–¡Es fantástico! – dijo Jesse por encima del hombro-.
¡Enhorabuena! ¿Cómo la has convencido?
–Como te dije. Tío John lo consiguió.
–¡Malcriada! – dijo Jesse bromeando.
Cuando llegaron al claro, bajó del caballo y lo ató a un
árbol. Francesca hizo lo mismo, cogiendo la comida de la bolsa
colocada en la silla.
–¿Nadamos primero? – preguntó Francesca.
Jesse recordó la incomodidad que había sentido el fin de
semana anterior y el rubor tiñó sus mejillas color
café.
–Claro, me he puesto un bañador. Mamá me lo regaló para mi
cumpleaños -dijo como de pasada.
No quería confesar que se sentía más expuesto sentado frente
a ella con la ropa mojada que con un bañador. No podía explicar por
qué exactamente, pero parecía más… prudente… utilizar el bañador.
Se sentía más seguro, bajo control.
Francesca se sintió confusa.
–¿No quieres que se te moje la ropa? –
preguntó.
–Algo así.
–Se seca enseguida; ése nunca ha sido un problema. Tal vez
también yo debería utilizar bañador.
–Tal vez. – Jesse se encogió de hombros, sin mirarla,
mientras extendía el mantel en el suelo.
–¿Te vas a poner la ropa seca cuando salgas? – preguntó
Francesca.
–¡Frankie, no lo sé! – dijo Jesse irritado- No tengo ningún
plan. Tan sólo he decidido utilizar un regalo que me hizo mi
madre.
–¡Está bien, está bien! No te enfades -dijo Francesca,
devolviendo a Jesse la mirada de irritación-. Quizá ni siquiera me
baño.
–Pues no te bañes. – Jesse se encogió de hombros como si le
diera igual. Se giró y avanzó hasta la orilla del arroyo. Francesca
le siguió.
–¿Está fría? – preguntó.
Francesca se inclinó sobre el agua y metió la mano en ella.
De pronto, Jesse sintió el impulso de empujarla. Se alejó del borde
y se acercó a ella. Francesca se dio la vuelta rápidamente con los
ojos muy abiertos.
–¡Jesse, ni se te ocurra! – gritó mientras él le daba un
empujón suficientemente fuerte para tirarla al agua helada del
arroyo.
–¡Oh! – gritó al sacar la cabeza del agua, riendo y abriendo
la boca para tomar aire- ¡Está congelada! – Agitó la mano sobre la
superficie del agua intentando salpicar a Jesse.
De pronto, la tensión entre ellos se disolvió. Jesse saltó al
agua de golpe. Empezaron a pelear en el agua, dos adolescentes
riendo furiosamente mientras se salpicaban.
Transcurridos unos 15 minutos, Francesca
dijo:
–Tengo mucho frío. Voy a salir.
–Sí, yo también.
Francesca salió del arroyo. El agua que chorreaba de su
cuerpo enfangaba la orilla. Jesse la siguió.
–He traído toallas -dijo, corriendo hacia su
caballo.
–¿En serio? – preguntó Francesca-. Sí que has venido
preparado.
–Bueno, tú siempre traes la comida.
Jesse cogió dos toallas de su bolsa y se acercó a Francesca.
Ella estaba aún de pie junto a la orilla del arroyo. La ropa se
pegaba a su cuerpo, pero era tan gruesa que no mostraba nada que no
mostrase también estando seca. Francesca llevaba una camiseta de
algodón sin mangas debajo de la blusa de algodón. Su atuendo era
recatado, más recatado que un traje de baño. Jesse se sintió
aliviado de que no llevara sólo una camiseta.
Pero, como si le hubiese leído los pensamientos, Francesca
dijo:
–Ya que has traído toallas, puedo colgar esto a secar. – Se
quitó la blusa, y Jesse, por un momento, vio que se le marcaba el
sujetador por debajo de la camiseta. La tela mojada se adhería a su
cuerpo; ahora, era el cuerpo de una mujer, y Jesse no pudo evitar
mirarla.
El rostro de Francesca se puso escarlata al ver su
mirada.
Arrancando la toalla de las manos de Jesse, se envolvió
rápidamente en ella.
Ambos se dirigieron al mantel y se sentaron. Para disimular
su confusión, se dedicaron a vaciar el contenido de la
bolsa.
–Hmmm, bocadillos de ensalada de pollo, conservas dulces,
aceitunas, patatas fritas… ¡Hey! ¡Mi comida favorita! ¡Carne asada!
