Alejandrina
Alejandrina
El clavecín, el piano y la celesta. Imposible concebir un ángel más completo. Alejandrina Sanromá llegó a mi vida —más bien pasó por mi vida— en uno de esos momentos de sequía en que creí que ya jamás me volvería loco de pasión. Me obsesioné con esa idea del mismo modo en que algunos escritores se obsesionan con la página en blanco. Yo estaba en blanco, el mundo frente a mí también lo estaba. Llegué a pensar que mi relación anterior, un horrorizado romance con la violinista Manuela Suggia, me había incapacitado para sentir de nuevo. El último descenso a los infiernos que emprendimos juntos había sido a principios de junio. De pronto estábamos en noviembre, llevaba meses de fidelidad forzada, y ante mi tristeza y ese vagar como alma en pena por la casa, mi mujer se atemorizó: pensó que estaba planeando abandonarla. Por primera vez, noté que desconfiaba de mis salidas; registraba mis bolsillos, me espiaba cuando hablaba por teléfono. ¿Cómo explicarle que nunca le había sido fiel por tanto tiempo ni con tanta intensidad?
Estaba vacío, y por lo tanto, ni siquiera se me ocurría mirar a otra mujer. Me llegué a preguntar si no me habría enamorado de Manuela, absorbente viciosa, si no estaría atrapado por su recuerdo, por la violencia y la acritud que puso al final. Me golpeó duro la tristeza, un desaliento que parecía escurrirme por los poros. Me despertaba de madrugada, me asfixiaba en la cama, pero me obligaba a quedarme en ella, esperando el amanecer, la luz que iba entrando a poquitos y que cambiaba de color de minuto en minuto. Hacia el alba, mi mujer empezaba a roncar; los únicos ronquidos que me han llenado siempre de ternura son los de ella. En las amantes eran otra cosa. Los ronquidos me causaban risa o fastidio, incluso lástima, y en alguna ocasión fue la señal que me indicaba que había llegado la hora de alejarse.
Alejandrina Sanromá, para mi suerte, nunca roncó. O al menos, yo no la oí roncar, seguramente porque jamás dormimos juntos. Pasamos unas cuantas noches en vela, y algunas tardes de siestecita tropical, en las que ninguno de los dos llegó a pegar ojo.
Era un ángel inquieto, y por eso mismo estuvo siempre alerta, pendiente de mis mínimos gestos, febriles sus alucinado s ojos, que parecían perdonar el desquite. Porque con ella me quise desquitar.
Llegó a la orquesta por enfermedad de la pianista del elenco. Dije ya que era noviembre, fin de noviembre, y se nos echaba encima ese otro mes abominable: pura crueldad lejos de abril. Me dirigí al teatro con desgana; ya no esperaba mucho de aquellos músicos desaliñados, que ensayaban en shorts y camiseta. En medio de mi desconsuelo, me había dado cuenta de que estábamos envejeciendo juntos: los metales y yo; el concertino y yo; la organista —con quien había tenido, años atrás, un fugaz piscolabis— y yo. La calidad musical variaba, según el director que subiera al podio. Empezaba a sabérmelo todo de memoria, y no había fallo o descuido que no pudiera anticipar: un despiste en las tubas, un tropiezo del arpa, la desmesura con que a veces atacaba la cuerda.
Me senté en la novena fila, un poco hacia la izquierda. Nada más sentarme, sentí el deseo de salir de allí. Lo que más me atraía de los ensayos, que era el teatro desierto, me oprimió esa vez al punto que hice un gesto de impaciencia y mi libreta cayó al suelo. Una libreta que estaba llena de despropósitos, tan vacía como todo lo que me rodeaba. En ese momento salió el solista; se trataba de un trompetista bajito y huraño que se disponía a ensayar el Concierto de Hummel. Lo escuché sin pestañear: tenía talento comunicativo y una rarísima imaginación, pero me concentré en su cuerpo. Vi que sufría —o gozaba— una pequeña erección mientras interpretaba un pasaje del segundo movimiento. Les pasa a los varones, hay solistas muy temperamentales que reaccionan como los ahorcados: se excitan y ya no pueden controlarse. En los ensayos se disimula menos porque van vestidos de cualquier manera, no llevan chaqueta y el pantalón es de verano. Los chelistas y los pianistas, por estar sentados, pueden maniobrar con éxito. A un violinista se le hará más difícil, y para el trompetista será casi imposible: sacan el vientre, como las bailarinas árabes, y el movimiento que les exige la trompeta los precipita a la lujuria.
