Capítulo 8


La primera sensación que tuvo Devon al volver a la conciencia no fue dolor, sino oscuridad. Intentó abrir los ojos y se dio cuenta con horror de que ya estaban abiertos. Sintió dolor, como un abrigo momificador que cubría por completo cada centímetro de su cuerpo.


–Creo que está despierta.

Devon oyó la voz nerviosa de su madre pero, al mismo tiempo, tranquilizadora, porque era la voz de su madre. Una mano tibia se apoyó en la suya. En su mano izquierda. Su mano derecha estaba envuelta con algo. No sabía qué era. No sabía por qué no podía ver. Su estómago se encogía de miedo mientras intentaba hablar.

Oyó un chirrido, un sonido gutural. Su voz, apenas reconocible, susurró de pronto:

–No puedo… ver.

–¡Devon, sabía que estabas despierta! – dijo su madre con alivio.

–Gracias a Dios. Gracias a Dios. – Devon oyó a su padre murmurando roncamente.

–No intentes hablar -dijo una voz firme y grave. El doctor Hickock. Lo conocía desde la infancia. Pero no podía obedecerle; tenía que hablar. Había cosas que debía saber.

–No… puedo… ver. – Aunque la voz de Devon era poco más que un suspiro, su naturaleza implorante no podía pasar desapercibida.

–Devon, has sufrido una grave conmoción -dijo el doctor-. Tienes la cabeza vendada. Te hemos cubierto los ojos, pero sólo temporalmente -dijo intentando inspirarle seguridad.

–Estoy… herida -dijo con voz quebradiza aunque más fuerte. Estaba consternada. No recordaba la causa de semejante dolor.

El doctor sonrió victorioso a Laurel y a Chase cuando oyó la malhumorada pero cálida voz de Devon. Su hija es fuerte, les decía con la mirada. Está luchando y se pondrá bien. Incluso en esos momentos, se había negado a mostrarse excesivamente optimista porque temía que a los Richmond les desconcertara la lenta recuperación de Devon. Y no había duda de que iba a ser lenta. Además de las fracturas, tenía heridas internas.

Se sorprendió de que se hubiese despertado tan pronto, ya que sólo habían transcurrido dos días desde el accidente. Era un buen síntoma. Se sentía aliviado. Atendía a los Richmond desde hacía 35 años, desde que se había unido a su padre en la práctica médica, así que sentía un enorme afecto por esta familia.

Le había sorprendido que Laurel hubiese mostrado tanta o incluso mayor fuerza que su marido en este trance. Generalmente, Chase Richmond era un hombre simpático y alegre; un hombre familiar, por supuesto, pero una persona que no se dejaba llevar por las emociones. Sin embargo, había llorado como un niño mientras esperaba que el doctor atendiese a su hija. Laurel había sido mucho más estoica; su ansiedad se puso en evidencia tan sólo en su palidez y en el pañuelo que retorcía y apretaba hasta reducirlo a una arrugada pelotita de lino. El doctor Hickock pensó que Chase volvería a la normalidad en cuanto hubiesen trasladado a Devon a su casa en el Bentley de los Magrath, convertido en ambulancia para la ocasión, ya que el hospital más cercano estaba a casi 100 kilómetros, a las afueras de Washington. No obstante, el doctor y Laurel oyeron, con un sentimiento de tristeza e impotencia, los ruegos afectados de Chase, implorando a Dios que perdonara la vida de Devon y que le devolviera la salud.

Laurel se encontró a sí misma abrazando a Chase y acunando su cabeza contra su hombro, como había hecho con sus hijos. Le murmuraba tranquilizadoras palabras de consuelo.

El doctor Hickock dedicó también sus propias palabras de consuelo en esta situación personal:

–No va a morir, Chase. Es fuerte y joven; se recuperará. Tardará algún tiempo, pero se recuperará -dijo en voz baja.

Laurel y Chase le miraron con agradecimiento después de oír estas palabras, pero, desde aquella conversación, hacía casi 48 horas, no habían dejado de cuidar a Devon ni un momento. En ese momento, mientras los ojos de Devon se agitaban debajo del vendaje y su boca intentaba pronunciar palabras, los tres espectadores se miraron con satisfacción.