– dijo Jesse concentrándose alegremente en el
festín.
–Jesse -dijo Francesca, ignorando la comida-: ¿puedo
preguntarte algo?
–Adelante.
–¿Por qué no tienes novia?
Jesse la miró con audacia.
–¿Qué te hace pensar que no la tengo?
–Bueno… nunca hablas de ello. Y pasas todos los sábados y
domingos conmigo.
–Eso no significa nada -dijo Jesse
misteriosamente.
Los ojos de Francesca se agrandaron.
–¿Quién es?
–Rosie Hammersmith.
Francesca sintió una puñalada de celos al pensar en Jesse
pasando el tiempo con otra chica.
–¿La hija del reverendo Hammersmith?
–Sí.
–Es guapa-admitió Francesca. Esperó un momento antes de
seguir hablando-: ¿No quieres saber si tengo
novio?
–No -dijo Jesse fingiendo indiferencia. Cogió un bocadillo de
carne y empezó a comérselo.
Francesca recogió su negro cabello rizado y frunció los
labios en un mohín. Estaba ofendida porque a Jesse parecía no
importarle si ella era atractiva para los
muchachos.
–Bueno, ¿y vas a salir con tu novia esta
noche?
–Va a la escuela religiosa durante el verano. – Jesse estaba
comiéndose el bocadillo, deseando que Francesca dejara de mirarlo-
Oye, ¿por qué no dejas de hacerme preguntas y
comes?
–No tengo hambre.
–¡Ja, debe ser la primera vez!
Francesca ignoró el comentario y continuó con las
preguntas.
–Jesse… ¿Rosie y tú lo habéis hecho alguna
vez?
Los ojos de Jesse se abrieron de
indignación.
–¡Frankie! No es asunto tuyo.
Sintiéndose culpable, pensó en las citas con Rosie detrás de
la iglesia de su padre. A Jesse le preocupaba, pero eso no hacía
más que excitar a Rosie. «Si te preocupa tanto, nos iremos a un
lugar más alejado -se burlaba ella-, así ya no estaremos en un
lugar sagrado.» Pero ella se mostraba tan ardiente y deseosa que él
no había sido capaz de resistirse, sin importarle las
circunstancias. Él no sabía que las mujeres pudieran sentir tanto
deseo.
Sin embargo, hacía 10 días que Rosie se había ido e,
inmediatamente después, Jesse había descubierto la feminidad que
florecía en Francesca. Los sueños que le perturbaban por la noche
no eran sobre Rosie. Y la culpa que había experimentado con Rosie
no era nada comparada con el tabú que se asociaba a su deseo por
Francesca, que lo hacía todo más penoso.
Francesca pensó que Jesse se sentía como alguien a quien han
atrapado haciendo algo malo y, una vez más, se sintió celosa. Pensó
en Jesse besando a otra chica, tocándola, y, de pronto, sintió la
urgencia de demostrarle que ella, Francesca, podía también atraerle
si quería. Si quería.
–Bueno -dijo con naturalidad- creo que nunca voy a secarme si
sigo envuelta en esta toalla -añadió, dejando caer la toalla por
debajo de su cintura.
Jesse apartó inmediatamente la mirada, pero no antes de
percibir sus pezones sobresaliendo en la ropa mojada. Contra su
voluntad, sintió que tenía una erección. Dejó caer el bocadillo y
se tumbó boca abajo, con la cabeza entre los
brazos.
–No tengo más hambre -anunció- Voy a dormir una siesta. Y no
quiero que me molestes por lo menos durante media
hora.
–¡Qué bien! – dijo en tono caprichoso, enfadada porque él le
diera la espalda literalmente durante una conversación que ella
consideraba muy interesante.
Miró con rabia la cabeza rizada del muchacho, deseando que se
diera la vuelta y la mirara. Pero Jesse permaneció inmóvil, como si
ya se hubiera dormido. Su posición le recordaba veranos anteriores,
cuando dormitaban durante horas bajo el sol caliente, sin decir una
sola palabra. En aquella época, no había habido nunca la tensión
que existía ahora entre ellos. Es culpa mía, se regañaba Francesca.
De pronto, se sintió avergonzada por su comportamiento. ¿Qué estaba
intentando hacer?, se preguntó. Jesse es mi amigo. ¿Acaso quería
que él la besara, la tocara? ¡Por supuesto que no! Jesse es como un
hermano. Pero no era hermano.