Ahora que evoco al trompetista, pienso que es una lástima que los hombres no acabaran de gustarme del todo. Clint Verret fue mi pasión más sincera. También hubo un violista, gustaba de llamarse a sí mismo el violista violado. Pero en el fondo era un gusano. Concluido el acto, tuvo una crisis de culpa, se quejó de náuseas, llamó desde la cama a su mujer. Las sábanas estaban muy manchadas. «Están tan sucias», recuerdo que me dijo. «Eres tan miserable», recuerdo que le contesté.
Tan pronto terminaron de ensayar el concierto de trompeta, el director avisó a los músicos que seguirían con Los planetas, una suite hacia la que siempre he tenido sentimientos encontrados. Me gustan los temas de Marte y Júpiter, por ejemplo, pero abomino de Neptuno. Gustav Holst, el hombre que la compuso, era un artrítico supersticioso, le apasionaban las cartas astrales y los horóscopos chinos, y apuesto a que entre tanta cábala, se ocultaba algún capricho oscuro, un polvito de estrellas. Recogí la libreta del suelo y vacilé entre quedarme un rato más en el teatro, o largarme de una vez, que era lo que había estado deseando. Entonces miré distraídamente hacia el lugar donde dos hombres acomodaban la celesta, en un extremo del escenario, junto al órgano. Una mujer salió para supervisar la colocación del instrumento: tenía el pelo muy corto, casi pegado al cráneo; ojos enormes, pero no saltones, tan sólo abiertos, irremisiblemente abiertos y negrísimos. Se sentó frente a la celesta y le hizo un comentario a la organista. Algo se iluminó de pronto en mi cabeza; me levanté y caminé hacia la tercera fila, que es el lugar donde solía sentarse Salieri. Ignoro por qué lo llamaban de ese modo; ignoro incluso cuál era su verdadero nombre. Salieri, aficionado obseso, asistió a los ensayos de la orquesta durante más de treinta años, hasta que se murió. Conocía a los músicos por sus nombres y apellidos; manejaba información confidencial acerca de casi todos ellos: matrimonios, número de hijos, deserciones hogareñas, fecha aproximada de jubilación. Era una mansa criatura de cabeza de buey, al que le permitían entrar en los ensayos por su talante servicial—llevaba café, cargaba instrumentos— y su constante halago a los contrabajistas. Sospechaba el pobre Salieri lo que yo había sabido desde que me acerqué a la orquesta: el que quiera ganarse la simpatía de esos músicos, tendrá que empezar por camelar a los contrabajos; ellos, más que los violines, ejercen una gran influencia sobre el elenco; un mando solapado, pero muy eficaz.
Cuando me senté a su lado, Salieri me miró de reojo.
—La mujer de la celesta —le pregunté a bocajarro—, ¿es nueva?
Carraspeó, simuló no haberme oído. Esperé unos segundos y me incliné hacia él.
—No había tocado antes, ¿o sí?
Salieri se acomodó los lentes; era grueso y parsimonioso. Movió el cuello con dificultad, como un antiguo muñeco mecánico, y me echó una mirada de rencor. Era evidente que yo no entraba en su reino. En ocasiones, me había atrevido a criticar a la orquesta, a sus contrabajistas del alma, y por supuesto a los trombones.
—Teresa tiene gripe —dijo bajito, refiriéndose a la pianista regular de la orquesta—. Llamaron a Alejandrina Sanromá para que la sustituya.
Anoté el nombre. Salieri era un maniático muy útil, pero no me atreví a preguntarle nada más. Volví a mi sitio en la novena fila y empecé a recuperar la ilusión. Quizá no deba definirlo así. Empecé a recuperar el eje, un anhelo imprescindible para mi equilibrio, y tengo que admitir que ese equilibrio se cifraba en la pasión por las mujeres que sabían dominar un instrumento.
Escuché la obra de Holst como si yo mismo girara alrededor de una bola de luz. Las notas que partían desde la celesta remedaban el polvo de estrellas que va quedando tras el paso de Mercurio. Yo iba siguiendo los movimientos de Alejandrina, su forma de mirar al director, su nerviosismo inicial. Siempre intimida esa primera vez en una orquesta. El director, que era rumano, reprendía a los músicos en español e inglés; exigía un pianísimo que las violas no alcanzaban a darle. De repente mandó callar a todos y habló marcando las sílabas: «Si ustedes lo pueden oír, no es pianísimo». Alejandrina sonrió al escucharlo, fue la sonrisa que me convenció.
