Verret

Verret

¿Qué pensamientos, qué nostalgias, qué bandidas penumbras tienen que desatarse para que dos hombres que nunca antes desearon a otros hombres se reconozcan de pronto, en su piel y en su instinto, y se lancen el uno en brazos del otro, como criaturas sin memoria, como salvajes sin ningún pudor?

¿Qué pudo haber pasado por mi mente cuando levanté el teléfono, marqué el número de un hotel de Atlanta, y pedí la habitación del pianista australiano que dentro de algunos días viajaría a San Juan para tocar el segundo Concierto de Johannes Brahms?

Nada, por mi mente sólo pasaron las preguntas que suelo hacer en estos casos. A menudo localizamos a los solistas en mitad de su gira, en una de las ciudades que precede a la nuestra, hacemos una entrevista telefónica y la publicamos el mismo día de su llegada. No es una mala táctica, en lo que a mí respecta. Me aparezco en el ensayo con la entrevista ya publicada, se la entrego al solista, que la mayoría de las veces no puede leerla en español. Si es una mujer, y le veo posibilidades, me ofrezco para traducirle unos párrafos. De las que acceden a escuchar la traducción, que en honor a la verdad son pocas, la mayoría tiende a aceptar mi invitación para desayunar al día siguiente. Los desayunos, casi nadie lo sabe, tienen más posibilidades amatorias que ningún otro encuentro de su especie, incluidas las cenas íntimas con velas. Es el desayunar con otro, ese mirarse a los ojos mientras se toma un sorbo de café, lo que dispara una complicidad sutil, astutamente enmascarada. Acabados de salir de la cama, todos somos más propensos a volver a ella.

Clint Verret, tres días más tarde, untaba mermelada de frambuesa en su tostada y me preguntaba, en un inglés exquisito, que desde cuándo me dedicaba a la crítica musical. Para esas fechas, él tendría treinta y pico años, y yo iba a cumplir cuarenta y ocho. Él se acababa de divorciar de su mujer, violinista de la Orquesta Sinfónica de Sidney; yo estaba celebrando mis bodas de plata, y ayudando a mi esposa en los preparativos del matrimonio de mi hija, que ya no habría de ser concertista de éxito, sino la madre de mis dos nietos; el piano quedaba como anécdota, lo que en el fondo me tranquilizaba. Dos meses atrás, Verret había perdido a su padre. Mordiendo su tostada me confesó que aún lo perseguía el recuerdo del anciano moribundo, los ojos fijos y la boca abierta. Sentí un escalofrío cuando me lo dijo, pero sentí un pesar, una solidaridad brutal, como si por lástima quisiera cubrirlo, y por compasión, súbitamente, necesitara poseerlo.

Tomé un nuevo sorbito de café y luego empecé a hacerle preguntas: el origen de su vocación, los nombres de sus maestros, sus compositores favoritos. Clint Verret tenía un lunar de canas, probablemente desde la niñez. Pero también le habían crecido canas nuevas, grisáceas. Llevaba una camisa negra y sus manos emergían, tan blancas y pecosas, desde aquella oscuridad temible. Lo invité a dar una vuelta por la playa; la playa siempre es una gran coartada. Todavía, en ese instante, no me atrevía a confesarme que Clint Verret, lejos de la feminidad, era un pianista masculino y sólido. Por eso mismo, quizás, era tan difícil justificar mi afán, esas tremendas ganas de apretarme a su cuerpo. Desde que lo vi, desde que me senté a su lado y respiré su olor, yo había querido acariciar a Verret. Pensé que todo era consecuencia de mi edad, del matrimonio inminente de mi hija, del soberano hastío que me causaban, a esas alturas, tantas mujeres dedicadas a la música: por entonces, tenía una amante dentro de la orquesta, una mujer casada, la única flauta dulce que devoré en mi vida.

Clint Verret fue la señal, una ardorosa y trágica frontera. Caminando a su lado por la arena, me acobardó el deseo de abrazarlo. Hablábamos de música y luego callábamos un rato. Él se adelantaba, yo lo dejaba adelantarse y le veía la espalda, su nuca, que me pedía castigo. Era como estar borracho, como haber bebido sin intención y vomitar de pronto esa terrible escarcha: sólo con él podría calentarme el vientre. Le dije que me iba, y él me pidió que me quedara: deseaba enseñarme algunas partituras. Una mísera excusa, porque jamás en mi vida había mirado partituras junto a ningún solista. Le respondí que cómo no, que me moría por vedas, y en el fondo quise correr al mar, pensé que el agua tibia me devolvería el sentido. O era precisamente el agua, ese oleaje intratable, lo que me había hecho perder la cabeza.

