Virginia
Virginia
Pero por encima de Manuela y de Clarissa Berdsley, y de cualquier otra aventura con hombre o con mujer, mi pasión por Virginia Tuten no estaba terminada, y por lo tanto no podía abandonarla allí, en el momento en que ella vuelve a ponerse de pie junto a la ventana e interpreta el Valse triste, del loco Nerval. Esa fue la melodía que tocaron los músicos de su orquesta, en Praga, cuando supieron que Nerval, en lugar de dirigirse al podio, se dirigió a una ventana y desde allí se precipitó a un va/se eterno, más muerto que triste.
Era curioso que Virginia la tocara para mí, mirando sospechosamente hacia el vacío. La mayoría de los solistas, no sé muy bien por qué, tienen una enfermiza fijación con las ventanas. Acaso eso se deba a que se pasan la vida practicando junto a ellas, contemplando el paisaje, ambicionando el mundo que reverbera afuera, mientras vuelven una y otra vez sobre la misma pieza.
En un principio, pensaba quedarme en Nueva York por dos o tres semanas. Al final, tan sólo estuve ocho días. Virginia me visitaba en el hotel, pasaba las tardes conmigo, siempre que no tuviera ensayo. Durante ese tiempo, también la visité en su apartamento. Nunca me invitó a que me alojara allí, pero me dio una llave y yo iba a verla temprano, por la mañana. Entraba sin hacer ruido, me dirigía a su alcoba y la despertaba dulcemente; luego la poseía sin especial dulzura, pero con rigor, con ciencia: hasta el último momento creí que lo estaba haciendo con sabiduría. Empleé mis mejores armas, todas las que conocía. Por primera vez (y apuesto a que por última en toda mi vida), tuve la fantasía de abandonar a mi esposa y empezar de nuevo junto a otra mujer. Esa mujer era Virginia, aunque a ella, probablemente, la posibilidad de convivir conmigo no le pasó jamás por la cabeza.
Cuando llegué a Nueva York, me la encontré reconciliada con su secretaria. La desapacible Wendolyn la controlaba día y noche, organizaba sus prácticas y ensayos, se encargaba de su ropa y la reprendía si la hallaba comiendo chocolates. Casi siempre se comportaba como una esposa abnegada que está decidida a ignorar breves devaneos callejeros, y yo, para ella, no era otra cosa que un simple advenedizo de la calle. Por las mañanas, cuando coincidía conmigo en el apartamento y me veía sentado a la mesa, con la camisa abierta, bebiendo café, su rostro se contraía. Aun así, nunca dejaba de sonreír, de preguntar: «How do you do, mister Cabán?» y de inmediato se ocupaba de sus asuntos con Virginia.
Una noche incluí a Wendolyn en una invitación para cenar. Iríamos los tres y lo hice adrede. Quería que nos tuviera cerca; que nos asumiera en ese plano íntimo y reconociera mi superioridad. Aquella mujer me retaba a diario, Virginia no podía evitarlo, y comprendí que había llegado la hora de enfrentarme a ella; de medirnos como se miden los animales de la selva: frente a la presa, que es la angustiada carne.
Fuimos a un restaurante chino. Virginia adoraba los fideos guisados con nueces, y su entusiasmo al escuchar el nombre del restaurante —no lo supo hasta que me oyó decírselo el taxista— fue prácticamente el de una niña. Palmoteó de contento, un palmoteo un poco ridículo en una mulata de sus proporciones, y su secretaria le dedicó una miradita irónica.
En el asiento trasero de ese taxi, camino al restaurante, eché el brazo por encima de Virginia y la atraje hacia mí. La pasión por ella también me hacía incurrir en alardes pueriles: la besé ruidosamente, acaricié sus caderas, y en una de esas extendí mi mano, por encima de su hombro, con la intención de alcanzar sus pechos. Wendolyn, sentada al lado de Virginia, se puso a mirar por la ventanilla. Era una vieja zorra y sabía que mi actitud era deliberada. De los besos más o menos controlados, pasé a otras ciencias exactas: introduje mi lengua en su boca y con la punta le froté los dientes, alcancé sus muelas, quise seguir por el camino a la garganta, me propuse asfixiada. Virginia, como era tan silvestre, me siguió el jueguito y despidió un mugido: su boca repleta no pudo producir un sonido mejor. Yo hice más: deslicé una mano por dentro de su escote y con la otra le acaricié los muslos. Estaba atento a la reacción de su secretaria, que continuaba mirando por la ventanilla. Me irritó esa indiferencia, por fingida y burlona, y decidí machacada. Con esfuerzo, echándome casi sobre Virginia, metí la mano por debajo de su falda y la obligué a abrirse un poquito. El ruido que hacía mi boca chupando su boca tuvo que debilitar a la leona deseosa, que abandonó el paisaje y se atrevió a mirarnos. Virginia se movía suavemente, disimulando el ritmo; tenía una mano puesta sobre mi rodilla, pero en una de esas descubrí que su otra mano, tratando de buscar un asidero, se había desmadejado sobre la falda de su secretaria, quien no perdió oportunidad para empezar a acariciarle el antebrazo.
