Capítulo 21


Parecía que millones de tintineantes luces brillaban desde las ventanas de estilo Palladio de la gran mansión que los Alexander tenían en la Quinta Avenida. Aunque había nevado hacía sólo dos semanas, el aire era cálido, haciendo recordar a los visitantes que pronto iba a llegar la primavera.


–¿No es una tarde perfecta? – dijo Devon a su suegra, que estaba inspeccionando cuidadosamente las fuentes que iba a servir esa noche en el gran buffet.

–Hemos tenido suerte -dijo la señora Alexander sonriendo a su nuera-. Pero, para John, el regalo más importante es tu presencia aquí.

Devon, sintiéndose culpable, miró hacia otro lado. La serena voz de su suegra no evidenciaba crítica alguna, tampoco su expresión, pero la propia incomodidad de Devon con respecto a este tema la llevó a pensar que las palabras de su suegra habían sido una crítica amable. Devon se arregló su vestido Sciaparelli color carmesí. A veces, la absoluta serenidad de Victoria Alexander la ponía nerviosa. Era difícil saber qué se escondía detrás de esa dulce expresión. Siempre había demostrado mucha amabilidad hacia Devon, y ésta sabía que los Alexander se sentían complacidos con la elección de su hijo. Pero últimamente parecía que ellos pensaran también que no estaba bien que ella no acompañase a su esposo en sus viajes.

Devon se mordió la lengua para no explicarle que ella y John habían hecho un pacto. Le había prometido que iría con él después del Derby de Kentucky.

Con delicadeza, Victoria Alexander cambió de tema mientras avanzaba por el blanco suelo de azulejos de la enorme cocina, sosteniendo delicadamente la falda de su vestido gris de seda en una mano.

–¿Crees que John ha adivinado que eso no va a ser una mera cena familiar?

–No estoy segura. Esta tarde ha querido sacarme más información -dijo Devon-, pero no lo ha conseguido.

–Nunca habíamos hecho nada así anteriormente. Seguro que cree que no es habitual en nosotros.

Devon reprimió una risita. En realidad, los Alexander no tenían costumbre de hacer una fiesta sorpresa para el cumpleaños de John. Sus entretenimientos consistían en cenas para no más de 12 personas, cócteles a las siete de la tarde, la cena a las ocho y siempre estaban en casa antes de las 11 de la noche.

Incluso el menú de cumpleaños de John era distinto de lo que se solía servir en casa de los Alexander. ¡Bien!, se dijo Devon, Victoria me ha preguntado cuáles son los platos favoritos de John.

Devon pensó que era extraño que una madre pudiera hacer semejante pregunta, algo que demostraba la distancia que había entre los Alexander y su hijo. Estaba claro que los padres de John le amaban, pero se sentían muy alejados de su vida y no sabían cómo comunicarse con él. Desde que John tenía 12 años, cuando le enviaron a la escuela, sólo había vivido con ellos durante las vacaciones. Esto hacía que sus padres le trataran como a un pariente querido, pero distante.

Devon supervisó la langosta a la crema de brandy, la pierna de cordero y el salmón. Nunca había visto que se sirvieran estos platos en casa de los Alexander. Sus cenas consistían invariablemente en carne o jamón de Virginia. Devon se sentía emocionada por el esfuerzo que había hecho su suegra para este cumpleaños.

–Estoy absolutamente segura de que a John le va a encantar -dijo Devon con una sonrisa.

Victoria la miró y encontró una mirada de franco afecto en los ojos de Devon. Por unos segundos, ofreció a su nuera una débil sonrisa que parecía agradecer que la hubiese ayudado a complacer a su hijo. Pero la mirada vulnerable se desvaneció enseguida, ya que Victoria había aprendido a ocultar sus debilidades.

–¿Qué razón le has dado a John para que os encontraseis aquí en lugar de que llegaras con él? – preguntó Victoria, indicando con un gesto que había llegado el momento de abandonar la cocina.

El mayordomo les abrió las puertas y las acompañó a través de la curvada escalera hasta el salón del tercer piso.

–Le he dicho que iba a tomar un aperitivo con Sydney. ¿Sabe que se va a París pasado mañana? – Ante un gesto de asentimiento de Victoria, Devon continuó-: Como es mi mejor amiga, John sabía que quería verla antes de que se marchara.

–¡Qué lástima que sólo te quedes una semana, querida! ¡Nos preguntan tanto por ti! – dijo Victoria, de nuevo sin indicio de reprimenda.

Esta vez, Devon se sintió obligada a dar explicaciones.

–Le he prometido a John que estaría con él este verano, después del Derby de Kentucky; por supuesto, es muy duro estar separados tan a menudo.