Terminado el ensayo, la busqué tras bastidores. La hallé de pie junto al clavecín; seguramente también tocaba el clavecín. Fue lo primero que le pregunté, incluso antes de presentarme. Dijo que lo tocaba, por supuesto, pero que lo suyo era el piano, y más que nada la celesta. Ensayé una expresión asexual de crítico sensiblero: le expliqué que me encantaba el sonido de campanitas que produce ese instrumento, algo que me venía desde la primera vez que me llevaron a ver el Cascanueces, a los cuatro o cinco años.
—A mí me pasó igual —reaccionó Alejandrina, mordiendo el anzuelo.
Agregué que se me acababa de ocurrir que sería bueno escribir algún artículo para los niños; contarles lo que era una celesta y lo que era un clavecín. Y que el mejor modo de hacerlo era sin duda entrevistándola a ella.
Alejandrina Sanromá aceptó ilusionada. Le pregunté que cuándo. Me contestó que esa misma noche. Le pedí que cenáramos juntos y tuvo un gesto de coquetería que selló su suerte:
—Tendré que ir a cambiarme a casa.
Le sonreí. En mi cabeza comenzaba a sonar otra celesta de depravadas campanitas.
—Si no es molestia, la acompaño a su casa y la espero.
Fue una temeridad, pero funcionó. Vivía muy cerca del teatro y caminamos hasta el edificio de apartamentos. El suyo estaba en el noveno piso, un número que siempre me ha dado buena suerte, y lo compartía con su hija adolescente. La niña —pequeñas alegrías que nos procuran los planetas— estaba pasando una temporadita con su padre. Alejandrina era una fruta demasiado madura, a la legua se olfateaban sus ganas de guerrear. Por el camino me comentó que siempre leía mis reseñas. Yo les resté importancia, me hice el humilde y preferí concentrarme en las preguntas que le hacía. Trataba de confundida ya la vez halagada. La confundía manteniéndome distante, en actitud periodística. Al poco rato de entrar en el apartamento, se excusó para ir a cambiarse de ropa y me dejó solo en la salita Momentos antes me había ofrecido una copa de vino, había puesto un disco con interpretaciones al clavecín —algo tan libidinoso siempre— y me había dado un catálogo para que mirara las celestas que fabrican en Inglaterra. No tenía, mi buen ángel, una celesta propia, debido a que eran demasiado caras. Tenía, eso sí, un dignísimo piano vertical. Pensé que le pediría que tocara alguna pieza, pero enseguida se me ocurrió una idea mejor.
Reapareció al cabo de unos minutos. Se había vestido de negro, un vestido bastante recatado, mangas largas y cuellito de monja. Sé por experiencia que esa cerrazón muy a menudo significa lo contrario. La miré de arriba abajo y me levanté: era hora de irnos. Por el camino le propuse que paráramos en el conservatorio. Pensé que era el único lugar donde podría encontrar una celesta disponible. La del teatro no me servía, no podía pasar trasbastidores a esas horas, y menos con una mujer. En el conservatorio, sin embargo, me conocían los guardias nocturnos; estaban acostumbrados a verme de noche. De vez en cuando solía encerrarme allí para preparar mis clases o escribir mis reseñas.
La celesta estaba en el estudio del profesor de piano. Rogué a Dios para que la llave no estuviera echada. Y no lo estaba. Entramos y encendí la luz, que me pareció un bochorno, tan blanca y líquida. Busqué con la mirada una lamparita y alcancé a ver una sobre la mesa, junto al estante de los libros. Me apresuré a encenderla y de inmediato apagué la del techo. Alejandrina se había acercado a la celesta, la acariciaba con la punta de los dedos. De pronto me tuteó:
—Si escribes ese artículo, no te olvides de poner que la celesta solamente tiene un pedal.
Me pareció una idiotez, pero asentí, y le rogué que tocara alguna cosa. Ella se acomodó en la banqueta y escuché los primeros acordes.
—Chaikovski —ronroneé, reconociendo la melodía—o A su sobrino le fascinaba la celesta.
Alejandrina levantó la cabeza y me miró a los ojos. Fue suficiente. Luego volvió a concentrarse en el teclado y yo me concentré en las posibilidades estratégicas del estudio: no había un mísero sofá donde tumbada, ni una butaca razonable. Ni siquiera había alfombras.
