–¿No es una tarde perfecta? – dijo Devon a su suegra, que
estaba inspeccionando cuidadosamente las fuentes que iba a servir
esa noche en el gran buffet.
–Hemos tenido suerte -dijo la señora Alexander sonriendo a su
nuera-. Pero, para John, el regalo más importante es tu presencia
aquí.
Devon, sintiéndose culpable, miró hacia otro lado. La serena
voz de su suegra no evidenciaba crítica alguna, tampoco su
expresión, pero la propia incomodidad de Devon con respecto a este
tema la llevó a pensar que las palabras de su suegra habían sido
una crítica amable. Devon se arregló su vestido Sciaparelli color
carmesí. A veces, la absoluta serenidad de Victoria Alexander la
ponía nerviosa. Era difícil saber qué se escondía detrás de esa
dulce expresión. Siempre había demostrado mucha amabilidad hacia
Devon, y ésta sabía que los Alexander se sentían complacidos con la
elección de su hijo. Pero últimamente parecía que ellos pensaran
también que no estaba bien que ella no acompañase a su esposo en
sus viajes.
Devon se mordió la lengua para no explicarle que ella y John
habían hecho un pacto. Le había prometido que iría con él después
del Derby de Kentucky.
Con delicadeza, Victoria Alexander cambió de tema mientras
avanzaba por el blanco suelo de azulejos de la enorme cocina,
sosteniendo delicadamente la falda de su vestido gris de seda en
una mano.
–¿Crees que John ha adivinado que eso no va a ser una mera
cena familiar?
–No estoy segura. Esta tarde ha querido sacarme más
información -dijo Devon-, pero no lo ha
conseguido.
–Nunca habíamos hecho nada así anteriormente. Seguro que cree
que no es habitual en nosotros.
Devon reprimió una risita. En realidad, los Alexander no
tenían costumbre de hacer una fiesta sorpresa para el cumpleaños de
John. Sus entretenimientos consistían en cenas para no más de 12
personas, cócteles a las siete de la tarde, la cena a las ocho y
siempre estaban en casa antes de las 11 de la
noche.
Incluso el menú de cumpleaños de John era distinto de lo que
se solía servir en casa de los Alexander. ¡Bien!, se dijo Devon,
Victoria me ha preguntado cuáles son los platos favoritos de
John.
Devon pensó que era extraño que una madre pudiera hacer
semejante pregunta, algo que demostraba la distancia que había
entre los Alexander y su hijo. Estaba claro que los padres de John
le amaban, pero se sentían muy alejados de su vida y no sabían cómo
comunicarse con él. Desde que John tenía 12 años, cuando le
enviaron a la escuela, sólo había vivido con ellos durante las
vacaciones. Esto hacía que sus padres le trataran como a un
pariente querido, pero distante.
Devon supervisó la langosta a la crema de brandy, la pierna
de cordero y el salmón. Nunca había visto que se sirvieran estos
platos en casa de los Alexander. Sus cenas consistían
invariablemente en carne o jamón de Virginia. Devon se sentía
emocionada por el esfuerzo que había hecho su suegra para este
cumpleaños.
–Estoy absolutamente segura de que a John le va a encantar
-dijo Devon con una sonrisa.
Victoria la miró y encontró una mirada de franco afecto en
los ojos de Devon. Por unos segundos, ofreció a su nuera una débil
sonrisa que parecía agradecer que la hubiese ayudado a complacer a
su hijo. Pero la mirada vulnerable se desvaneció enseguida, ya que
Victoria había aprendido a ocultar sus
debilidades.
–¿Qué razón le has dado a John para que os encontraseis aquí
en lugar de que llegaras con él? – preguntó Victoria, indicando con
un gesto que había llegado el momento de abandonar la
cocina.
El mayordomo les abrió las puertas y las acompañó a través de
la curvada escalera hasta el salón del tercer
piso.