Devon no era consciente de la intensa emoción que invadía su dormitorio, pero oyó un largo suspiro de alivio. Un perfume suave, como el de las flores de naranjo, siguió al suspiro. El aroma de su madre. Mezclado con éste podía distinguir el olor a tabaco de su padre. La familiaridad de estos olores la reconfortó.

–¿Te acuerdas de lo que ocurrió, Devon? – le preguntó su madre.

–No -dijo con voz ronca.

–Sufriste un accidente durante la cacería, querida, pero te vas a recuperar. Sirocco cayó encima tuyo; no de lleno, gracias a Dios. Pero te has roto un brazo, una pierna y varias costillas.

Devon permaneció en silencio durante unos segundos, intentando recordar el accidente. Un pensamiento agonizante cruzó por su mente.

–¿Sirocco…? – Quiso continuar hablando, pero le faltaron las fuerzas. Su hermoso Sirocco. ¿Había muerto? Había criado al caballo desde que era un potrillo y luego lo había entrenado ella misma. Había un vínculo especial entre ellos. Si le había pasado algo…

–Está bien -dijo su padre tranquilizándola, recuperado al ver que Devon se sentía suficientemente bien para hablar-. Sirocco cayó de lado, así que no se rompió las patas. Está herido, pero el veterinario dice que se recuperará.

–Laurel, Chase, Devon necesita descansar -dijo el doctor con firmeza.

–Vuelve a dormirte, querida -dijo Laurel levantando la mano de Devon y besándola.

Devon apretó la mano de su madre débilmente. Su padre golpeó con suavidad la manta a la altura del tobillo, como temiendo hacerle daño si la tocaba. Devon sintió el contacto en la manta y movió ligeramente la pierna para alcanzar la mano de su padre. Era el único agradecimiento que le podía ofrecer. Habría deseado tener más energía, pero el brumoso mundo del sueño la reclamaba.

Durante un momento, permaneció en esa confusa semiinconsciencia entre el sueño y la vigilia, un momento suficientemente largo para sentir una nueva punzada de dolor. Venía de dentro y no conocía su causa. Tenía algo que ver con… no podía recordar. Una imagen borrosa se dibujó en su mente; inmediatamente desapareció como humo soplado por el viento. Sintió que se dormía intentando recuperar esa imagen que, de alguna manera, le estaba causando un dolor mucho más profundo que el que le causaban sus miembros rotos.


Devon bajó rápidamente el espejo de mano plateado que había alzado varios segundos antes; tembló ante la imagen que vislumbraba en él. Aunque ya habían pasado varias semanas desde el accidente, todavía estaba gravemente herida y se sentía considerablemente incómoda. Sus ojos estaban amoratados y una serie de cortes y rasguños le cubría la cara. Su pelo era aún peor, una masa que aparecía por debajo de la gasa que rodeaba su cráneo. Su cabeza seguía demasiado débil para permitir que la peinaran, así que sus brillantes y negros bucles colgaban como un enmarañado nido de ratas sobre sus hombros. Su camisón blanco con puntillas era un incongruente toque de delicadeza que contrastaba con aquella apariencia gris.

La dama de compañía de Devon entró en el dormitorio con un plato de caldo sobre una pequeña bandeja de plata.

–Le he traído una comida frugal, señorita -dijo acercándose al sillón tapizado de seda situado junto a la cama.

–Gracias, Alice. Si lo pusieras en una taza no sería necesario que te sentaras aquí para darme de comer.

–Tiene razón; pero si lo pusiera en una taza usted no lo tomaría tan bien, y necesita recuperar fuerzas.

Alice llenó una cucharada del líquido reconstituyente y lo llevó hacia la boca de Devon. Devon se lo tragó sin decir nada.

Alice creyó que eso era una buena señal, así que decidió abordar el tema que tenía en mente.

–La señorita Helena ha pedido permiso para hacerle una visita -dijo Alice con un tono estudiado.

Estas palabras hicieron que Devon se pusiera tensa, pero no dijo nada. En cuanto recordó el asunto de su accidente, se irritó muchísimo contra Helena Magrath Hartwick. Estaba tentada a decirle a Alice que si la mujer volvía a llamar, le dijera que no.

Alice, leyendo los pensamientos de Devon, le dijo:

–Desde su accidente, ha estado aquí cada día, señorita Devon. Parecía realmente preocupada.