La mordí en el cuello por venganza; le lamí las mejillas por amor, y por último, cuando presentí que estaba a punto de quemarse viva, le hundí mis dedos por instinto. Ella elevó un poquito el vientre, trató de contener un reverendo espasmo y ahogó un quejido. Luego se desplomó, su cabeza cayó primero hacia atrás y luego se fue de lado. Hacia el lado de Wendolyn, naturalmente.
Un minuto más tarde, el taxista se detuvo frente al restaurante. Nos bajamos con una sensación de agotamiento, en mi caso también de frustración. Sentí una especie de agobio, se esfumó la ilusión por la comida y tuve la certeza de que algo, o alguien, me estaba excluyendo del panorama. Yo estaba y no estaba. Veía a Virginia devorar sus fideos humeantes, y observaba de reojo a su secretaria, que era la única que había decidido comer con palitos. Era ella, yeso lo veo claramente ahora, la que me estaba demostrando su superioridad. Mi amor por Virginia, y si no amor, esa violenta vocación de rescatada, me había cegado por completo.
La cena fue un infausto desfile de actitudes: la mía, sin yo saberlo, derrotada; la de Wendolyn, obviamente, de voraz victoria. Y la de Virginia, ¿puedo decido ya?, de estupidez. Su vida, en ese instante, se remitía a la felicidad de unos fideos. Tal vez se trate de una condición inherente al virtuosismo, me refiero a esa manera de reaccionar con imbecilidad absoluta frente a situaciones de gran complejidad o tensión, ajenas por completo a la música. Lo cierto es que, bajo la cruel semipenumbra de aquellos farolitos chinos, Virginia se empequeñecía —y me empequeñecía—, se iba desdibujando como un fantasma al que se le acabó la cuerda, o la gracia de Dios.
Después de que terminara la cena, volvimos a coger un taxi. Ya no hubo alardes eróticos, ni besos ruidosos entre Virginia y yo. Tan sólo gélida conversación, el remolino que te descompone. Yo, en especial, me sentía hecho pedazos, estaba muerto de sueño. Y el sueño me impedía meditar, valorar la situación en su totalidad: la ida y la vuelta al restaurante chino, que había sido como la ida y la vuelta a otro país de insoportable claridad.
Dejé a las dos mujeres al pie del edifico donde vivía Virginia. La besé prometiéndole que la vería temprano al día siguiente. La secretaria y yo nos despedimos sin besamos y sin estrecharnos la mano. Su actitud era más desafiante que nunca, y cuando partí en el mismo taxi hacia mi hotel, sentí un ardor en el pecho y la cara, y una punzada en lo profundo de mi cráneo. Era el aldabonazo de una historia que se terminaba. Pero aún no lo quería admitir.
Dormí poco y mal. Soñé con mi madre, que había muerto siendo yo adolescente. Y soñé con mi padre, un flautista aficionado cuyo verdadero oficio era diseñar vías de ferrocarril. Era ingeniero de caminos, pero amaba la música como al único tren posible en una vida rutinaria y doliente, y a partir de la muerte de mi madre, una vida por completo mustia, sin la menor caricia de mujer.
No puede decirse que me desperté. Más bien, salí de ese sopor en el que había pasado gran parte de la noche. Miré la hora: las seis de la mañana. Me bañé y me vestí con calma. Estábamos en otoño, hacía frío en Nueva York. Bajé abrigado y caminé un buen rato. La ciudad se estaba despertando también, y yo quería meditar en lo que haría con respecto a Virginia. Luego vi venir un taxi y lo detuve. Tenía las llaves del apartamento en mi bolsillo, y con ellas en la mano decidí que nuestra situación tenía que definirse aquel mismo día.
Me saludó el portero de noche, que aún estaba esperando su relevo. Subí al duodécimo piso, abrí la puerta con la misma delicadeza con que la abría cada mañana, caminé en puntillas a través de la sala y entré en la habitación. Virginia estaba dormida, ¿qué otra cosa podía esperar?, cubierta por las sábanas. Era Wendolyn, sin embargo, la que reposaba medio desnuda y destapada, a riesgo de pescar un resfriado; tenía las piernas abiertas y uno de sus brazos se había medio enroscado en la cintura de Virginia. Me quedé contemplando la escena con una mezcla de repugnancia e infantil deseo. Me sentí como un niño, o como un adolescente que acecha sudoroso, boquiabierto, esperando el milagro. Hice un pequeño ruido y creo que Wendolyn abrió los ojos, pero no estoy seguro. Sólo sé que me di vuelta y entorné la puerta. Fui a la cocina y traté de preparar café. Me temblaban las manos, era la primera vez que me temblaban por culpa de una mujer.
