse en lo que le estaba diciendo.
Se limitaba a asentir cortésmente a sus palabras y a hacer ver que
la estaba escuchando mientras pensaba en Devon. En Devon y en el
marqués.
Mientras se servía la ensalada, miró a su esposa, que volvía
a dirigirse a su seductor compañero de cena. Estaba radiante.
Indiscutiblemente radiante. Y extraordinariamente hermosa. No era
extraño que el marqués se hubiera quedado prendado de
ella.
John observó que ladeaba la cabeza y se reía de algo que el
marqués acababa de decir. Pensó que tenía un aspecto encantador,
con su cabello cayéndole sobre los hombros y su sonrisa
iluminándole la cara. Una ola de celos y de deseo como nunca antes
había sentido se apoderó de él. Quería tenerla entre sus brazos en
ese preciso momento. La quería besar hasta borrar los malentendidos
de los días pasados. Quería cubrir la grieta que había surgido
entre ellos con el calor de su amor por ella.
En ese momento, Devon encontró la mirada de John. El deseo en
su cara no podía inducir a error. Sintió que su corazón latía como
respuesta.
Tiene ese efecto sobre mí, pensó ella, y supongo que siempre
lo tendrá. Le ofreció su más bella sonrisa y alzó su vaso hacia él,
brindando con el mismo gesto que poco antes había hecho el marqués.
En respuesta, John hizo una mueca sintiéndose fuerte, aliviado y
eufórico. Era maravilloso estar enamorado. Era maravilloso tener a
la mujer más hermosa del mundo. ¡Era el hombre más
afortunado!
El marqués, observando este intercambio, se retiró hacia
atrás en silencio. En ese momento, le quedó claro que no tenía
ninguna esperanza de competir con el joven esposo de Devon. Devon
jamás se entregaría a un final sublime.
Suspiró y se dirigió a la rubia, a la esposa del industrial.
Después de todo, era una mujer extremadamente
seductora.
Cuando, 30 minutos más tarde, Devon se retiró al servicio de
señoras, descubrió que la cálida humedad que sentía entre sus
piernas era sangre.