—Ese jovencito solía sentarse junto a Chaikovski —solté indeciso, como quien suelta prenda—, y se empeñaba en tocar con su tío.
—¿Celesta a cuatro manos? —sonrió Alejandrina—. Debe de ser incómodo.
Puse cara de asombro. El angelito húmedo trataba de ser mordaz con su demonio protector. Chaikovski se ponía furioso —mentí despacio; no estaba seguro de estar mintiendo—, fingía más bien su furia, porque en el fondo disfrutaba de la cercanía del sobrino. Jugaba de manos con él, le gruñía como lobo y olisqueaba sus orejitas frías… Así fue como compuso La danza del hada confitada.
Alejandrina me miró con desconfianza. Tenía los labios orientales, esa boca chiquita y repintada que de repente tuve intención de devorar.
—No exactamente las orejas —rectifiqué—, sino detrás de las orejas. Hay una zona allí…
Ella pretendió no haberme oído y yo tomé su mano, por un momento me apropié de sus deditos fríos, arrebatándoselos a la celesta, y los froté contra mis labios. Fue como si susurrara unas palabras mágicas, porque su mano entera pareció recobrar todo el vigor, se independizó por completo y empezó a acariciarme. Primero el pecho y luego uno de mis muslos, y finalmente se refugió en mi entrepierna. Allí pudo capturado todo; capturó mi pasión, que reverdecía plenamente; y capturó algo que se llama instinto. Eso está siempre en los testículos.
—Mejor nos vamos —musitó ella sin soltarme, sin que su cuerpo evidenciara la menor intención de moverse.
La obligué a ponerse de pie y la besé. Me acerqué a la mesa y apagué la lamparita. En completa oscuridad, volví a su lado y la empecé a desvestir: negro que cayó sobre negro. No nos veíamos, tan sólo oía su respiración y notaba sus manos desabrochándome el pantalón. A tientas terminé de desnudada y le pedí que retornara a la celesta. Ella se sentó con dificultad, ahogando risitas, tropezando un poco. Cuando estuvo sentada en la banqueta, me le acerqué por detrás y me incliné sobre su espalda, con ambas manos le tomé los pechos y empecé a besarle los hombros. Poco después le hablé al oído:
—Toca un poquito.
Escuché un «no» muy suave. Balbuceó que no podía.
—¿Ni siquiera esa parte de Salomé…?
Restregó su rostro contra el mío.
—Esa menos que ninguna.
Lamer la nuca de una mujer que está a punto de tocar la celesta debería ser el acorde final de la locura, no el principio. Me di cuenta de que todo podía arruinarse de un momento a otro: bastaba que ella se diera vuelta y me abrazara, algo tan convencional al fin y al cabo; o que yo mismo, cediendo al desquicio, la ciñera por la cintura y la arrastrara al suelo.
—Entonces toca otra cosa —gemí—, toca lo que tú quieras…
Se echó a reír, pero sin convicción.
—La danza de la reina confitada —murmuró.
—No es reina —balbuceé—, sino hada.
Comenzó a tocar, algo apagadita primero, como si se estuviera despertando, pero con más brío a medida que se convencía de la dulce recompensa que le esperaba al final. Me arrodillé detrás de la banqueta y le besé la espalda, haciendo coincidir cada pequeño beso con las notas de las campanitas: do do do, si si si… la re si re la. Abrazado a su cuerpo desnudo, acezando en la penumbra de aquel estudio, sentí volver esa emoción que creí agotada con Manuela. Para Alejandrina, por fin, era un desafío seguir tocando mientras la acariciaba. Y aquel, en suma, era el auténtico secreto de la melodía: un lobo perverso envuelto en algodón de azúcar.
Me levanté y ella dejó de tocar. Era difícil orientarse en la oscuridad, y era delicioso hallar una pista: un pecho, un muslo, los labios de Alejandrina que se desesperaban por atrapar mi sexo, y eventualmente lo conseguían. Se aplicaba entonces; eso bueno tienen los virtuosos: se aplican, insisten, repiten, poseen una sed perfeccionista que no conoce el hastío ni el agotamiento.
Sin esperar el desenlace, me retiré dulcemente de su boca y la obligué a separarse un poco de la celesta.
—Hacia atrás —le susurré y comprendió enseguida.
Me arrodillé frente a ella y le pedí que extendiera las manos; sólo quería saber si alcanzaba con ellas el teclado.
