Me detuve junto al muro, frente a la bahía, y recorrí con la vista ese pedazo de puerto que siempre me trae buenos recuerdos. Estaba un poco nublado y así era una delicia. Me gusta ese parque, que llaman Parque de las Palomas; me produce una paz muy especial y por eso trato de visitado solo. Una vez, hace muchos años, me acompañó hasta allí una mujer. Fue un acto de locura, y en cierto modo, un acto de magia. Esa mujer era Rebecca Cheng, la mejor clarinetista que conocí en mi vida, y la llevé para que hiciera música, no con el clarinete, por supuesto, hubiera sido algo ruidoso. Rebecca tocó para mí un instrumento chino, una especie de laúd diminuto que producía una vibración perversa. Lo tocó de un modo muy sensual, moviendo la cabeza como si estuviera en la Ópera de Pekín. Era un día entre semana, cerca de la medianoche, de modo que no había casi nadie en los alrededores, si acaso dos o tres curiosos que se pararon a mirar, pero que al contrario de lo que yo temía, enseguida se aburrieron y continuaron su camino.
Rebecca tocó canciones chinas, desconocidas para mí, pero bellísimas. En las pausas entre melodías, yo la besaba en la frente. No me sentí capaz de darle ningún beso más comprometido. No en ese lugar, escuchando la respiración de las palomas, que era como un susurro de los árboles, y aspirando el olor del salitre, tan fuerte que todo me sabía a sal gruesa: la piel de Rebecca y hasta mis propios labios.
De niño, mi madre solía llevarme a ese parque. Luego de la clase de piano, visitábamos la casa de una de mis tías, que vivía muy cerca, en la calle del Cristo. Esa tía me daba dinero para comprarles comida a las palomas. Así que al final de la tarde mi madre y yo acabábamos por esos rumbos. Las palomas me rodeaban y me picoteaban el cuello, el pelo, inesperadamente el pecho. Había un trasunto erótico en ese picoteo, pero yo no lo sabía. Tampoco sabía, a los siete u ocho años, que la música en mi vida, más que un pasatiempo, o más que un modo de ganarme el sustento, habría de convertirse en un sueño absoluto, imprescindible a la emoción sexual. Las pocas veces en que me encamé con alguna mujer que no supiera tocar un instrumento, me contagiaba de su ignorancia: terminaba por no saber cómo tocarla a ella. La trataba con cierto desdén y al final la dejaba insatisfecha. Pensaba que no había encanto, ni hechizo, ni la menor necesidad de hurgar en ese pozo de temperamento que es el vientre. Sentía que allí no había profundidad, al menos no la profundidad que a mí me interesaba.
Miré al horizonte, nublado pero luminoso. Es una condición común a los cielos de estos meses. Por la mañana, temprano, había estado en el periódico, quería saber la opinión de Sebastián con respecto a los papeles que le dejé el día anterior. La historia de Verret debió de trastornarlo, cosa que puedo comprender muy bien: Verret lo trastornaba todo, hasta la paz y la serenidad de un hombre que nunca quiso —ni pudo— dejar de serlo. Pero además, a Sebastián le di la historia de Rebecca. Le aconsejé que la leyera detrás de la Verret. Se me ocurrió simplemente que Rebecca era como esos sorbetes de fruta que se sirven entre dos platos fuertes para mitigar sabores. Había un abismo entre mi pasión por el australiano y el sosegado romance que viví con la clarinetista china. Lo mismo que había un abismo entre la propia Rebecca y la vorágine de lodo, confusión y espanto en que se convirtió mi relación con Manuela.
Resultado: Sebastián se enfermó. O por conveniencia se fingió enfermo, para no tener que enfrentarse a mí y por lo tanto concederme toda la plenitud que revelaban mis escritos. Antes de verme, él tenía que digerirlo lentamente —como una boa que va engullendo un animal mayor—, meditar en las frases con las que iba a comentar mis dos relatos: el de Verret, primero, que era el más escabroso, y el de Rebecca después, que ya me imaginaba que no le iba a gustar. Sebastián detestaba a las niñas, a los chiquillos en general, y Rebecca, cuando nos conocimos, no había cumplido diecisiete años. Técnicamente era una princesita china, con oído absoluto, eso sí, un genio musical capaz de identificar cualquier nota sacada de contexto, y capaz de producirla, además, sin errores ni diferencias de altura. Esa testarudez, ese rigor sonoro, lo aplicaba luego en la cama, en las interminables trabazones donde, el minimalismo y la delicadeza nos hacían cada vez más voluptuosos. Nunca supe si me acostaba con Rebecca o con su fantasma; todo eran siluetas, medias tintas, suspiros que instantáneamente pasaban a convertirse en sombras. Nada fue más placentero ni más leve, y muchas veces, a través de los años, eché de menos ese amor flotante y como sostenido por hilos invisibles.
En el parque, rodeado de palomas, volví a ver a Rebecca: la veía allí, y la veía en la cama, tocando el diminuto laúd, desnuda y con las piernas dobladas, como una esclava que esclaviza. Rebecca solía decir que con el clarinete se ganaba la vida, pero con el sanxuan (creo que así se llama ese instrumento) se ganaba el cielo, y el doblegado corazón de muchos hombres. En el fondo, y esto no tenía que ver con la música, era una engatusadora fina, que se había acostado ya con una media docena de directores —uno muy conocido, japonés por más señas, le propuso un ménage à trois con una famosa cantante de ópera—, sin contar sus ardientes interludios con solistas de todo género, a menudo norteamericanos. Rebecca, desde niña (es decir, desde más niña), había vivido en Chicago.
Siempre he oído decir que los viejos suelen apoyarse en sus recuerdos. Siempre me prometí que no caería en esa trampa. En el pasado tuve días luminosos Ahora, que era de noche, casi de noche, me negaba a vivir como un vampiro, de la sangre de mis propias hazañas. Contarlas en un libro era una cosa. Sentarse en un parque, rodearse de palomas, mirar hacia la bahía y recordar a una chinita que mamaba con primor, como si dibujara una acuarela con pagadas, era algo deprimente. Era darse por vencido, o darse por muerto.
Me levanté y sonreí pensando que acaso el verdadero fiambre, a esas horas, era el pobre Sebastián, muerto de envidia y de arrepentimiento. ¿A cuántas maravillas renunció en su vida? ¿Cuántas veces prefirió cerrar los ojos, antes de abrirse el pecho y arriesgarlo todo?
Yo, en cambio, mantuve los ojos bien abiertos, perrunamente abiertos. Había algo en mi naturaleza que me obligaba a saborear, invitar, sugerir a través de la mirada. Y más tarde, a la señal de un golpe imaginario —diez platillos del amo Berlioz—, me lanzaba al ataque sin culpa ni remordimientos; los culpables son una raza aparte, inferior desde luego. Sólo ponía una condición: que hubiera música de por medio. Uno tiene sus caprichos, el fetichismo de unos labios que se vuelven musculosos a fuerza de apretar una boquilla, o el fetichismo de unos muslos que, acostumbrados a rodear el violonchelo, siempre están llenos de fogosa intuición.
Volví al periódico. Necesitaba continuar, comprendí que necesitaba vomitar esa pasión que, por equívoca y maldita, todavía me revolvía el estómago. Estaba tenso porque sabía que me tocaba escribir sobre Manuela Suggia: exagerada violinista, demonio de amante.