–¿Diga? – bostezó.
–Devon, lamento despertarte, pero hemos tenido una
emergencia. – El acento familiar de Jeremiah desde el otro extremo
de la línea hizo que Devon se pusiera alerta
enseguida.
–¿Qué ocurre? – preguntó asustada. Se sentó y encendió la luz
de la mesita, temblando por el aire frío de la
noche.
–Es Willy… -titubeó Jeremiah.
–¡Oh, Dios, no! – exclamó Devon; el temor le retorcía el
corazón.
–Devon, no sé cómo decírtelo… -El desesperado sentimiento de
angustia era evidente en la voz de Jeremiah-. Me… me temo que ha
tenido un ataque al corazón.
–Por favor, Jeremiah, no me digas que ha muerto -suplicó
Devon.
–Lo siento, Devon. Se ha ido -dijo Jeremiah
suavemente.
–No puedo creerlo. Estaba perfectamente la última vez que lo
vi -dijo Devon incrédula.
–Según el médico, no. Anoche me dijo que había advertido a
Willy que debía trabajar menos.
–¡Pero Willy no dijo una palabra! Trabajaba tanto como
siempre.
–Sí -asintió Jeremiah-, ése era el problema. Su trabajo era
toda su vida.
–Sí, su vida era Willowbrook. – La voz de Devon se quebró al
decir estas palabras.
–Y también tú, Devon. Sabes que te quería
mucho.
Devon sonrió entre lágrimas, y su sonrisa se convirtió en una
mueca de dolor.
–Nunca pensé que llegaría a acostumbrarse a mí, pero un día
llegamos a ser los mejores amigos. No sé exactamente
cuándo.
–Ha dejado una carta para ti -dijo Jeremiah-. No sé si será
su testamento.
Devon miraba hacia arriba cuando se abrió la puerta de su
habitación. Ahí estaba Francesca, con gesto preocupado, de pie, con
el pijama a rayas arrugado de dormir.
Instintivamente, bajando la voz y secándose las lágrimas,
Devon dijo a Jeremiah:
–Estaré ahí en unas horas. Ahora mismo me levanto. – Colgó el
auricular y se tomó unos segundos para pensar cómo darle la noticia
a su hija. Francesca consideraba a Willy de la familia. Se le
partiría el corazón-. Ven aquí, Francesca -dijo Devon, señalando el
lugar vacío que quedaba junto a ella en la cama. Retiró las sábanas
y esperó a que su hija se introdujera en la cama-. Ven conmigo,
Frankie, tengo algo que decirte.
Francesca se sobresaltó al oír que su madre la llamaba por su
apodo, porque sabía que no le gustaba. Por más que insistía en que
la llamase así, Devon nunca lo hacía. Pero ahora, en vez de
sentirse contenta, se sintió inquieta. Se acercó al calor de su
madre y se acurrucó junto a ella. Devon colocó un brazo alrededor
de su hija y Francesca apoyó la cabeza en su
hombro.
–Estás creciendo mucho -murmuró Devon.
–¿Qué ha pasado, mamá? – preguntó Francesca.
–Cariño, no sé cómo decírtelo. Es sobre
Willy.
Francesca salió bruscamente de entre los brazos de su madre y
se sentó en la cama mirándola.
–¿Qué le ha pasado? – repitió con pánico en la
voz.
Devon utilizó deliberadamente un tono suave y
tranquilo.
–Ha estado enfermo.
–¡No es verdad! – gritó Francesca.
Devon cogió las manos de su hija entre las
suyas.
–Ninguno de nosotros lo sabía. No se lo dijo a nadie. Debo
volver a Willowbrook esta noche.
–¡Quiero ir contigo! ¡Quiero verlo!
–Frankie, Willy ha sufrido un ataque
cardíaco.
–¡Oh, no! ¿Se va a morir? – sollozó la niña.
–¡Oh! Frankie. – Las lágrimas resbalaban por el rostro de
Devon cuando se inclinó y abrazó a su hija. Necesitaba el abrigo de
un cuerpo cálido tanto como Francesca.
–Mami -dijo Francesca, volviendo a llamarla como cuando era
pequeña-, ¿ha muerto?
Devon no pudo responder, pero asintió con la cabeza
apoyándose en su hija. Francesca comprendió.
