Clarissa
Clarissa
Tocar la trompa es como cometer felatio.
Veo al músico, hombre o mujer, rodear el instrumento con sus brazos, aplicar los dedos a las llaves —el pulgar de la mano izquierda, por ejemplo, que se mueve sin ningún pudor— y oprimir sus labios contra la boquilla. Observo entonces su expresión, los ojos semicerrados y los carrillos tensos, y otra imagen sin querer se superpone: lo veo tocar la trompa, sí, pero también lo veo lamer, chupar, enardecer otras rosadas llaves, singularmente tibias.
Me sucedió cuando conocí a Clarissa Berdsley. El primer día que la vi, ella esperaba en el área de los camerinos para hacer una audición con la orquesta. Era rubia, se hacía una trenza atrás y llevaba un vestido de florecitas. Practicaba sin mirar a nadie, concentrada en la música, bastante erguida. Pero a mí esas cosas, lo de la espalda erguida y la concentración, nunca me engañan. Allí había un fuego, cómo que no, unas manitas que eran capaces de volver sobre sus pasos y desafiar torres más altas, o aún más gordas. Le vi muchas posibilidades como mujer —cuando digo mujer, digo implacable mamadora—, y lo más importante, le vi la entrada de los senos y sentí una especie de gusanito bajo el esternón, esa señal que siempre me sugiere que estoy a las puertas de un enamoramiento.
Intuir la forma de esos senos, y verla al mismo tiempo tan entregada a su instrumento, me pareció una redundancia erótica. Practicaba un fragmento de una pieza de Strauss, y esperé a que terminara para presentarme, anunciarle que pensaba escribir una nota sobre la audición, y de paso ponerme a sus órdenes.
Hablaba un español defectuoso, pero en ese idioma me dejó saber que la competencia era muy fuerte, y que los demás trompistas que iban a la audición le parecían muy buenos. Coloqué paternalmente mi mano sobre su mano —rocé la trompa, y el roce me erizó la piel— y le dije que tenía el presentimiento de que ella era la mejor.
Es increíble lo cándidas que pueden llegar a ser algunas virtuosas. Sobre todo cuando han nacido en un pueblito que se llama Menomonie y está en Wisconsin. Sé lo que son esos pueblitos: remotos agujeros primorosos, donde las niñas, desde muy pequeñas, ayudan a sus madres a preparar la conserva de fruta. El espectáculo puede tornarse amargo, sobre todo porque en ese trasiego de hervir los frascos, verter la zarzamora, cerrar con fuerza y aguardar la nieve, ocurren ciertos imprevistos: el padre, por ejemplo, abandona a la madre; la madre, si es joven y aún tiene buen ver, sufre los primeros meses, pero luego se consuela con un granjero viudo. La niña, a pesar de haber ayudado con la conserva, tendrá que mudarse una temporadita con su abuela —la madre estará ocupada con la llegada de un nuevo niño, hijo del granjero viudo—, y la abuela, para que la pequeña no dé mucha guerra, la matricula en una escuela de música.
Clarissa empezó a estudiar oboe. Y a los dos años, por influencia de uno de sus profesores, quien posteriormente logró seducirla, y en consecuencia arrebatarle su preciado virgo (todo han de contarlo las bellas de Menomonie), se pasó a la trompa. Por la época en que la conocí, me confesó que practicaba unas ocho horas al día. Vivía sola —detalle que hizo aletear mi corazón, si bien algo de ese ale te o corrió directo hacia mi bajo vientre— y llevaba dos meses en San Juan, practicando el idioma y soñando con obtener la silla de trompista principal, que quedaría vacante en el mes de septiembre. Nada deseaba tanto como vivir cerca del mar, me dijo y se ruborizó.
La vida me ha enseñado que el amor propio no se arriesga nunca, a menos que al final haya una recompensa en forma de mujer, algo caliente y placentero. Lo medité un instante, y decidí asistir a la audición.
—Estoy seguro de que la semana que viene la veré ocupando esa silla —le susurré; me había inclinado un poco para hablarle—. ¿A quién deberé anunciar como nueva trompista principal?
No sólo era cándida, sino un poquito lerda. Tardó en reaccionar y me miró turbada. De pronto me extendió la mano.
—Soy Clarissa Berdsley.
Antes de alejarme para escuchar a los demás candidatos, rematé con la frase que había estado cocinando a fuego lento:
—Ya lo celebraremos luego.