En una situación así, un hombre puede reaccionar de mil maneras. Con otra que no fuera Virginia, hubiera murmurado un insulto y me hubiera largado. En el mejor de los casos, me habría metido también en la cama y las hubiera abofeteado a ambas, hablo de abofeteadas levemente para luego lamer el lugar del castigo. Pero en esta ocasión ni siquiera atinaba a poner el café, echar el agua, oprimir el botón de la cafetera, cosas sencillas en las que solía colaborar desde que desayunaba con Virginia.
Iba a dejado cuando vi entrar a Wendolyn. Se presentó en ropa interior, y aunque estaba aturdido por mi situación, no lo estaba tanto como para no darme cuenta de que era menos gruesa que Virginia, indescriptiblemente blanca, y en general bien hecha. También tenía unos pechos enormes y temblones, y me estuve preguntando —en ese instante y mucho después— qué clase de duelo se entablaba entre las dos mujeres cuando se agarraban de frente, se revolcaban sin resuello, y dejaban el pellejo entre las sábanas, batiéndose torso con torso.
—No quisiera despertar a Virginia —dijo Wendolyn, en un tono alejado de arrogancias y provocaciones; era consciente de que había ganado y ni siquiera tenía que demostrármelo—. Hoy le espera un día muy duro.
Estaba descalza, caminó hacia mí y descubrí que olía a Virginia.
—Permítame —me dijo, haciéndose cargo de la cafetera.
Me quedé allí, observándola, pero sobre todo olfateando aquella espalda pegajosa. No necesitaba tocarla para saber que su carne venía de vuelta de una gran batalla. Había saliva y sudor por toda su piel, y una abundante mezcla de los líquidos de ambas, que recogidos insistentemente por los dedos, habían viajado a través de otros mundos: el cabello, las mejillas, el cuello… Miserables cuellos que se reconocían.
Cerré los ojos, me acerqué por detrás a Wendolyn, olí de nuevo a Virginia, ahora con una intensidad que no me dejó otra salida. La abracé por la cintura y la sentí agitarse, no con mucha convicción, la verdad, no dijo ni siquiera no. No dijo una palabra.
Le di vuelta, quedó frente a mí y le besé los senos, se los acaricié con furia y me hizo el efecto de estar apagando un antiquísimo incendio. Al mismo tiempo, me empecé a desabrochar el pantalón, y cuando lo creí aconsejable, puse mi mano sobre su cabeza y la empujé hacia abajo. Ella se deslizó sin protestar y yo enredé mis dedos en su pelo. Era una maga, una cerda ambidextra, se le daba igual de bien con hombres que con mujeres.
Poco después la tiré al suelo. Ella cayó boca arriba, pero yo tenía otros planes.
—Date vuelta —jadeé.
Obedeció, desde luego. Se le daba también eso de obedecer la voz del amo. Se apoyó en sus manos y rodillas, a cuatro patas, el rostro humillado contra el suelo. La contemplé unos instantes y luego cargué contra ella; lo hice de modo que sintiera todo el coraje y el despecho. Yo estaba despechado, y mi sexo también lo estaba. No hay nada que taladre con mayor dolor, nada que hiera con tamaña fuerza.
Ella gritó y eso me satisfizo. La segunda embestida fue terrible y apuesto a que sintió que se quebraba su desacostumbrado cuerpo. Luego se me olvidó el despecho y la rabia, se me olvidó incluso Virginia y me entregué al deleite.
Al terminar, ella se derrumbó. Parecía una moribunda, se quejaba y balbuceaba súplicas. Yo terminé de hacer el café, me serví una taza y me vestí despacio. Sin despedirme, pegué un portazo y busqué desesperadamente la calle.
Era temprano todavía y estaba nublado en Nueva York. No me sentía ni contento ni triste, pero necesitaba caminar. Me acordé, no sé muy bien por qué, de una canción que mi padre solía ponerme cuando yo era niño. Se trataba del disco de un cantante español, y la melodía era muy clásica, talmente como un lied de Schumann, aunque en realidad la había compuesto Rimski–Kórsakov. Al doblar por el Gramercy Park me pareció escucharla nuevamente y hasta canturreé un trocito: «¿Qué vale para ti mi pobre corazón?».
Tardé varios meses en comprender lo que valía ese descubrimiento. Y mucho tiempo más, acaso años, en aniquilar el corazón de entonces.