Francesca se sintió consternada. Recordaba el sufrimiento que
había sentido cuando murió su abuelo. Ahora, su corazón se volvía a
romper. Willy, a quien había visto casi todos los días de su vida,
más aún que a su abuelo, ya no ocuparía un lugar en su mundo.
Parecía cruel que no hubiese tenido la oportunidad de decirle
adiós. Un gran sollozo escapó de su boca.
–Quiero verlo una vez más. Quiero decirle
adiós.
Devon observó el rostro de su hija y vio que había tomado una
determinación. Sí, pensó Devon, ya tiene edad para esto. Devon y
Laurel habían considerado que era demasiado pequeña para asistir al
funeral de su abuelo. Pero para el de Willy… tiene que estar allí,
decidió Devon. Necesita estar allí.
–Muy bien -dijo Devon-, llamaré a Ettie para que te ayude a
hacer la bolsa. No cojas muchas cosas. Tenemos que irnos
enseguida.
Francesca y Devon se abrazaron una vez más; luego Francesca
saltó de la cama y salió de la habitación con la espalda erguida.
Devon se sorprendió al sentirse reconfortada por el hecho de que
Francesca la acompañara a Willowbrook. Devon había estado sola
tanto tiempo que pensó que se había acostumbrado a ello. Pero
descubrió que el apoyo de su hija le hacía bien. Era una sensación
nueva, entre amarga y dulce.
Querida Devon:
Me temo que no tengo demasiado que dejar. Dele mi ropa a
quien la quiera. Si no le importa, desearía que me enterrasen en
Willowbrook, en algún lugar que dé a los establos. Sé que no soy de
la familia, así que si eso no es posible, desearía que me
incinerasen y tirasen mis cenizas en la pista de Willowbrook. No me
importa demasiado cuál de las dos cosas se decida, aunque creo que
preferiría ser enterrado. Encontrará 25.000 dólares debajo de mi
colchón. Compre una lápida y done el resto para una buena
causa.
Ha sido usted una buena patrona y eso es algo que nunca creí
poder llegar a decir. Ha sido también una buena amiga.
Gracias.
Willy O'Neill
Como había pedido en su carta, Willy fue enterrado en
Willowbrook. Había un cementerio familiar, pero ningún miembro de
la familia de Devon estaba enterrado allí. Lo habían utilizado los
anteriores dueños de Willowbrook, la familia Hartwick. La familia
Richmond estaba enterrada en Evergreen. Así pues, Devon creó un
pequeño cementerio para Willy. Lo situó bajo unos robles, cerca del
gran granero blanco. Era un bonito lugar sobre una colina que daba
al campo. Se sentía orgullosa de que él hubiese deseado ser
enterrado en Willowbrook.
Pero ahora, mientras miraba las colinas ondulantes, oscuras
por el frío del invierno, sintió una gran soledad. Miró a las
docenas de personas que la rodeaban con las cabezas inclinadas,
escuchando al sacerdote recitar las plegarias por los muertos.
Algunos de esos rostros eran de familiares. Grace y Philip habían
viajado desde Washington y Laurel la había acompañado desde Nueva
York. Otros rostros pertenecían a amigos. Pero ninguno de ellos
había sido un compañero tan cercano como Willy. Devon y él habían
llegado a una profunda amistad que no requería palabras. Más
importante aún, se habían respetado tremendamente, lo cual al
principio les había costado mucho. Se sentía como si una parte de
ella se hubiese ido con él.
Devon miró la cabeza inclinada de Francesca. La jovencita
intentaba reprimir los sollozos, pero el cuerpo le temblaba por el
esfuerzo. Devon puso el brazo alrededor de ella y se estremeció
cuando una fría ráfaga de viento sacudió las ramas desnudas sobre
ella. Sintió que el fuerte brazo de Mason Wilder la rodeaba. Era un
consuelo tenerle allí, pensó Devon reclinándose contra él
agradecida.
Cuando el sacerdote cerró el libro de oraciones, Devon avanzó
hacia la tumba y cogió una pala pequeña. Metió la pala entre el
montón de tierra roja junto a la tumba y arrojó su contenido sobre
el ataúd. El sordo sonido de la tierra golpeando el ataúd hizo que
Devon se volviera a estremecer. Dejó la pala y volvió a su lugar
entre el grupo con el único deseo de regresar a la cálida
protección de su hogar.
Entonces, detrás de la gente, como un fantasma del pasado,
vio un rostro familiar.