Helena había solicitado día tras día ver a Devon, pero el doctor Hickock siempre se lo había prohibido pensando que se podía producir una escena desagradable. No quería que las fuerzas de su paciente se desmoronaran. Sin embargo, ese día había dicho a los Richmond que Devon podía empezar a recibir visitas, sabiendo que Helena sería una de las primeras. Ahora Devon se encontraba mejor, estaba fuera de peligro.

–¡Helena preocupada! – dijo Devon con cinismo-. Querrás decir con sentimiento de culpabilidad.

Deslizó un dedo dentro del yeso de su brazo, intentando en vano rascarse una zona que no estaba a su alcance. Su forzosa inactividad y su incomodidad la irritaban.

Alice no contestó, sabiendo que la bondad natural de Devon haría que finalmente accediera a ver a Helena. La educación sureña de la mujer era tal que no le permitía adoptar un deliberado acto de rudeza.

–Está bien -dijo Devon a Alice en un tono que indicaba que se estaba preparando para una prueba-; en cuanto llegue, pídele que suba.

Alice hizo una señal de aprobación, complacida de que su juicio sobre Devon hubiese sido acertado.

–Llegará dentro de 15 minutos -dijo Alice intentando evitar cierto tono afectado en su voz. Rápidamente, dirigió una cucharada de caldo hacia la boca de Devon.

Devon la miró mientras tragaba, abriendo bien los ojos en señal de desafío.

–Estás muy segura de ti misma, ¿verdad?

–En absoluto, señorita Devon. Estaba segura de su buena educación -respondió airosamente Alice.

Devon se rió de su tono de inocencia virtuosa.

–Me conoces mejor de lo que yo me conozco -dijo Devon con una mueca.

–La conozco desde hace más tiempo del que se conoce usted misma, señorita Devon; desde antes de que hubiera nacido. – Las dos mujeres se rieron de esta tontería.

–No me hagas reír -gritó Devon-; me duele.

Aún sonriendo, Alice se levantó y depositó el plato vacío en la bandeja de plata.

–En cuanto la señorita Helena llegue, le diré que suba.

Cuando Alice se hubo marchado, Devon se recostó en su cama y cerró los ojos. Se sentía cansada. Deseó no haber aceptado la visita de Helena, pero era demasiado tarde.

Recordó el día del accidente. Recordó que ella y Helena habían hablado antes de que la cacería empezara. Ahora, recordaba la conversación con total claridad. Habían hablado de John Alexander. Ella le había dicho que se había marchado de Virginia repentinamente. Al recordarlo, Devon sintió una aguda punzada de dolor en la garganta. Había esperado que algo sucediera después de su encuentro. Le parecía tan perfecto; le resultaba tan atractivo. ¿Por qué se había ido? ¿Habría otra persona en su vida?

Sacudió la cabeza como queriendo aclarar sus ideas. Tal vez su marcha no había tenido nada que ver con ella. Quizás había sido cuestión de negocios. Era demasiado presuntuoso por su parte; se regañó a sí misma por creer que había podido tener alguna influencia en sus acciones. De cualquier modo, tal vez volviera. Helena había dicho que John no había concluido sus negocios con el señor Magrath. Esto le dio esperanzas.

Una imagen de aquella tarde a orillas del arroyo le vino a la mente. Aun en su estado, un flujo de calor inflamó su cuerpo. Sintió el deseo físico de que él la tocara. ¡En qué promesas le había hecho creer! ¿Era posible que lo amara? Tenía muchas de las cualidades que ella admiraba en un hombre, pero cuando pensaba en él no pensaba en dichas cualidades; pensaba sólo en los labios de él sobre los suyos, en las manos de él sobre su cuerpo. Este recuerdo le dolía.

¿Qué pasaría si no volvía? ¿Cesaría su deseo por él? Peor aún: ¿qué sucedería si el sentimiento por él no se iba y él no volvía? ¿Si no volvía por ella? ¿Cómo podría vivir con tan persistente deseo? Ya casi sabía en qué consistía. Podía adivinar de qué se reían sus amigas casadas en sus sigilosas conversaciones, que se extinguían rápidamente en cuanto ella aparecía. ¿Sólo las mujeres casadas conocían semejante placer? ¿No podía ocurrir alguna vez lo que les sucedía a aquellas mujeres de las novelas enterradas por el polvo en los rincones de la biblioteca de su padre? Mujeres que eran amantes de hombres. Por supuesto que no, se dijo a sí misma, era impensable que ella pudiese hacerlo sin estar casada. Pero la alternativa, no conocer el placer de acostarse con un hombre, no conocer el sentimiento de un cuerpo fuerte sobre su cuerpo suave, le resultaba igualmente inconcebible.

