Virginia

Virginia

La llevé al hotel Pierre. Hay una barra allí, semiescondida. Le pregunté qué deseaba beber. Pidió Coca–Cola y se me cayó el mundo.

—¿No querrías algo más fuerte?

Estuvo pensándolo un momento.

—Té frío, tal vez, —y dirigiéndose al camarero—: Mejor me trae un té.

No tenía remedio y la detesté un poquito. Sólo un poquito, porque en el fondo estaba impresionado por su repertorio. No puedo detestar del todo a un músico que incluye entre sus piezas favoritas las sonatas para violín de Béla Bartók (podría morirme oyéndolas), y en especial Hora staccato, de Grigoras Dinicu, una composición difícil, pero también maldita: bajo su danzante apariencia, hay malditismo. Trajeron el té y ella lo empezó a beber a grandes sorbos, mientras yo le preguntaba por sus antecedentes musicales. Me habló del padre afinador de pianos y de la madre fugada de Antigua. Pensé que, de haber estado en el lugar de esa madre, también me habría fugado; cualquiera que se ve en brazos de un afinador que colecciona violines en miniatura tiene motivos más que suficientes para huir. He conocido a muchos afinadores. Casi todos son de una tesitura tortuosa; tienen una forma sombría de abordar el piano y obcecarse sobre el teclado. A casa, para afinar el piano de mi hija, solía venir un hombre ciego. Usaba unas enormes gafas oscuras y un bastón con calaveritas talladas en el mango. Pero lo que más me inquietaba eran sus manos, pequeñísimas, con esos dedos gelatinosos que parecían gusanos embalsamados. Nunca quise dejarlo a solas con la niña. Pero tampoco me gustaba dejarlo a solas con el piano. No sé de qué lo presentía capaz. De casi todo, supongo. Hay arrogancia, además, en los afinadores. En el fondo, desprecian a los pianistas.

—Perdone que reaccionara así —dijo de pronto Virginia, cuando ya pensaba que nunca iba a tocar el tema—o En el momento en que usted llegó, mi hermano se acababa de ir.

Yo había pedido whisky y me quedé en la luna Tomé un trago y le pregunté a Virginia si su hermano también viajaba con ella.

—Nunca viajamos juntos —me contestó bajito; se había quedado medio embelesada—. Pero él acaba de llegar de Antigua y quiere seguir conmigo a Nueva York.

Un hermano, pensé. Un mulato cultivado y hermético. Celoso hasta la médula, y consciente como nadie de la indefensión de esta mujer, de esa candidez que no era tal, sino una sórdida resignación. Algo que la hacía vulnerable, sí, pero también violenta:

Virginia tenía que ser muy dura consigo misma. No abrí la boca, pero ella me adivinó el pensamiento.

—Vive parte del tiempo en Nueva York y parte del tiempo en Antigua. Es mayor que yo y tiene problemas con Wendolyn, mi secretaria.

Wendolyn… Wendy para los amigos, especialmente para Virginia. Quería decir que la leona muerta de deseo tenía ese sobrenombre tan voluble, tan falto de sustancia.

—Lo lamento mucho —dije, pero no quise agregar una sola pregunta. Con el tiempo me he dado cuenta de que la mayoría de las mujeres son dadas a contar sus vidas, siempre y cuando no noten un excesivo interés en la otra parte. He aprendido a ser un interlocutor distante. A veces podría hasta parecer grosero.

—Quisiera quedarme aquí —dijo de pronto Virginia—. Resérveme una habitación.

Abrió su bolso, sacó el pasaporte y yo la detuve.

—La reservaré a mi nombre.