Entrar en la habitación de un solista es como entrar en un templo. Para mí, al menos, lo es. Años atrás, yo había pasado un buen rato en la suite de un famoso flautista. Era un hombre ya bastante viejo, y por supuesto, no había entre él y yo el menor asomo de atracción: a los dos nos gustaban demasiado las mujeres Pero debo reconocer que en el recogimiento, en la reverencia con que un melómano se adentra en ese espacio íntimo, hay un equívoco muy fino, una emoción sexual.

Fue esa emoción la que sentí cuando entré en la habitación de Verret. Sólo que esta vez esa emoción no tenía nada que ver con el recogimiento, sino con la aturdida carne. Si en lugar de ser un pianista famoso, Verret hubiera sido jardinero o vendedor de peines, yo habría experimentado el mismo vértigo, una dicha contrariada, a medias desmentida, que se jugaba el alma con tal de sumergirse en ese laberinto de roces y contradicciones. El mismo Verret se desenvolvía como con cierto agobio, como si presintiera que al cruzar esa puerta junto a este crítico (que él creía capaz de sacudirlo, de abofeteado a la menor insinuación), había cruzado también una frontera de vida. Verret se estaba convirtiendo en otro pianista, u otro hombre. Y yo me estaba convirtiendo en su espejo. Me senté en una butaca y él se acercó con las partituras, bastante antiguas; me mostró unas notas que había escrito al margen Emil Gilels, especialista en Brahms. Nos gustaba Brahms y nos gustaba, sobre todo, esa cercanía indecisa, ese calor que iba creciendo. La mano pecosa de Verret se apoyó en mi hombro. La miré de reojo y lancé este comentario: «Parece un pájaro». Él movió los dedos, fue un movimiento involuntario, pero no hizo comentario alguno, tampoco retiró la mano, estaba a mis espaldas y sólo alcancé a escuchar un debilísimo jadeo. Tuve el impulso de levantarme y derribado. Pensé que quería darle un puñetazo, se me ocurrió que debía hacerlo, pero en cuestión de segundos cambié de idea: con lágrimas en los ojos, con el anhelo de algo que se me escapaba, volví la cara y le besé los dedos. Los pianistas, por instinto, suelen escamotear sus manos, y para protegerlas en la cama, acarician con cierta insuficiencia. Eso al menos había notado en las mujeres. Clint Verret hizo todo lo contrario: hundió sus dedos dentro de mi boca, permitió que los mordisqueara y los chupara. Puso la otra mano sobre mi cuello, y todavía teniéndome de espaldas, la hizo descender por mi pecho, desabrochó a medias mi camisa, bajó como una araña hasta mi vientre. De pronto se apartó, yo me levanté de la silla y fui hacia él, pero Verret me empujó, hubo un amago de pelea, él llegó a tirarme un golpe que se perdió en el aire. Yo lo agarré por la cintura y él bajó la cabeza; me dijo con la voz más grave, con el tono más duro que he oído en mi vida, que nunca lo había hecho con otro hombre. Le respondí, con esa misma voz, que yo tampoco. «Te juro que no», añadí. Y él preguntó: «¿Entonces?», que era un poco como preguntar: «¿Por dónde empezamos?».

Le desabotoné la camisa y lo besé en el cuello. Me pareció oír que sollozaba y le pedí a Dios que no dejara que Verret se me derrumbara en ese instante; que no permitiera que se transformara en un guiñapo lleno de culpa y arrepentimiento. Yo no sabía a ciencia cierta lo que buscaba en él, pero estaba seguro de lo que no quería. Y no quería a Verret en plan de mujercita pudorosa, llorona, ni tan siquiera dulce. Quería al pianista más o menos recio que conocí en el teatro; y al dolido hombre, más o menos huérfano, que me fulminó en el desayuno. Quería que fuéramos varones, gustosos de Brahms, o gustosos de cualquier otro compositor; dos seres inspirados que acceden a la música a través de una sensibilidad distinta: la del deseo.

Verret pareció escucharme —no sé si dije: «Dios, no te derrumbes»—, no sé si comprendió el significado de esa frase que pronuncié como una orden, en rotundo español. Él me tomó por los hombros y me sacudió antes de empujarme hacia la cama. Tuve miedo por sus manos, temblé por sus benditas manos y traté de atrapadas. Entonces lo noté más alto, más blanco, más vengativo en la penumbra, su cara arrebatada respirando sin control sobre la mía. Ahora era yo quien corría el riesgo de derrumbarme; de hacerme débil y proscrito; de derretirme como sumisa y pulcra maricona. Caí en la cuenta de que la clave estaba allí: en no dejarse doblegar, en no ceder ni arrepentirse. Aprenderíamos —aprendimos— sobre el terreno. Me ofrecí con hombría. Algo me hizo comprender que, en el fondo, no había otro modo de afirmarse que pasando adelante. Yo me entregué primero. Me volví de espaldas y comprendí que el verdadero arrojo estaba allí. Sentí orgullo —¿podrá alguien creer que sentí orgullo?— y me sentí más fiero, más capaz de querer, más invencible para con las mujeres. Verret se volcó, aulló como animal; era muy joven y no bastó ni eso ni nada para desfallecerlo. Llegó mi turno y yo también me derramé, pero más dulcemente. Ya ningún gesto, ninguna ternura, ninguna suavidad podían menoscabar mi espacio. Todo me estaba permitido en adelante: acariciado entero, proceder tan delicadamente como se me antojara. Hay una belleza, una profunda paz en el yacer con otro hombre; es una clase de sosiego diferente, que no se alcanza nunca con una mujer. No habría querido morir sin conocerlo.