Victoria no contestó, como era su costumbre. A Devon le pareció que el sonido de su falda al subir por las escaleras era demasiado fuerte. Pero también a ella la habían enseñado a mantener una aparente calma, así que se sobrepuso al silencio sin mostrarse incómoda.

Las dos mujeres se detuvieron ante las puertas dobles que separaban una de las dos entradas al salón y esperaron a que el mayordomo las abriera.

–Gracias, Parker-dijo la señora Alexander mientras entraban en el salón vacío, pero lleno de sillas colocadas en fila contra las tres paredes y en el que había también cuatro largas mesas cubiertas de blanco lino. En las esquinas de las mesas habían dispuesto candelabros. El suelo, de madera de roble, brillaba como un espejo, reflejando la luminosidad de las lámparas del salón. Se había adornado la estancia con jazmines, lo que daba al ambiente una fragancia especial.

–¡Es absolutamente espléndido! – dijo Devon oliendo el aroma.

Victoria se dirigió a ella con una alegría que daba un tono rosado a sus pálidas mejillas.

–¿Crees que le gustará? De forma impulsiva, Devon cogió a su suegra de la mano y se la apretó suavemente.

–¡Por supuesto que sí! – Soltó la mano enseguida, no segura de que a Victoria le gustara ese contacto. Nunca se habían tocado, salvo para darse corteses besos de saludo. Pero Devon sabía que esto no tenía nada que ver con ella; los Alexander nunca se tocaban.

En esta ocasión, sin embargo, Devon se sorprendió al sentir que Victoria le tendía su mano y la apretaba.

–Gracias -dijo suavemente, aunque Devon no sabía a qué se debía tanto agradecimiento.

–¡Ah!, Victoria, estás aquí. – La profunda voz del padre de John resonó en el enorme salón. Las dos mujeres se dieron media vuelta y avanzaron hacia el hombre maduro de cabello gris, un hombre tan atractivo como John, pero sin su carismática sensualidad-. ¿No deberían llegar ya los invitados? – preguntó, sacando un delicado reloj de oro del bolsillo de su chaleco.

–Creo que sí -dijo la señora Alexander-. Espero que a John no se le ocurra llegar antes de que los invitados estén aquí, porque arruinaría la sorpresa.

Nada más decir esto, sonaron las campanas de la entrada y los tres Alexander se dirigieron a la galería, al final de la escalera que daba a la puerta principal. Allí esperarían a sus invitados. Parker se había colocado en la entrada para poder indicar al personal y a los invitados hacia dónde debían dirigirse. Tres miembros del personal estaban dispuestos a recoger las suntuosas pieles de las damas y las americanas de los hombres.

Los sirvientes, vestidos de blanco y negro, debían circular por entre los invitados con bandejas de entremeses fríos y champán. Los aperitivos calientes previos a la cena se servirían en el salón. Estaban destinados a que ningún invitado sufriera un desmayo antes de que se sirviese la cena, a medianoche.

Devon y sus suegros saludaron a los invitados. Muchos eran jóvenes, por lo que Devon supuso que eran amigos de John, aunque no los conocía.

Se sintió aliviada cuando vio las caras familiares de Sydney y Bart.

–¿Quiénes son todos ésos? – preguntó Devon a sus amigos.

–Los amigos de tu marido -respondió Sydney con cierta sorna.

Incluso Sydney, la moderna Sydney, criticaba que estuviese separada de John.

–Gracias por tu ayuda, querida -dijo Victoria a la amiga de Devon. Devon se dio cuenta de que había sido Sydney la que había realizado la lista de invitados, puesto que ella no conocía a la mayoría de las personas.

De pronto, Devon vio una cara que le resultaba familiar, la de una rubia acompañada de un distinguido caballero.

–Horace, ¿cómo estás? – dijo el padre de John estrechando afectuosamente la mano del caballero. Devon pensó que éste era un invitado de los Alexander. Cuando el hombre se dirigió a ella, Devon pudo contemplar a la joven. Era Bebe Henley.

El caballero se dirigió a continuación a Devon.

–Soy Horace Henley, querida. Es un placer volver a verte. Eras una niña la última vez que te vi con tus padres.

Rápidamente, Devon centro su atención en él. Era un hombre alto, con cabello rubio que se estaba volviendo gris. En su estatura y buena complexión, Devon podía ver la semejanza con su hija.

Había llegado el turno de Bebe. Devon se dio cuenta de por qué había tardado tanto en reconocerla. Llevaba el largo cabello rubio recogido en la nuca con una hebilla de diamantes. El peinado la hacía parecer más mayor, aunque más elegante. El suntuoso peinado contrastaba con su sencillo vestido de seda color marfil, de manga larga y totalmente recto. Devon pensó que Bebe Henley se controlaba bastante más cuando su padre estaba presente.