Tenía la cara un poco hinchada. Por eso, y por el moretón de la mandíbula, no tuve dudas de que la habían abofeteado. Terminé mi bebida y me vino a la mente la imagen de su cuerpo, en ropa interior, vuelto de espaldas, y el resto de la habitación en desorden. No sabía si preguntarle cuáles eran sus planes. Virginia estaba absorta, quizá los estaba haciendo en ese momento: por lo pronto, quedarse en el Pierre, una o dos noches. Llamar a su agente en Nueva York y cancelar su presentación. Eludir cualquier contacto con Wendolyn, leona hiperactiva y desgraciada. Y eludir, sobre todo, cualquier encuentro con su hermano, que no era hiperactivo, sino todo lo contrario: un ser taimado, de movimientos lentos —en eso se parecería un poco a Virginia—, las manos muy cuidadas, me refiero a esas manos largas y mestizas, de uñas muy limpias y recubiertas de brillito.

—Espéreme aquí —le susurré, y le acaricié amistosamente el hombro.

Reservé la habitación. Los empleados del Pierre ya me conocen. He usado ese hotel con otras virtuosas. Solistas que viajan con algún pariente y no pueden usar sus propias habitaciones. Virginia me esperó en el bar; no mostró mucha emoción, ni siquiera se permitió un momento de vacilación cuando le propuse que subiéramos. A veces, estos músicos que se imponen la dura jornada de diez o doce horas de práctica se convierten en seres estúpidamente obedientes, de una docilidad que, en ocasiones, ha llegado a irritarme. Salen como zombies de ese baño de vapor que es el estudio —y no me refiero a la temperatura ambiente, sino a la hoguera musical—, húmedos por dentro y por fuera. Es tan fácil arrastrados entonces… Nadie se imagina lo sencillo que es mirarlos a los ojos, pasarles un brazo por los hombros y empujados suavemente hacia la calle. De ahí al hotel no hay más que un paso. Generalmente están agotados, su mente y sus brazos no dan para más —si se trata de una clarinetista, hay que ser cuidadoso, muy gentil con los labios—, pero el resto de la carne, y todos los deseos dentro de ella, están intactos. Conservan el fuego; es más, el clímax de la música los lleva a querer alcanzar el otro clímax: se abrasan por dentro. La mayoría de las veces no caen en la cuenta de que mientras practican el violín —obstinados con el staccato—, o repiten la misma pieza, una y otra vez, al piano, se van perdiendo. Luego de eso, no hay servicio más noble a la música culta, no hay apoyo más imperecedero para un solista, que tirado de bruces en la cama. Allí estallan por fin. Todo ese sentimiento que han acumulado durante horas —a veces durante días— sale en un soplo alucinado, casi animal. Aúllan las chelistas, especialmente ellas. Y casi todos tienden a ser desenfrenados, o demasiado exigentes.

Ninguno de los empleados alzó la vista cuando pasé rumbo a los ascensores, tomado del brazo de Virginia Tuten. Su codo era carnoso, se lo oprimí con intención: quería que se sintiera segura, que en alguna medida me aceptara como a otro hermano protector. En vista de que no tenía equipaje, me ofrecí para acompañada a comprar ropa, o a recoger la que había dejado en el otro hotel.

—No quiero volver allí —susurró—. Al menos hoy, quiero olvidarme de eso.

Se dejó caer en una butaca y yo encendí las luces. Estaba anocheciendo y comprendí que Virginia se había empezado a derrumbar; empezaba a tomar conciencia de todo lo que había ocurrido y de lo que faltaba: cancelar un concierto, con tan pocas horas de antelación, era una decisión muy grave y arriesgada.

—¿Seguro que no quieres tocar? —pregunté, acuclillándome frente a ella.

—No he dicho eso —respondió sin mirarme.

—Pero a esta hora —insistí— deberías estar saliendo para el teatro.

—Mi hermano estará allí, esperándome. No podré tocar si lo siento cerca.

