—Me siento como uno de esos esquimales muy viejitos —dijo Sebastián— al que otro le mastica la comida y le pone la papilla en la boca.

No le respondí. Él se sentó frente a mí y me deprimí pensando que en realidad los dos estábamos para papillas.

—Lo digo por tus memorias, o tus historias, o lo que sean. Me lo estás dando todo masticado, todo lo que te conviene, por supuesto. Ahora tenemos novelita de amor.

Sonreí sin ganas, sólo por avivar su coraje, y seguí revisando mis notas: hojas sueltas, libretitas mugrosas, agendas de años lejanos, demasiado lejanos y demasiado vivos. El resto estaba en mi memoria, lo único que no quería fallarme en esa hora de lenta, visceral zozobra.

—No me has contado si por fin te fuiste a Denver con Clint Verret —agregó Sebastián y a la vez me clavó una mirada de pena, suplicante como la de una madre.

Me atrincheré en la impiedad. Le advertí que la envidia lo reconcomía, y que a su edad, que era casi la mía; tenía que aprender a controlarse.

—Sabrás que estoy harto del romance con esa mulata boba —lo oí murmurar. ¿Cómo tuviste hígado para soportada tanto tiempo?

—Es que me robó el hígado, precisamente —recalqué sin mirado—. Según los bereberes, es en el hígado donde está la cosa del amor. Y es el hígado lo que uno entrega cuando se enamora.

Sebastián hizo un gesto de incredulidad y me devolvió las páginas que le había dado el día anterior. En ellas hablaba de Virginia, de mis sentimientos verdaderos hacia esa mujer. Nunca se los había confesado a nadie. Tal vez ni siquiera a mí mismo.

—Al final—dijo con ironía—, seguro que regresó a Nueva York con la secretaria marimacha y con el hermanito.

—No era el hermano —le aclaré.

—Ya sé, el hermano adoptivo, el primo…, whatever.

—Era el marido, Sebastián. Estando en Nueva York lo supe, no me preguntes cómo. Virginia era una máquina de fabricar embustes.

Sebastián abandonó un instante su actitud resentida y soltó una carcajada.

—Era igualita a ti, eso fue lo que te cautivó.

—No lo era —contesté, con una voz crispada que delataba lo contrario.

Entonces me puse a leer un comunicado de prensa que alguien había dejado sobre mi escritorio. Lo leí con una mezcla de nostalgia y pánico: la pianista Margarita Shevchenko arribaba ese fin de semana a San Juan. Significaba eso el primer concierto al que asistiría sin ninguna misión concreta: ya no tendría que escribir la reseña, ni tampoco tenía alumnos a quienes recomendar el espectáculo para luego comentado en clase. No disponía ni siquiera del aliciente de conquistar a la pianista, cualquiera que fuera el aspecto de esa Shevchenko tumultuosa. La música, en adelante, no era más el remanso de paz que dicen los sensibleros. Nunca lo fue para mí, de todas formas. Pero ahora, frente a un futuro sin pasión, tenía que hallarle un fin en sí misma; debía enfrentarme a esa realidad, como quien atraviesa una frontera y luego se palpa para saber si está entero, si no ha perdido un brazo o tiene un agujero en el vientre. Yo tenía que asistir a ese concierto, preferiblemente solo —nada de esposa ni de amigos compasivos— y salir de allí sabiendo que toda la emoción, esa bola indigesta de sentimientos y revelaciones, tendría que volcada en otra parte, ya jamás en el periódico. Llevármela a mi casa y no hacer nada con ella. Seguir viviendo, que es lo único que se puede hacer a esta edad.

Sebastián dejó de quejarse de mis escritos para atender a uno de sus reporteros, que llegaba con la noticia de un divorcio, el de una actriz famosa, me pareció escuchar. Luego la redacción volvió a quedar en calma. Sebastián anunció que regresaba a su mesa para dejarme escribir.

—Sólo una cosa —agregó—, ¿cómo termina el numerito de la celesta?

Lo miré de arriba abajo. Por fin había logrado irritarme.

—¿Cómo que cómo termina? Ya terminó. ¿No te diste cuenta? Hay cosas que terminan así de bien.

—Tienes razón. Ahora falta que me cuentes cómo terminó la cosa con Verret. Espero que todo terminara mal, son las historias que me gustan.

—Terminó en Denver —susurré, dosificando un poco la información.

—¿Tan rápido?

—Estuvimos tres días encerrados en el Brown Palace. Lo que tuvimos allí equivale a unos veinte años de convivencia moderada.

—¿Sin salir?

Sebastián se había puesto un poco pálido; tragaba urgentemente en seco.

—Ese hotel, por dentro, es como un barco antiguo, con balaustradas de bronce y galerías. Me hice la idea de que estaba navegando.

Sebastián entornó los ojos. Hizo un gesto como de haber sufrido un vahído, puro teatro, y abandonó del todo su tonito cáustico.

—Escríbelo entonces, Agustín. Estuve buscando en el archivo las fotografías de Verret. Saqué una de ellas, la tengo en mi escritorio por si quieres verla.

Me negué con coraje, como si me hubiera propuesto un pacto suicida. Algo en el re encuentro con la imagen del pianista me atemorizó. De Verret no me enamoré, porque yo no me enamoraba de los hombres. Eso estuvo claro desde el principio.

—Si me lo permites —le dije—, termino con la historia de Virginia Tuten y luego escribo la de Rebecca Cheng. La de Rebecca es divertida.

—¡Verret! —cortó Sebastián; me conmovió su angustia—. Primero me cuentas lo de Verret y luego sigues con la mulata, con la china, o con la que te parezca.

Vi que transpiraba y le temblaban un poco las manos. Me puse de pie, acerqué mi rostro a su rostro, fijé mis ojos en los suyos, la punta de mi nariz casi rozando su nariz, al estilo de esos feroces militares que tratan de intimidar a sus reclutas. Hablé mordiendo las palabras.

—¿Qué pasa si te cuento otra novelita de amor, Sebastián?

Se quedó pasmado. Vaciló antes de preguntar:

—¿De amor con quién?

—Con Verret. ¿Qué tal si te digo que ese cabrón también me robó el hígado?

Su imaginación iba a estallar. Más que el corazón, más que la cabeza, hay una tripa, que es la de los locos sueños, que estalla siempre a través de las pupilas.

—Tú y Verret… —balbuceó Sebastián.

—No soy ningún maricón —troné bajito.

—Pero Verret…

—Tampoco lo era. Y sin embargo me robó el hígado. ¿Tú te lo explicas?

Dijo que sí con la cabeza y se marchó despacito. Me dio lástima. Me entraron ganas de llamar a Verret, de buscado en el último rincón de Australia, debajo de las piedras, en las apestosas bolsas de los marsupiales. Tragué también en seco: ¿hasta dónde iba a llegar en este intento de contado todo? ¿A cuánto me iba a arriesgar?

Cerré los ojos y me pareció escuchar un trocito del estudio para piano de Hiller. Vi luces y copas, y el balconaje inolvidable del Brown Palace, girando en torno a mí. La voz de Verret me llegó tan nítida:

Brown is the color of the lie.

Sin tocamos, sentí que nos habíamos abrazado. Éramos dos caballeros mirando al mar desde cubierta. Y esa, tal vez, era la única verdad.