Mientras pensaba estas cosas, la sensación del camisón de lino sobre sus pechos desnudos la hizo arder. Querían ser tocados. Se preguntaba cómo los acariciaría John. ¿Los besaría? Algo había leído de estos temas. La idea le proporcionaba un placer inenarrable. Lentamente, acercó su mano a sus pechos y la hundió en ellos. Imaginaba que era la mano de John. Sentía humedad entre sus piernas con el calor de sus imaginaciones. De pronto, oyó que la puerta se abría sigilosamente. Dejó caer su mano y recuperó una posición más erguida, estremeciéndose de dolor en el costado. Con irritación -tanto por el dolor como por haber tenido que interrumpir sus pensamientos- vio a Helena, que entraba despacio en su dormitorio, como un soldado esperando una emboscada. Su pálida expresión de pelirroja empalideció aún más al ver a Devon. Devon no pudo sentir sino diversión ante la mirada de horror de Helena, que analizaba sus heridas, pero le devolvió una sonrisa. Sabía que para Helena el momento era angustioso, pero no quería facilitarle las cosas.

–¿Devon? – Helena parecía no estar segura de que la persona que estaba en la cama era realmente la hermosa mujer de la cual se había sentido tan celosa hacía sólo dos semanas. Su voz temblaba visiblemente.

–Helena. – El tono de Devon era neutral, razonable, pero no amistoso.

–Devon… estás incorporada. Debes estar… mejor. – Concluyó la oración en su tono habitual.

Devon pensó que Helena necesitaba ser tranquilizada. Quería que ella la convenciera de que estaba mejor y de que la perdonaba. Pero estaba demasiado enfadada.

–Estoy mejor que hace dos semanas, por supuesto, si es eso a lo que te refieres -dijo bruscamente.

Hasta ese momento, Helena había permanecido junto a la puerta, dentro del dormitorio. Devon no la había invitado a sentarse en el sillón, junto a su cama, el único asiento del dormitorio además del pequeño taburete forrado de tela que se encontraba frente a su tocador. Pero no podía seguir mostrando descortesía.

–Por favor, Helena, pasa y siéntate -dijo en un tono de estudiante que invita a hacer novillos.

Helena, tranquilizada por la frase familiar, aunque no por su tono, exhaló un largo suspiro y rápidamente se sentó. Acercó su mano hacia la de Devon, pero se detuvo temiendo que su amiga rechazara el gesto.

Devon sintió lástima de Helena. En su cara podía leer muchas noches de insomnio, angustiada por el temor y la culpa. Entonces, de forma menos brusca que anteriormente, dijo:

–Helena, ¿qué te ocurrió?

–¡Oh! Devon, no sé… perdí el control. Te ruego que me perdones. Te ruego que me perdones. Fui tan estúpida. No quiero volver a subirme a un caballo. Nunca he sido una buena amazona.

Las palabras salían de su boca como un torrente. Toda su ahogada emoción, toda su tensión de las dos últimas semanas encontraron salida en el río de palabras que salía de sus labios.

Devon no podía negar que Helena tenía razón, pero su humildad la desarmaba. ¿Cómo podía castigar a alguien que se mortificaba de esa manera?

–Helena, admito que no eres la mejor amazona que conozco, pero generalmente pareces tener sentido común. No montas a caballos que son demasiado duros para que los puedas controlar; sueles quedarte al final de la cacería. ¿Por qué estabas en cabeza?

Esta pregunta hizo sonrojar a Helena. No respondió. Sus ojos miraban hacia abajo, como estudiando el mullido cobertor de la cama de Devon.

–¿Helena? – preguntó Devon de nuevo, esta vez más severamente. Quería una respuesta.

–Estaba celosa -dijo Helena con voz queda.