Esa noche, como siempre, fui al concierto. Me senté en la novena fila, taciturno y cansado. Mi agotamiento era un agotamiento femenino, eso es inevitable, y mientras leía las notas al programa, estuve regodeándome en mis propias punzadas: hay dolores que lo redimen todo.

A las ocho en punto salieron los músicos, el oboe dio perfectamente el la, y el concertino lo secundó. Dos minutos más tarde, seguido por el director, apareció Clint Verret, hermoso dentro de su frac. Llevaba el pelo recogido en un moñito. En la cama, horas antes, se lo había soltado y las greñas rojizas volaron libremente, rodaron por mi cara, su flequillo me picó en los ojos. Ahora tenía el pelo brillante, más rojo, pegado al cráneo, y el moñito muy tieso. Tanta tiesura le daba un aire de crueldad, pero aun así sentí un golpe de amor.

Me arrellané en la butaca y desde ese ángulo pude ver sus manos. Mi mente iba y venía de Brahms a la pequeña evocación de un gesto: el rostro de Clint Verret, bajo mi vientre, se elevaba exhausto, dispuesto a retirarse. Pero a medio camino, inexplicablemente, volvía atrás y reanudaba el ataque. Ese recuerdo se hizo más agudo cuando comenzó el segundo movimiento, Allegro appassionato, nueve minutos y medio de furor: Verret tocando enloquecido, soportando punzadas tan implacables como las mías, y yo deseando volar a su lado, aferrarme a su espalda, que era blanquísima penumbra.

Para ese entonces, había saboreado muchas veces la sensación de ver tocar a una solista cuyo cuerpo, manos y boca habían estado a merced de mis manos, de mis labios sin ningún escrúpulo. Esa complicidad, mezclada con la música que estaba tocando, me producía siempre un estado de euforia. Era la euforia del poder, una alegría mezquina, no lo puedo negar: me decía que poseía ese cuerpo, y las manos que tocaban, y el instrumento, que si se me antojaba, podía escupir o besar. Un Guarnerius en silencio, en una esquina de la habitación, asiste a mi locura, pero sobre todo asiste a la locura de la virtuosa que lo posee. Y yo, que me elevo por encima de ambos, los poseo a los dos; poseo la música que tocan, la sombra y la cadencia viva.

Esa sensación, la de ver tocar a un solista cuyo cuerpo es tan intensamente mío, se multiplicó, se volvió casi insoportable mientras escuchaba a Verret. Por suerte, ya era el finale, las reminiscencias húngaras, la serena apoteosis y los aplausos que nos despertaron. A mí y a él, porque Verret también estaba viviendo un sueño.

Ni siquiera pude ponerme de pie. Transpiraba sin un motivo real (hacía frío en la sala), me aflojé el nudo de la corbata y decidí que seguiría a Clint Verret a su próxima presentación, que habría de ser en la ciudad de Denver. En ese momento, sentado en medio de todo ese público que no cesaba de aplaudir, me di cuenta de que si no continuaba por algunos días a su lado, no iba a acabar de comprender el resto. No iba a acabar de comprender aquel enigma mío, ni mucho menos me lo iba a perdonar.

Por ahora, sólo pensaba en abrazar la cintura de Verret; seguido a donde fuera menester; dejar de respirar con él, juntos contener la respiración, y en el momento del derrumbe —el éxtasis, que es un derrumbe— aspirar todo el oxígeno del mundo, bocanada tras bocanada, aullido tras aullido. ¿Qué pasión sobrevive a dos lobos hambrientos?

Cuando me asomé a los camerinos, Verret atendía a un grupo de admiradores, estrechaba manos, firmaba autógrafos. Me echó una mirada y fui a su lado.

—Quiero que me acompañes a Denver —dijo bajito.

Le di un par de palmadas en la espalda, tan varonil mi gesto. Me alejé de todo aquello, salí a la calle y respiré como si saliera del agua. Como si la mano de Dios me hubiera arrastrado a la superficie.