–Le he dicho que iba a tomar un aperitivo con Sydney. ¿Sabe
que se va a París pasado mañana? – Ante un gesto de asentimiento de
Victoria, Devon continuó-: Como es mi mejor amiga, John sabía que
quería verla antes de que se marchara.
–¡Qué lástima que sólo te quedes una semana, querida! ¡Nos
preguntan tanto por ti! – dijo Victoria, de nuevo sin indicio de
reprimenda.
Esta vez, Devon se sintió obligada a dar
explicaciones.
–Le he prometido a John que estaría con él este verano,
después del Derby de Kentucky; por supuesto, es muy duro estar
separados tan a menudo.
Victoria no contestó, como era su costumbre. A Devon le
pareció que el sonido de su falda al subir por las escaleras era
demasiado fuerte. Pero también a ella la habían enseñado a mantener
una aparente calma, así que se sobrepuso al silencio sin mostrarse
incómoda.
Las dos mujeres se detuvieron ante las puertas dobles que
separaban una de las dos entradas al salón y esperaron a que el
mayordomo las abriera.
–Gracias, Parker-dijo la señora Alexander mientras entraban
en el salón vacío, pero lleno de sillas colocadas en fila contra
las tres paredes y en el que había también cuatro largas mesas
cubiertas de blanco lino. En las esquinas de las mesas habían
dispuesto candelabros. El suelo, de madera de roble, brillaba como
un espejo, reflejando la luminosidad de las lámparas del salón. Se
había adornado la estancia con jazmines, lo que daba al ambiente
una fragancia especial.
–¡Es absolutamente espléndido! – dijo Devon oliendo el
aroma.
Victoria se dirigió a ella con una alegría que daba un tono
rosado a sus pálidas mejillas.
–¿Crees que le gustará? De forma impulsiva, Devon cogió a su
suegra de la mano y se la apretó suavemente.
–¡Por supuesto que sí! – Soltó la mano enseguida, no segura
de que a Victoria le gustara ese contacto. Nunca se habían tocado,
salvo para darse corteses besos de saludo. Pero Devon sabía que
esto no tenía nada que ver con ella; los Alexander nunca se
tocaban.
En esta ocasión, sin embargo, Devon se sorprendió al sentir
que Victoria le tendía su mano y la apretaba.
–Gracias -dijo suavemente, aunque Devon no sabía a qué se
debía tanto agradecimiento.
–¡Ah!, Victoria, estás aquí. – La profunda voz del padre de
John resonó en el enorme salón. Las dos mujeres se dieron media
vuelta y avanzaron hacia el hombre maduro de cabello gris, un
hombre tan atractivo como John, pero sin su carismática
sensualidad-. ¿No deberían llegar ya los invitados? – preguntó,
sacando un delicado reloj de oro del bolsillo de su
chaleco.
–Creo que sí -dijo la señora Alexander-. Espero que a John no
se le ocurra llegar antes de que los invitados estén aquí, porque
arruinaría la sorpresa.
Nada más decir esto, sonaron las campanas de la entrada y los
tres Alexander se dirigieron a la galería, al final de la escalera
que daba a la puerta principal. Allí esperarían a sus invitados.
Parker se había colocado en la entrada para poder indicar al
personal y a los invitados hacia dónde debían dirigirse. Tres
miembros del personal estaban dispuestos a recoger las suntuosas
pieles de las damas y las americanas de los
hombres.
Los sirvientes, vestidos de blanco y negro, debían circular
por entre los invitados con bandejas de entremeses fríos y champán.
Los aperitivos calientes previos a la cena se servirían en el
salón. Estaban destinados a que ningún invitado sufriera un desmayo
antes de que se sirviese la cena, a medianoche.
Devon y sus suegros saludaron a los invitados. Muchos eran
jóvenes, por lo que Devon supuso que eran amigos de John, aunque no
los conocía.
Se sintió aliviada cuando vio las caras familiares de Sydney
y Bart.