–¡Celosa! – Devon repitió la palabra sorprendida de la sinceridad de Helena, aunque sabía que era cierto. Helena siempre le había tenido celos, desde que eran niñas.

Recordó un incidente ocurrido cuando ambas eran pequeñas, cuando tenían tan sólo 10 años y recibieron sus primeros caballos. Hasta ese momento habían tenido ponies. Sus padres entregaron a las niñas los caballos al mismo tiempo. Habían pensado que sus hijas se harían buenas amigas mientras aprendían a saltar. Las dos niñas posaron orgullosas en sus nuevas monturas, sintiéndose adultas, vestidas con sus nuevos trajes de montar que les habían regalado junto con los caballos.

Devon recordaba que los padres, con expresión indulgente en su rostro, animaron a las niñas a realizar unos pasos en la pista de equitación de los Magrath.

Helena fue la primera; trotó y galopó en su caballo con diligencia, realizó los ejercicios correctamente, aunque le costó mucho esfuerzo. Un cortés aplauso saludó a la niña cuando volvió al lugar en que se encontraban los adultos, apoyados sobre el cerco blanco que delimitaba la pista de equitación.

–Muy bien, Helena. ¡Aún podemos hacer de ti una amazona! – dijo Magrath.

No tenía intención de herirla. Sencillamente, no era consciente del efecto que estas palabras podían tener sobre su hija. Pero Devon se dio cuenta de que Helena se sentía dolida. A Magrath le parecía que su hija no tenía gracia, y ambas niñas lo sabían.

–Ahora te toca a ti, Devon -dijo Magrath sin darse cuenta del dolor de su hija.

Devon no intentó sobresalir porque sentía lástima de Helena. Pero su natural condición atlética y su afición y comprensión por los caballos hicieron que verla cabalgar resultara un placer. Helena, sentada a horcajadas en su caballo junto a los adultos, no dejó de escuchar las palabras que alababan la habilidad de Devon.

–Tu hija es tan natural, Chase; no sé de dónde la has sacado -dijo Magrath sonriendo. Cuando Devon se acercaba, oía al risueño y bienintencionado de su padre y se reía; pero la siguiente frase de Magrath hizo que dejara de sonreír-. Claro que si fuera mi hija, entendería por qué es tan buena amazona.

Devon miró a Helena para ver el efecto que le causaban estas palabras. Helena adoraba a su padre y quería complacerle. Como era de esperar, su amiga mostraba una mirada extraña y dolida, como si estuviera intentando contener una emoción más profunda.

Devon sabía que Helena se había dado cuenta de que la estaba mirando, pero la pelirroja miró fríamente hacia delante no queriendo encontrarse con sus ojos.

–¿Qué te pasa, querida, por qué te has detenido? – preguntó Laurel Richmond.

Devon estaba tan distraída que no se había dado cuenta de que se había detenido.

–Yo… es que no me encuentro bien -dijo-. No quería continuar cabalgando. No podía soportar ver cómo humillaban a su amiga.

–Bueno, las niñas han tenido un día muy excitado. ¿Por qué no lleváis los caballos al mozo de la caballeriza y nos vamos dentro a tomar limonada y bizcochos? – dijo Rosalind Magrath, ciega ante la congoja de su hija.

Las dos niñas llevaron sus caballos al establo. Desmontaron y entregaron sus caballos al mozo sin intercambiar una sola palabra. Cuando se dirigían hacia la casa, Helena dijo unas palabras que Devon jamás olvidaría.

–No quiero que me tengas lástima. Mi padre me ama más que a nadie en el mundo -dijo Helena con grave vehemencia.

Devon, angustiada por su amiga, se quedó sin saber qué responder.

–¡Es verdad! – gritó Helena insistentemente.

Devon nunca olvidaría su tono. Helena parecía querer convencerse más a sí misma que a Devon de sus palabras.

Lo triste de este asunto, pensaba ahora Devon, era que Magrath seguramente amaba a su hija más que a nada en el mundo, pero no se daba cuenta de que ésta necesitaba su apoyo.

Al recordar aquel evento, Devon se daba cuenta de que el tema de los caballos era un asunto difícil de tratar con Helena, pero, como ella misma lo había mencionado, decidió seguir con la conversación. Pensó que así podría relajarse la tensión entre ellas, tensión que había empezado desde aquel día y que había ido creciendo con los años.

