¡Pensar que había odiado el vestido cuando Laurel se lo había
mostrado por primera vez! En la percha, le había parecido demasiado
sencillo; la falda recta, de seda blanca, con un lazo verde en la
cintura. Había comentado que era un vestido infantil y poco
sofisticado. Pero ahora se daba cuenta de que eso no era
importante. El corpiño ajustado tenía un escote revelador y el lazo
oscuro realzaba su estrecha cintura. El vestido tenía un corte
detrás para facilitar el movimiento, exponiendo sus tostadas
piernas a cada paso que daba. Una ola de seguridad en sí misma la
invadió, y alzó ligeramente la barbilla. ¡Se sentía guapa! No podía
esperar a que su familia la viese. John y Mason se quedarían
sorprendidos. ¡Y Jesse! ¡Oh!, si él pudiera verla ahora, la
trataría con más seriedad. Se daría cuenta de que había crecido, de
que era tan atractiva como la hermosa muchacha color ébano con
quien había estado en el parque el domingo anterior, la hija de la
cocinera del hotel Gideon Putnam. Se llamaba
Lacey.
Francesca se había sentido turbada al verlos juntos. Lacey
estaba apoyada en un árbol. Jesse, frente a ella, se reclinaba
también contra el árbol, apoyando las palmas en el tronco. Ella
estaba entre sus brazos, mirándole con una expresión tímida, y sus
dientes blancos brillaban en su suave rostro oscuro. Al verles,
Francesca se había dado la vuelta inmediatamente; pero antes, la
brisa del verano llevó hasta sus oídos el sonido de la risa de la
muchacha. En esas breves notas, Francesca había percibido un tono
adulto de seducción. Seducción que hacía pensar en abrazos en la
oscuridad, en cuerpos fusionados, en actos de secreta intimidad. Y
el sonido había despertado en Francesca el deseo y los
celos.
Para hacer las cosas aún peores, Jesse casi la había ignorado
desde que ella había empezado a trabajar con Jeremiah a finales de
junio. Habían salido a cabalgar algunas veces, pero Jesse nunca
parecía tener tiempo para ir de excursión o nadar. Además, el
horario de trabajo de Francesca le impedía tener tanto tiempo libre
como los anteriores veranos.
Jesse se había vuelto aún más distante cuando llegaron a
Saratoga hacía tres
semanas. Al principio, Francesca se había sentido confusa.
Después de verle en el parque, sospechaba que no había perdido el
tiempo para empezar un romance estival con Lacey. Por esta razón,
no tenía tiempo para Francesca. Ella se sentía sola sin él, le
echaba de menos, como amigo y como… no estaba segura. Sólo sabía
que echaba de menos el tiempo que habían pasado
juntos.
A veces, cuando estaba en la cama, muy avanzada la noche, se
preguntaba qué sentiría al tocar los músculos de la espalda de
Jesse. Se preguntaba qué sentiría si sus fuertes brazos la
acercaran hacia él y la abrazaran. Esos pensamientos eran muy
excitantes. Tan excitantes, que empezó a sentir un extraño
cosquilleo en el estómago cada vez que veía a
Jesse.
Ahora, por primera vez en su vida, tenía la convicción de que
ella también podía despertar ese tipo de deseo. De pronto, recordó
aquel día, al comienzo del verano, en que ella y Jesse habían ido a
nadar. Por un instante fugaz, había pensado que Jesse se sentía
atraído por ella. Pero no podía estar segura. Desde entonces, no
había vuelto a ver en él esa clase de emoción. Y, por supuesto, no
podía contar a nadie sus sentimientos hacia él. De algún modo, esto
hacía que su deseo se agudizase.
Con un suspiro, se apartó del espejo. Miró el chal de encaje
blanco que estaba sobre la cama, cuidadosamente preparado para ella
por la sirvienta de su madre. Sabía que Laurel insistiría en que lo
llevara. Pero cubriría su hermoso vestido. Ignorándolo, Francesca
se dirigió hacia la escalera.
Francesca, por supuesto, no vio a Jesse esa noche. Pero vio a
Kelly Majors, y eso le resultó igualmente
gratificante.
El arrogante y joven jockey abrió la
boca en gesto de admiración cuando vio a Francesca en el vestíbulo
del hotel Gideon Putnam. Rápidamente, recuperó la compostura al ver
que detrás de ella estaban su madre y Mason Wilder. Se acerco a
ellos apresuradamente y saludó a su patrona y a su acompañante,
mientras enviaba miradas furtivas a Francesca. No se había dado
cuenta de que fuese tan… tan… adulta. Se dio cuenta de que las
palabras se le atropellaban mientras intentaba charlar con el
grupo. Luego, demasiado pronto, tuvo que separarse para ir al
encuentro de la muchacha a la que había invitado. Pero recordaría
la imagen de Francesca esa noche.
Y Francesca recordaría la expresión de los ojos de Kelly. Sus
ojos y los de todos los conocidos. ¡Oh, había sido emocionante
estar rodeada de admiradores! Bailar cada pieza con un muchacho
diferente. Que los muchachos que iban a la universidad la trataran
como si tuviese su misma edad; que los muchachos de su edad se
quedaran sin habla deseosos de agradarla. Ahora comprendía la
seguridad de la felina rubia Marina Witherspoon, una compañera suya
de Washington. De pronto, pudo comprender por qué sus amigas
hablaban sólo de chicos. Era interesante medir el poder de la
sexualidad. Lo que le había faltado durante la adolescencia se
presentaba ahora ante ella como la llave de una bóveda secreta
llena de riquezas.
El encantamiento no terminó esa noche. A la mañana siguiente,
la actitud de Kelly hacia ella era totalmente distinta. No la
ignoraba, ni se burlaba de sus comentarios. La escuchaba. La seguía
con los ojos. Coqueteaba con ella. Y Francesca coqueteaba con él.
Con mayor entusiasmo cuando Jesse estaba cerca. Se aseguraba de que
su risa tuviera esa nota que era tan perturbadora viniendo de
Lacey.
–¿Qué te pasa hoy? – preguntó Jesse cuando estuvieron solos
por un momento en el establo. Su voz estaba llena de
irritación.
–¿A qué te refieres? – preguntó ella con
timidez.
Jesse la miró directamente a los ojos con las manos sobre la
cintura.
–Me refiero a que estás riéndote y actuando como una… una…
-Se encogió de hombros e hizo un gesto con la mano-. No lo
sé.
–Bueno -dijo Francesca altanera-, yo tampoco lo
sé.
–Anda, deja ya de hacer tonterías, Frankie. Tenemos mucho
trabajo hoy.
–¡Oh!, vaya, discúlpeme, señor. – El sarcasmo brotaba de su
boca-. No pretendía interferir en tu importante trabajo. – Jesse la
miró con disgusto y se dio la vuelta dispuesto a marcharse-.
¡Espera un momento! – gritó Francesca imperiosamente- Tengo algo
que decirte. – Jesse se detuvo con la espalda tensa por el enfado.
No se volvió para mirarla-. De ahora en adelante -dijo Francesca al
muchacho- quiero que me llames Francesca. ¡Se acabó lo de
Frankie!