–¿Cómo está, señora Alexander? – La voz de Bebe Henley sonó fuerte. La pregunta era socialmente correcta, pero sus ojos eran desafiantes, como si dijeran que sabía que odiaba su presencia allí, pero también que no podía impedirla de ningún modo.

Devon se negó a dejarse llevar por su mirada y la saludó como a los demás invitados.

–Le agradezco que haya venido -respondió con voz fría, esperando que transcurrieran varios segundos para poder abordar al siguiente invitado. No daría a Bebe ninguna satisfacción, puesto que esto pondría en evidencia que conseguía alterarla.

–¡Marion! – exclamó Devon sorprendida a los pocos minutos, cuando reconoció a la anfitriona de la Cuesta Encantada-. Creí que no ibais a poder venir.

–¿Cómo puedes haber pensado que nos íbamos a perder la fiesta sorpresa de John? – dijo Marion abriendo sus brillantes ojos azules.

–¡Qué amables sois! – contestó Devon abrazando a su amiga.

Cuando parecía que ya todos los invitados habían llegado, Parker fue a advertirle al señor Alexander que John no tardaría en aparecer. Devon pidió a Sydney y a Bart que la ayudaran a dirigir a los invitados al salón principal. Cuando estuvieron dentro, Parker cerró las puertas dobles para que John no advirtiera la presencia de las 200 personas.

Devon bajó las escaleras hacia la entrada de mármol blanco para esperar a su marido. Como siempre que Devon esperaba a su esposo, sintió una excitación en su corazón. Se preguntaba si todas sus amigas sentían lo mismo por sus maridos o si ese sentimiento era debido a las largas separaciones que eran tema de tantas críticas.

–Señora, el señor Alexander ha llegado -dijo Parker con voz áspera. La corrección de Parker hacía que Devon se sintiera tentada a veces a hacer cosas no del todo correctas.

–Yo abriré la puerta, Parker -dijo Devon. Pensó con sonrisa maliciosa que, nada más abrir, delante del mayordomo, se lanzaría a besar a su marido.

Corriendo hacia la puerta, la abrió, y la brisa nocturna levantó su vestido hasta las rodillas.

–¡Qué hermosa visión! – exclamó su marido.

Devon pasó los brazos desnudos alrededor de su cuello y le besó. John la besó hasta que un movimiento en el rabillo de su ojo le alertó de la presencia de Parker. Suavemente, se quitó a Devon de encima, entró y cerró la puerta. Parker fue a recoger su americana y su sombrero.

–Bien, ¿estás listo para una deliciosa cena de cumpleaños? – preguntó Devon.

–Déjame adivinar -murmuró-: carne, budín de Yorkshire y, de postre, crema inglesa.

–No has andado lejos -dijo Devon riéndose-. Casi lo has adivinado.

–Por lo menos, podré gozar de un buen vino blanco -dijo John con una sonrisa de resignación.

–Compórtate. Tus padres quieren que te diviertas esta noche.

–¿A quién han invitado?

–A ver…, están los Whitney, el señor Stanhope-Carruthers, Sydney y Bart…

–De momento está bien.

–Están Helen y Mark Carrington…

–Bien.

–Y… -Habían llegado ya a la puerta doble que daba al salón. Parker la abrió con su expresión habitual.

–¿Por qué no han encendido la luz…? – empezó a decir John, pero, antes de que pudiera continuar, oyó el grito de una multitud.

–¡Sorpresa!

John se giró hacia Devon con una mirada sorprendida en su rostro, mientras sus amigos le rodeaban para desearle un feliz cumpleaños. Luego, los invitados abandonaron la sala para dejar a John con sus padres.

Al modo peculiar de los Alexander, el padre de John estrechó cálidamente las manos de su hijo y le dijo:

–Felicidades.

Su madre, con su habitual sonrisa, le dijo:

–Feliz cumpleaños, querido. – Y le dio un beso cortés en la mejilla.

Devon miraba a sus suegros y a John. Pensó que era extraño que Victoria le hubiese demostrado a ella mucha más emoción que la que le estaba demostrando ahora a su hijo.

–Gracias, mamá, papá -dijo con el tono formal con el que solía dirigirse a sus padres.

Ellos se retiraron humildemente, permitiendo que volvieran sus amigos. Las mujeres le rodeaban, besándole por turnos. De pronto, de la multitud surgió Bebe Henley, que se plantó directamente frente a John. Le atrajo hacia ella y le besó en los labios; su beso duró más que los demás.

–Cómo me alegra verte de nuevo, John -murmuró con una familiaridad que los que los rodeaban no dejaron de observar.

John dirigió una mirada de preocupación a Devon y luego contestó con el mismo tono formal que había empleado con sus padres:

–Gracias por haber venido.

Devon presenció el corto diálogo sin cambiar de expresión. No iba a permitir que esa mujer creara problemas entre ella y su marido, y arruinara la velada. No iba a permitir que su imaginación la pusiera furiosa.