–¿Estabas celosa porque tu padre no te había invitado a ser miembro de la caza? – preguntó Devon, convencida de que era esto lo que había molestado a Helena.

Helena la miró sin comprender.

–¿La caza? – preguntó como si no hubiese entendido sus palabras.

–Acabas de decirme que intentaste cabalgar en cabeza porque estabas celosa -dijo Devon nerviosa por tener que recordarle a Helena sus propias palabras.

–¡No, de eso no! – dijo Helena sorprendida.

–Pues ¿de qué?

Helena miró a Devon con cierta incredulidad.

–¿Realmente no lo sabes?

–¿El qué? – preguntó Devon impaciente.

–Brent.

Devon retrocedió como si le hubiesen abofeteado.

–¡Debes estar bromeando! Nunca mostré interés por Brent. Ni siquiera mucho antes de que te comprometieras con él. Incluso entonces… -Dejó que la frase se desvaneciera en el aire, pues se dio cuenta de que sería descortés admitir que el marido de su amiga nunca le había resultado excesivamente atractivo. Era un buen amigo. A ella le caía bien. Se habían divertido juntos durante un tiempo, pero, por lo menos para Devon, la relación nunca había sido más profunda.

–Ya sé -dijo Helena con callada dignidad-. Tú siempre te has comportado como debías. Es él. Él aún… te admira. No estoy segura y tampoco quiero planteármelo, pero creo que aún te ama.

Devon se alarmó. No podía soportar la idea de que Brent estuviera realmente enamorado de ella.

–Sin duda son imaginaciones tuyas. La gente habla demasiado. No debes hacer caso de los rumores -dijo Devon acalorada, cogiendo a Helena de la mano.

Por un momento, olvidó que Helena era una de las mujeres más chismosas del condado. Como le había sucedido hacía 15 años, sentía ahora la necesidad de tranquilizarla, de apuntalar su confianza. Era extraño. Helena y ella habían sido vecinas durante toda la vida y los demás creían que eran amigas. Pero su relación nunca se había convertido en verdadera amistad. La inseguridad de Helena le impedía otorgarle a Devon la confianza necesaria para una amistad. Helena siempre se había sentido una fracasada en comparación con Devon y, por lo tanto, se había comportado con hostilidad, en ocasiones como a la defensiva. Devon no podía tolerar un comportamiento tan poco amistoso, de modo que se mostraba indiferente hacia Helena. Sin embargo, algunas veces, cuando algo le recordaba la inseguridad de Helena, Devon sentía lástima por ella.

–No -dijo Helena con voz dolida-, no me tengas lástima. Siempre lo has hecho y no puedo soportarlo.

Devon, turbada, permanecía en silencio. Intentó hallar palabras que pudieran dar confianza a Helena sin que parecieran condescendientes. Estudiando a la pelirroja cuyos ojos abatidos estaban llenos de lágrimas, Devon se dio cuenta de que era bastante atractiva. El matrimonio le había permitido adoptar peinados y ropas más atrevidos que los habituales en una mujer soltera, y este cambio le había sentado bien.

–Helena, no hay razón para que te tenga lástima. Eres muy atractiva. Y no hay razón para que Brent busque nada fuera de su matrimonio. Créeme, nunca me ha dicho que no se sienta totalmente feliz contigo. Por supuesto, aún me tiene cariño. Hemos sido amigos toda la vida. Pero estoy segura de que si me amase, me habría dado cuenta. No olvides que su relación conmigo terminó meses antes de que comenzara a cortejarte.

–Lo sé. Pero algunos dicen que hubo… razones… razones distintas al amor para que se casara conmigo.

–Ya te he dicho que es de tontos escuchar a la chusma. Nadie puede saber más de Brent que tú, su esposa. ¿No es cierto?

–Supongo que sí -dijo Helena con cierta esperanza en su voz.

–¿Y no se ha mostrado amoroso contigo?

–Sí, supongo que sí. – Helena dudó unos instantes y luego continuó-. Excepto la noche de la fiesta en nuestra casa. Ese día te habló de un modo… y el día de la cacería… estabais cabalgando juntos.