—Ahora —sollocé—, ¿puedes tocar?
Echó su cuerpo hacia delante, sólo las puntas de sus nalgas descansaban en la banqueta, y yo, sentado ya en el suelo, hundí la cabeza entre sus muslos.
—La danza… —suspiró—, ¿vuelvo a tocarla?
El confite, toda la miel del mundo, estaban allí, bajo mi lengua, y las manos de Alejandrina Sanromá tocaban a despecho de mi voracidad, pero también a despecho de su locura. Se había vuelto loca y de Chaikovski saltó a alguna otra pieza que no fui capaz de identificar. El ruido de sus gemidos se entremezclaba con las campanitas de la celesta, y en el momento en que la sentí venir, la oí golpear el instrumento, lo aporreó con furia. Alejandrina dejó de tocar y sollozó largamente, puso sus manos sobre mi cabeza —sobre mi rostro de duende confitado— y fue calmándose poquito a poco.
Me incorporé y le chupé los pezones. Ya no me importaba que en aquel estudio no hubiese un sofá, ni siquiera una butaca. La empujé suavemente, hacia el suelo y me tendí sobre ella. Nunca había tenido bajo mi cuerpo un cuerpo tan delgado, pensé que no me gustaban las huesudas. Pero me equivocaba. Los huesos de Alejandrina empujaban mis propios huesos, sobre todo a la altura de las caderas, y la sensación que me produjo aquel duelo me llenó de un regocijo macabro: éramos dos esqueletos batiéndonos a muerte, tratando de rompernos el uno contra el otro, rozándonos a ver cuál de los dos se deshacía primero.
Levanté las piernas de Alejandrina y las retuve en alto con mis manos antes de adentrarme brutalmente en ella. Esa iba a ser la estocada final, el golpe de gracia para un montoncito de carne que, tocado por la varita de Un hada, estaba a punto de convertirse en polvo luminoso. Alejandrina chilló, y si yo no lo hice con la misma intensidad fue porque me abrumó en ese momento la dicha de haber recuperado la pasión, que no es otra cosa que la sensación de nacer y morir en un segundo, y renacer sabiendo que ya nada te podrá matar.
Yo era inmortal, prácticamente invencible cuando me retiré del cuerpo de Alejandrina Sanromá. Tropecé con la celesta antes de poder llegar a la mesa para encender la lamparita. Alejandrina estaba inmóvil, tendida en el suelo, y yo busqué entre mi ropa un pañuelo. Volví a su lado y le enjugué la entrepierna como si le enjugara unas lágrimas.
Nos vestimos y fuimos a cenar. Alejandrina no bebió una gota de licor, nunca bebía, pero parecía borracha. Me rogó que fuéramos a su casa y le advertí que lo iba a lamentar. Se lo advertí con malicia y me respondió que no le importaba. Que lo único que deseaba esa noche era lamentarlo todo, impacientarse por todo, llorar de ganas de llorar. Quería que la tomara al derecho y al revés, a la buena y a la mala, de golpe y sin aviso y sin misericordia. Enrojecí, nunca había conocido a una pianista, virtuosa o no, tan deslenguada. Alejandrina deliraba en voz baja, pero pensé que, aun así, desde alguna mesa cercana la podían oír. Tomábamos el postre y le confesé que me gustaba mucho. Ella tembló dentro de su vestido negro: una cerrazón tan anegada y bruja como el sendero de su propia sangre.
Llegado el sábado asistí, como siempre, al concierto. Desde arriba, antes de sentarse frente a la celesta, Alejandrina me buscó con la mirada. Ya le había dicho que estaría en la novena fila, un poco hacia la izquierda. Sonrió cuando me divisó y temí que me lanzara un beso, o que tocara un trocito de La danza del hada confitada: la sabía capaz de cualquier extremo. Sólo estuve tranquilo cuando terminó su participación en Los planetas, una suite que nunca me pareció tan larga, ni tan flagrante en su vulgar lujuria.
Dos meses más tarde, yo volvía a enloquecer, pero esta vez mi amada tocaba el clarinete. Rebecca Cheng, aparte de ser casi una niña, era experimentada maromera. Mi incontenible china y yo probamos posiciones desnaturalizadas y caricias de circo. No fue necesario recurrir al oprobio, como con Manuela Suggia.
De casi todo se reía Rebecca. Tenía una risa de chinita astuta que es sorprendida robando un loto de un estanque ajeno.