–¿Quiénes son todos ésos? – preguntó Devon a sus
amigos.
–Los amigos de tu marido -respondió Sydney con cierta
sorna.
Incluso Sydney, la moderna Sydney, criticaba que estuviese
separada de John.
–Gracias por tu ayuda, querida -dijo Victoria a la amiga de
Devon. Devon se dio cuenta de que había sido Sydney la que había
realizado la lista de invitados, puesto que ella no conocía a la
mayoría de las personas.
De pronto, Devon vio una cara que le resultaba familiar, la
de una rubia acompañada de un distinguido
caballero.
–Horace, ¿cómo estás? – dijo el padre de John estrechando
afectuosamente la mano del caballero. Devon pensó que éste era un
invitado de los Alexander. Cuando el hombre se dirigió a ella,
Devon pudo contemplar a la joven. Era Bebe Henley.
El caballero se dirigió a continuación a
Devon.
–Soy Horace Henley, querida. Es un placer volver a verte.
Eras una niña la última vez que te vi con tus
padres.
Rápidamente, Devon centro su atención en él. Era un hombre
alto, con cabello rubio que se estaba volviendo gris. En su
estatura y buena complexión, Devon podía ver la semejanza con su
hija.
Había llegado el turno de Bebe. Devon se dio cuenta de por
qué había tardado tanto en reconocerla. Llevaba el largo cabello
rubio recogido en la nuca con una hebilla de diamantes. El peinado
la hacía parecer más mayor, aunque más elegante. El suntuoso
peinado contrastaba con su sencillo vestido de seda color marfil,
de manga larga y totalmente recto. Devon pensó que Bebe Henley se
controlaba bastante más cuando su padre estaba
presente.
–¿Cómo está, señora Alexander? – La voz de Bebe Henley sonó
fuerte. La pregunta era socialmente correcta, pero sus ojos eran
desafiantes, como si dijeran que sabía que odiaba su presencia
allí, pero también que no podía impedirla de ningún
modo.
Devon se negó a dejarse llevar por su mirada y la saludó como
a los demás invitados.
–Le agradezco que haya venido -respondió con voz fría,
esperando que transcurrieran varios segundos para poder abordar al
siguiente invitado. No daría a Bebe ninguna satisfacción, puesto
que esto pondría en evidencia que conseguía
alterarla.
–¡Marion! – exclamó Devon sorprendida a los pocos minutos,
cuando reconoció a la anfitriona de la Cuesta Encantada-. Creí que
no ibais a poder venir.
–¿Cómo puedes haber pensado que nos íbamos a perder la fiesta
sorpresa de John? – dijo Marion abriendo sus brillantes ojos
azules.
–¡Qué amables sois! – contestó Devon abrazando a su
amiga.
Cuando parecía que ya todos los invitados habían llegado,
Parker fue a advertirle al señor Alexander que John no tardaría en
aparecer. Devon pidió a Sydney y a Bart que la ayudaran a dirigir a
los invitados al salón principal. Cuando estuvieron dentro, Parker
cerró las puertas dobles para que John no advirtiera la presencia
de las 200 personas.
Devon bajó las escaleras hacia la entrada de mármol blanco
para esperar a su marido. Como siempre que Devon esperaba a su
esposo, sintió una excitación en su corazón. Se preguntaba si todas
sus amigas sentían lo mismo por sus maridos o si ese sentimiento
era debido a las largas separaciones que eran tema de tantas
críticas.
–Señora, el señor Alexander ha llegado -dijo Parker con voz
áspera. La corrección de Parker hacía que Devon se sintiera tentada
a veces a hacer cosas no del todo correctas.
–Yo abriré la puerta, Parker -dijo Devon. Pensó con sonrisa
maliciosa que, nada más abrir, delante del mayordomo, se lanzaría a
besar a su marido.
Corriendo hacia la puerta, la abrió, y la brisa nocturna
levantó su vestido hasta las rodillas.