–Helena, perdona que te lo diga, pero creo que tus propias dudas te hacen ver cosas que no existen. Brent coquetea siempre, de forma natural, pero no creo que me trate de modo diferente a como trata a cualquier otra mujer. ¿No te parece?

Devon vio que Helena reflexionaba al respecto. Después de unos momentos, la cara de la pelirroja se iluminó, como si hubiera oído una buena noticia.

–Devon, ¡creo que tienes razón! Brent trata a todas las mujeres así. En realidad, nunca antes había prestado atención. Me preocupaba sólo tu… anterior… relación.

–¡Lo ves! – dijo Devon de forma impulsiva. Olvidó su enfado con Helena y se alegró de haber encontrado una solución a sus problemas.

Pero, repentinamente, la cara de Helena se ensombreció.

–Durante la cacería -dijo-, él te miraba con tanta admiración… Quería cabalgar contigo. ¡Oh! Devon, no te das cuenta…

–Me doy cuenta de que estás siendo una tonta, Helena -la interrumpió Devon con tono firme-. Me doy cuenta de que Brent mira a mi padre con admiración cuando salta especialmente bien. Admira mi forma de cabalgar, tal vez me admire, pero está casado contigo y creo que te ama de verdad.

Lágrimas de alivio emocional y de remordimiento se derramaron por la cara de Helena.

–Sí… sí, entiendo lo que dices. – Frotó ligeramente sus ojos con el pañuelo. Cuando volvió a levantar la cara, se sentía mejor-. Supongo que tienes razón -dijo con tono trémolo aunque algo más animado-. ¡Oh! Devon, ¿me perdonarás alguna vez por ser tan estúpida… por haberte causado el accidente?

–Por supuesto. Si tú me prometes sacarte estas estúpidas ideas de la cabeza -dijo Devon con cierta grosería. Aún a su pesar, se sentía irritada. Helena era exasperante, algo tonta, pero le había desnudado su alma, así que ella sólo podía responder con amabilidad.

En su exaltación, Helena no midió sus siguientes palabras. No tenía intención de herir a Devon. Helena pensaba que Devon era un ser superior y no se dio cuenta de que era capaz de hacerle daño. Sencillamente, dijo en voz alta lo primero que pasó por su mente.

–Además, en realidad no hay razón para que sienta celos de ti -dijo Helena-. Tengo algo que tú no tienes. Estoy casada y tú no. Estoy casada con un hombre que te cortejaba.

A Devon le sorprendió la grosería de Helena, pero se sintió herida por las palabras que acababa de decir.

–Tienes razón -dijo Devon aturdida.

Después de todo, Helena tenía lo que también ella deseaba. Cada noche, cuando se iba a la cama, dormía junto al hombre al que amaba. Había hecho cosas que Devon sólo podía imaginar, sólo desear. Además, Devon sabía que algunas personas le tenían lástima por estar aún soltera. Gracias a su casamiento, Helena se había asegurado su puesto en la sociedad. Podía ir a cualquier lugar, con o sin su esposo, simplemente porque estaba casada. Al darse cuenta de que la confianza que tenía en sí misma y su belleza no significaban nada, Devon sintió que una ráfaga de viento sacudía su ser. No se auto compadecía. No creía poder provocar lástima, pero la sociedad la estaba convirtiendo en eso. La sociedad y sus propios deseos, que no sabía cómo aliviar.

–No volveré a sentir celos -continuó diciendo Helena, decidida. Luego, riendo aliviada, dijo-: Vaya un lío, ¿no? Pero tengo a Brent. Ahora es mío y supongo que no debo crearme problemas. – La voz de Helena había adquirido un tono de resolución.

–No… no… Nunca más debes preocuparte por este asunto -respondió Devon. Su voz sonaba vaga, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos.

–Además, he sido egoísta por robarte tanto tiempo cuando todavía te estás recuperando. ¡Pareces agotada!

Moviéndose con una animación nueva para ella, Helena se agachó, besó a Devon en la mejilla y se despidió de ella.

Devon, de nuevo sola, se enterró profundamente en las almohadas y, con gesto cansado, tiró de las sábanas hasta el cuello. Estaba agotada. Necesitaba descansar. Le fue imposible; los recuerdos volvieron una vez más a su mente. Empezó a pensar que la promesa más vívida de la vida podía estarle vedada. Era una posibilidad que nunca antes había considerado.