Le tomé las manos, unas manos increíblemente delicadas para ese cuerpo de mulata relamida. Se las besé; trataba de medir mis pasos, pero me imaginé que esos besitos húmedos, breves, en cierta forma desinteresados, no la perturbarían demasiado. Pronto comprendí mi error: la perturbaban. Virginia llevaba demasiado tiempo a merced de otra mujer, quiero decir, sin el fragor de un hombre. Pensé que Wendolyn, desabrida leona, la acababa de perder; la iba a seguir perdiendo a medida que avanzara la noche, y ya no quedaría ni rastro de un recuerdo suyo hacia la madrugada. No importa que en el futuro ella siguiera coordinando entrevistas, pendiente de la ropa de la violinista, de sus partituras y sus boletos de avión; no importa que continuara enfrentándose al hermano, mulato incestuoso y rastrero. Wendy, desde ese día, quedaba excluida; la estábamos excluyendo minuciosamente.

Mientras le besaba las manos, Virginia pasaba sus dedos por mis labios, recorría mi bigote, me acariciaba los pómulos, las sienes, mi pelo, que por entonces era ondulado y negro, tal vez sólo castaño oscuro, pero oloroso y fuerte. De repente, intuí que debía hacer una pausa. Me incorporé y le expliqué que tenía que ir al periódico, y que mientras tanto ella podría hacer sus llamadas. Le prometí que regresaría en un par de horas, y antes de irme, la tomé por la barbilla y la besé en la boca.

Fui disparado a mi casa. En aquella época, me resultaba relativamente fácil inventar un viaje al interior, un concierto del que me había olvidado por completo. Junto con el concierto, inventaba una cena y una tertulia, y con tanta actividad, no iba a tener otro remedio que dormir en un hotel. Mi mujer lo tomaba con filosofía, a veces se empeñaba en acompañarme, y en ese caso la convencía de que sería un viaje engorroso y de que el solista no valía la pena. Inexplicablemente, se conformaba. Muchos años después he pensado que ella se ofrecía para acompañarme sabiendo de antemano que yo trataría de disuadida. Supongo que aprovechaba aquellas noches de libertad para vivir su vida. Tengo dos o tres sospechas bastante bien fundadas: un colega suyo, abogado también; un médico, el otorrino que atendió a la niña, y por supuesto, un detective privado de los que ella misma contrataba, en nombre de sus clientas, para seguir a los maridos adúlteros.

Me cambié de ropa y llamé al periódico. El fotógrafo, furioso, había regresado a la redacción sin dar conmigo y tampoco con la violinista. Pedí que le explicaran que la virtuosa se había enfermado de repente. Prometí llevarles una nota tan pronto tuviera más detalles. Me rocié un perfume discreto; me ajusté el nudo de la corbata y me despedí de mi hija, no sin antes rogarle que practicara duro. También me despedí de mi mujer, soy afectuoso por naturaleza, la besé fuerte y le recordé que la quería.

Llegué al Pierre. Fui derecho al ascensor. Como iba solo, uno de los empleados me detuvo para saludarme y preguntarme algo sobre un cantante, bolerista de éxito, según creo recordar. Ya en aquella época me reventaban los boleros, y más me reventaba aún la gente que se dedicaba a cantarlos. Pero a pesar de todo, contesté con amabilidad y detalle, como el conocedor que se suponía que era. Luego subí. Llamé suavemente a la puerta; aunque tenía la llave de la habitación, preferí tocar para prevenir a Virginia. Ella no respondió. Usé mi llave y entré en la penumbra; había cerrado las ventanas, todo estaba en calma excepto porque se oía correr el agua, se oía correr con fuerza, y supuse que se estaría bañando.

Me quité la chaqueta y respiré muy hondo. Empujé la puerta y me sacudió la imagen: Virginia estaba en la bañera, desvanecida (o simulando estarlo), pero con la cabeza a flote. Cerré el grifo y la tomé por los brazos, estaba desnuda pero tibia. El agua también estaba tibia; al menos, se había ocupado de entibiarla. Balbuceó alguna cosa, le soplé la cara y le susurré que fuéramos para la cama. Abrió los ojos, me rodeó con sus brazos y me empapó la camisa.

Mordiéndome la oreja, me suplicó que la llevara lejos.