–¡Qué hermosa visión! – exclamó su marido.
Devon pasó los brazos desnudos alrededor de su cuello y le
besó. John la besó hasta que un movimiento en el rabillo de su ojo
le alertó de la presencia de Parker. Suavemente, se quitó a Devon
de encima, entró y cerró la puerta. Parker fue a recoger su
americana y su sombrero.
–Bien, ¿estás listo para una deliciosa cena de cumpleaños? –
preguntó Devon.
–Déjame adivinar -murmuró-: carne, budín de Yorkshire y, de
postre, crema inglesa.
–No has andado lejos -dijo Devon riéndose-. Casi lo has
adivinado.
–Por lo menos, podré gozar de un buen vino blanco -dijo John
con una sonrisa de resignación.
–Compórtate. Tus padres quieren que te diviertas esta
noche.
–¿A quién han invitado?
–A ver…, están los Whitney, el señor Stanhope-Carruthers,
Sydney y Bart…
–De momento está bien.
–Están Helen y Mark Carrington…
–Bien.
–Y… -Habían llegado ya a la puerta doble que daba al salón.
Parker la abrió con su expresión habitual.
–¿Por qué no han encendido la luz…? – empezó a decir John,
pero, antes de que pudiera continuar, oyó el grito de una
multitud.
–¡Sorpresa!
John se giró hacia Devon con una mirada sorprendida en su
rostro, mientras sus amigos le rodeaban para desearle un feliz
cumpleaños. Luego, los invitados abandonaron la sala para dejar a
John con sus padres.
Al modo peculiar de los Alexander, el padre de John estrechó
cálidamente las manos de su hijo y le dijo:
–Felicidades.
Su madre, con su habitual sonrisa, le dijo:
–Feliz cumpleaños, querido. – Y le dio un beso cortés en la
mejilla.
Devon miraba a sus suegros y a John. Pensó que era extraño
que Victoria le hubiese demostrado a ella mucha más emoción que la
que le estaba demostrando ahora a su hijo.
–Gracias, mamá, papá -dijo con el tono formal con el que
solía dirigirse a sus padres.
Ellos se retiraron humildemente, permitiendo que volvieran
sus amigos. Las mujeres le rodeaban, besándole por turnos. De
pronto, de la multitud surgió Bebe Henley, que se plantó
directamente frente a John. Le atrajo hacia ella y le besó en los
labios; su beso duró más que los demás.
–Cómo me alegra verte de nuevo, John -murmuró con una
familiaridad que los que los rodeaban no dejaron de
observar.
John dirigió una mirada de preocupación a Devon y luego
contestó con el mismo tono formal que había empleado con sus
padres:
–Gracias por haber venido.
Devon presenció el corto diálogo sin cambiar de expresión. No
iba a permitir que esa mujer creara problemas entre ella y su
marido, y arruinara la velada. No iba a permitir que su imaginación
la pusiera furiosa.
Se dijo a sí misma que, después de todo, confiaba totalmente
en John.
Al amanecer, después de que Devon y John hubieran bailado
toda la noche, después de que hubieran abierto la multitud de
regalos, después de que hubieran hecho el amor, todos los celos o
preocupaciones habían desaparecido completamente en la mente de
Devon.
Mientras John acariciaba el brazo de Devon, que yacía sobre
las sábanas de lino y tenía la cabeza apoyada en su pecho desnudo,
la pareja disfrutaba de unos momentos de armonía, calma y amor
dignos de un matrimonio felizmente casado.
–Me alegra que seas mi mujer -dijo John a Devon dándole un
largo beso.
–Me lo has demostrado esta noche…, quiero decir, esta
madrugada -dijo Devon con una sonrisa. Se dio la vuelta para
estirarse sobre su marido, sus pechos presionados contra su amplio
torso. Metió las piernas entre las suyas y apoyó la cabeza en su
hombro.