Sonrió y me di cuenta de que tenía unos dientes parejos, blanquísimos. La imaginé mordiendo un tallo de apio, o masticando zanahoria cruda; una boquita saludable y virgen, libre de gérmenes, pero pidiendo fuego. Ahora debía rogarle a Dios que la escogieran; no sé si Dios conocía de mis urgencias, o si estaba dispuesto a convertirse en cómplice de ese embeleco sinfónico–sexual. Cuando Clarissa salió a escena para hacer su prueba, me reafirmé en todos mis planes. La encontré sublime, y aposté a que su piel tenía un aroma rústico, mezcla del olor de la leche recién ordeñada con el vaho del pasto donde fornican los mapaches: en suma, el tufillo del campo de Wisconsin. Pensé que si alguna vez lograba tenerla en una cama, desnuda entre los almohadones, tocando para mí la trompa, me moriría de furia, de ganas de derramarme cien veces dentro de su rubio y muy caliente sexo, y de lamerle lo inlamible, desde la punta del alma hasta el lugar más púrpura e inalcanzable de su vagina. El púrpura profundo, que es la conquista fundamental de un hombre. Eso, y la música, el verdadero sentido de la vida.
Dos semanas más tarde, en un pequeño restaurante que quedaba cerca del teatro, Clarissa y yo celebrábamos su nombramiento como trompista principal. El director, impresionado por su virtuosismo (¿y cómo no habría de estarlo?), le propuso un concierto como solista. Ella pidió mi opinión sobre el programa, pero el dilema se limitaba a la elección entre dos obras: la Sonata de Dukas, o la Sonata de Hindemith. La escuché sin decir palabra y cuando pedimos los postres, tan sólo entonces, me atreví a contradecirla.
—Tiene que ser Mozart —le dije, falseando un poco la voz, en un tono insoportable para mí mismo, pero sin duda irresistible para ella—o Todo empieza con Mozart.
Puso una expresión de niña que es sorprendida metiendo el dedo en los tarros de fruta. Finalmente me guiñó un ojo:
—Que sea el Concierto para trompa en re mayor.
Respondí:
—Que sea.
Un par de horas más tarde, fuimos a su apartamento. Estábamos en mi automóvil y de repente la oí reír.
—Vas a conocer a mi roommate —dijo con picardía; se había echado la trenza hacia un lado.
—Déjame adivinar… ¿Ladra, o maúlla?
—Nada de eso —susurró—, de vez en cuando chilla.
—Un cachorrito, entonces.
No dijo más. Llegamos al apartamento, encendió la luz y me pidió que me sentara. Me explicó que antes de venir a San Juan había vivido varios años en Florida. Allí enseñaba trompa, y viajaba los fines de semana para trabajar como suplente con algunas orquestas. El poco tiempo que le quedaba libre lo dedicaba a caminar por el campo, y a veces exploraba cuevas.
Sentí un aguijonazo interior, nada importante, sólo que desconfío de esas aficiones marginales. La música es un absoluto que no admite apenas distracciones. Mezclarla con ropa de fatiga y botas, y con esos cascos provistos de linternas que se utilizan para alumbrar estalactitas, me pareció un oprobio.
—En una de esas cuevas encontré un murciélago.
Ahí se detuvo. Ahí sentí que me paralizaba. La miré, necesitaba mirarla y escuchar el resto.
—Era recién nacido y cayó del techo. Pudo morirse, pero lo rescaté y lo estuve alimentando. Ahora es como un perrito.
«Ahora es como un desastre», pensé tragando un pequeñito buche de rencor. Desde muy joven, había tenido claro que sería capaz de cualquier hazaña con tal de acostarme con una virtuosa. Pero en la idea general de esas hazañas —broncas con maridos burlados, denuncias de madres histriónicas, viajes tormentosos en avión o en barco, puñaladas traperas y posibles divorcios—, jamás pensé en la posibilidad de acariciar a un ratón.
—¿No te gustaría conocerlo?
Abrí los brazos, me encogí de hombros, traté de imaginarme la cabeza del bicho, su pelambre húmeda, las alas batiéndose y el olor del aire que desplazaba.
—Me muero por echarle un vistazo.
Se levantó y fue a su habitación, y en un minuto volvió a la sala con algo oscuro entre las manos. Noté que era bastante más pequeño de lo que imaginaba. Eso me tranquilizó.
—Se llama Cumba —dijo Clarissa y lo miró con ese amor de madre.
—¿No muerde? —pregunté y al mismo tiempo adelanté la mano; más bien, adelanté el dedo índice y señalé la cabecita del monstruo.
—Más muerdo yo —respondió ella.
Había cambiado de disposición. Su talante pudoroso se transformó a causa del murciélago. Se lo achaqué al murciélago porque a mí me había pasado igual: de repente mi pasión fue tanta, tan retorcida y voraginosa, que me sentí capaz de todo, de besar al bicho y de chuparla brutalmente a ella, convertido yo mismo en el peor de los vampiros, necesitado urgentemente de su sangre. Extraña trompista la que me había tocado en suerte, y fiero combate el que me deparaba el demonio.