Se dijo a sí misma que, después de todo, confiaba totalmente en John.


Al amanecer, después de que Devon y John hubieran bailado toda la noche, después de que hubieran abierto la multitud de regalos, después de que hubieran hecho el amor, todos los celos o preocupaciones habían desaparecido completamente en la mente de Devon.

Mientras John acariciaba el brazo de Devon, que yacía sobre las sábanas de lino y tenía la cabeza apoyada en su pecho desnudo, la pareja disfrutaba de unos momentos de armonía, calma y amor dignos de un matrimonio felizmente casado.

–Me alegra que seas mi mujer -dijo John a Devon dándole un largo beso.

–Me lo has demostrado esta noche…, quiero decir, esta madrugada -dijo Devon con una sonrisa. Se dio la vuelta para estirarse sobre su marido, sus pechos presionados contra su amplio torso. Metió las piernas entre las suyas y apoyó la cabeza en su hombro.

–Entonces, descarada, debes de estar contenta, pero que muy contenta, de que yo sea tu marido -dijo burlonamente, haciendo correr los dedos por sus muslos.

–Te he echado muchísimo de menos estas últimas semanas -murmuró Devon.

John se giró para que Devon quedara debajo de él. Alzó los brazos de su mujer por encima de su cabeza, los mantuvo allí y, a continuación, acarició sus pechos con la lengua. Devon se arqueaba a causa del placer que esto le producía. Debido a su relación anterior, sentía humedad entre las piernas, de modo que no necesitaba demasiado juego para estar lista para él. Volvió a empujarle para recuperar su posición encima de él. Después, pasó sus piernas por encima de su cuerpo. Movió las caderas hacia delante y hacia atrás, introduciéndole dentro de ella. Él alcanzó sus pechos y acarició sus pezones suavemente. Agarró su cintura con las manos y se movió dentro de ella más rápidamente. Devon inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, concentrándose en la sensualidad del momento de hacer el amor. De pronto, alteró su ritmo y cayó sobre él, controlando la duración y la presión de su penetración. La humedad dentro de ella caía sobre él mientras se apretaba a él para sentir el clímax. Se sintió sacudida por una concatenación de espasmos que la hicieron derrumbarse sobre el torso de John con un salvaje temblor que hizo vibrar todo su cuerpo.


Se despertaron algunas horas después; ninguno de los dos tenía energía suficiente para salir de la cama. Devon se sonrió a sí misma pensando en su apasionada relación a la luz del amanecer. Era tremendamente decadente haber hecho el amor en casa de sus suegros estando un poco ebrios, salvajemente desinhibidos. Y justo en el momento en que los Alexander solían levantarse.

Era también la hora a la que ella se levantaba para ir a los establos. Pero a John le gustaba dormir hasta las ocho y media, por lo que no llegaba a su oficina hasta las diez. Era una lechuza nocturna, al contrario que Devon. Cerró los ojos ante la luminosidad que entraba por las ventanas. Apoyó la cabeza en el pecho de John y le preguntó:

–¿Te sorprendió la fiesta? Dime la verdad.

–¿La verdad? – John hizo una pausa-. Bueno…, sí, bastante.

–¿Bastante?

–Me sorprendió que mis padres la organizaran, pero sospechaba que se iba a hacer algo.

–¿Quién nos delató? – preguntó Devon en un tono de furia burlona, levantándose para ver la expresión en la cara de John.

–Creo que no me acuerdo…

–¿Quién? – insistió Devon.

–Alguien en una cena, la semana pasada.

–¿Qué te dijeron?

–Sólo que hasta la semana que viene.

–¿Y por qué sospechaste de esa frase?

–Fue Bebe Henley -dijo John sin darle importancia-, y yo, por supuesto, sabía que no tenía ninguna cita en mi agenda a la que ella también pudiera asistir. – John no era buen mentiroso. Diciéndole a Devon la verdad, le demostraba que no tenía nada que esconder.

Hubo un momento de silencio durante el cual John esperaba que Devon contestara con odio. Sabía que su mujer despreciaba a Bebe, y saber que ésta había sido la que había revelado el secreto probablemente la pusiera furiosa.

En vez de eso, Devon se limitó a responder:

–¡Ah!, bueno, por lo menos te sorprendió un poco. – Cerró los ojos para que John no pudiera leer su mirada. Se negaba, se negaba completamente a permitir que John pensara que se sentía celosa. Se alegraba de que él hubiese dicho la verdad, en vez de mentirle para no mencionar el nombre de Bebe. Dejaría que el asunto pasara sin hacer más comentarios.

Pero, con un instinto realmente femenino, supo sin sombra alguna de duda que Bebe Henley tenía intención de crearle problemas. O cuando menos intentarlo.