–Entonces, descarada, debes de estar contenta, pero que muy
contenta, de que yo sea tu marido -dijo burlonamente, haciendo
correr los dedos por sus muslos.
–Te he echado muchísimo de menos estas últimas semanas
-murmuró Devon.
John se giró para que Devon quedara debajo de él. Alzó los
brazos de su mujer por encima de su cabeza, los mantuvo allí y, a
continuación, acarició sus pechos con la lengua. Devon se arqueaba
a causa del placer que esto le producía. Debido a su relación
anterior, sentía humedad entre las piernas, de modo que no
necesitaba demasiado juego para estar lista para él. Volvió a
empujarle para recuperar su posición encima de él. Después, pasó
sus piernas por encima de su cuerpo. Movió las caderas hacia
delante y hacia atrás, introduciéndole dentro de ella. Él alcanzó
sus pechos y acarició sus pezones suavemente. Agarró su cintura con
las manos y se movió dentro de ella más rápidamente. Devon inclinó
la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, concentrándose en la
sensualidad del momento de hacer el amor. De pronto, alteró su
ritmo y cayó sobre él, controlando la duración y la presión de su
penetración. La humedad dentro de ella caía sobre él mientras se
apretaba a él para sentir el clímax. Se sintió sacudida por una
concatenación de espasmos que la hicieron derrumbarse sobre el
torso de John con un salvaje temblor que hizo vibrar todo su
cuerpo.
Se despertaron algunas horas después; ninguno de los dos
tenía energía suficiente para salir de la cama. Devon se sonrió a
sí misma pensando en su apasionada relación a la luz del amanecer.
Era tremendamente decadente haber hecho el amor en casa de sus
suegros estando un poco ebrios, salvajemente desinhibidos. Y justo
en el momento en que los Alexander solían
levantarse.
Era también la hora a la que ella se levantaba para ir a los
establos. Pero a John le gustaba dormir hasta las ocho y media, por
lo que no llegaba a su oficina hasta las diez. Era una lechuza
nocturna, al contrario que Devon. Cerró los ojos ante la
luminosidad que entraba por las ventanas. Apoyó la cabeza en el
pecho de John y le preguntó:
–¿Te sorprendió la fiesta? Dime la verdad.
–¿La verdad? – John hizo una pausa-. Bueno…, sí,
bastante.
–¿Bastante?
–Me sorprendió que mis padres la organizaran, pero sospechaba
que se iba a hacer algo.
–¿Quién nos delató? – preguntó Devon en un tono de furia
burlona, levantándose para ver la expresión en la cara de
John.
–Creo que no me acuerdo…
–¿Quién? – insistió Devon.
–Alguien en una cena, la semana pasada.
–¿Qué te dijeron?
–Sólo que hasta la semana que viene.
–¿Y por qué sospechaste de esa frase?
–Fue Bebe Henley -dijo John sin darle importancia-, y yo, por
supuesto, sabía que no tenía ninguna cita en mi agenda a la que
ella también pudiera asistir. – John no era buen mentiroso.
Diciéndole a Devon la verdad, le demostraba que no tenía nada que
esconder.
Hubo un momento de silencio durante el cual John esperaba que
Devon contestara con odio. Sabía que su mujer despreciaba a Bebe, y
saber que ésta había sido la que había revelado el secreto
probablemente la pusiera furiosa.
En vez de eso, Devon se limitó a responder:
–¡Ah!, bueno, por lo menos te sorprendió un poco. – Cerró los
ojos para que John no pudiera leer su mirada. Se negaba, se negaba
completamente a permitir que John pensara que se sentía celosa. Se
alegraba de que él hubiese dicho la verdad, en vez de mentirle para
no mencionar el nombre de Bebe. Dejaría que el asunto pasara sin
hacer más comentarios.
Pero, con un instinto realmente femenino, supo sin sombra
alguna de duda que Bebe Henley tenía intención de crearle
problemas. O cuando menos intentarlo.