Me quité la chaqueta en lo que ella se alejaba para guardar a Cumba. Regresó deshaciéndose la trenza, y me pregunté si se daba cuenta de la connotación que tenía ese gesto. Me brindó una cerveza —dijo que no tenía otra bebida más fuerte— y acepté porque la cercanía del animal me había dejado un mal sabor de boca. Ella bebió agua, únicamente agua, y al principio hablamos de música. La invité a un concierto el sábado siguiente, el de un cuarteto de cuerdas que iba tocar música de Beethoven. Clarissa estaba sentada frente a mí, con el cabello suelto —aunque aún se le notaban las huellas de la trenza, unas ondulaciones de pelo de sirena—, las rodillas ligeramente abiertas, mirándome con lo que yo entendí era una auténtica fascinación. Traté de captar algún detalle debajo de la falda —quería saber si llevaba ropa interior—, pero no podía desviar demasiado la vista. Disimulé hablando de los cuartetos de Beethoven, de los opus de la etapa juvenil, ¿no le parecía que esa influencia que la gente atribuía a Haydn, en el fondo provenía de Mozart? Clarissa asentía, pero no sé en verdad cuánto escuchaba.
—Beethoven puro —suspiré al final, redondeando no sé qué estrafalaria idea acerca de que aquel cuarteto era el mejor del mundo—. Sin estridencia s ni florituras.
Dije esto y me sentí súbitamente empalagoso y vil. Pegué un respingo en el sofá y musité que era hora de irme. Fueron las palabras mágicas. Yo no me había puesto aún de pie, pero ella lo hizo y vino a sentarse a mi lado. Preguntó si no deseaba otra cerveza. Me quedé mirándola: ¿era o no era la hora del abordaje? Dirigí mi mano a su cabello, jugué un poquito con sus mechones rubios, no dije nada, no dijimos nada. Tirando de esos mechones, la atraje hacia mí y la besé. Enseguida busqué su olor, en el cuello y en el pecho. No era el de la leche fresca mezclado con la hierba recién podada en el otoño de Wisconsin. En realidad su olor era un perfume, no sé cuál, uno sabroso. Pero eso también dejó de importarme cuando le desabotoné la blusa y extraje uno de sus pechos, el izquierdo, según creo recordar.
Se lo chupé unos instantes y luego le saqué el otro, mientras metía mi mano bajo su falda. Tal como me imaginé, no llevaba ropa interior, y por lo tanto su humedad le empapaba los muslos. Me trastornó saber que todo ese tiempo que estuvimos hablando de la Grosse fuge, ella sólo había podido pensar en una Grosse clavada. Me volví loco y tiré de su falda, la desgarré de arriba abajo. Hay dos momentos en la vida de una mujer que laceran su mente como dos quemaduras: uno es precisamente cuando un hombre le rompe alguna prenda encima; el otro es ese punto de miedo cegador cuando la viran por primera vez de espalda. Con los años me he dado cuenta de que esos episodios se quedan rondándolas, y vuelven a veces sobre ellas, obligándolas a buscar alivio. No tenía idea de cuánto podía durar mi relación con Clarissa, pero quería que me recordara por mucho tiempo; que le sudaran las manos cuando me viera llegar a los ensayos, y que le entraran ganas de apretar los muslos y humedecerse los labios. Por eso, antes de llevada a la cama, me deslicé hacia el suelo y me arrodillé frente al sofá. Ella levantó las piernas y las enganchó por encima de mis hombros. Le sonreí y me incliné como si fuera a mirarme en las aguas de un lago, hundí mi rostro, saqué la lengua que era mi periscopio y recorrí el apenumbrado fondo. Clarissa gemía, se pellizcaba los pechos y sobre todo me llamaba. Quería castigo la insensata de Menomonie. Me levanté y nos fuimos a la cama.
La habitación estaba en penumbras. Yo me tumbé de espaldas y ella vino sobre mí: se desvivió por mi sexo, apretó los labios contra la gruesa boquilla de mi corno encantado, que estaba a punto de saltar de dicha. En su manera de chupar, de mover delicadamente los brazos y emplear a fondo los dedos (sus dedos los podía sentir sobre mi vientre, y aun por detrás, tratando de forzar la retaguardia), había una melodía, un lujo de llamadas y fanfarrias, un arte insólito. Hambrienta en el oscuro bosque, elevándose sobre su silla, Clarissa enarbolaba el instrumento, corno da caccia que convoca al acoso; y el acoso a la gentil masacre. Locos de pasión, nos masacramos.
Cuando todo acabó, ella cayó a mi lado, respirando a gritos, como si llevara una bala en el pulmón. Yo también había quedado exhausto; sabía que durante el acto me había volcado un par de veces, pero por más que lo intentara, no lograba recordar en cuál rincón, en qué cuevita de su dulzona carne.
—Aquí está Cumba —la oí decir y abrí los ojos.
El animal volaba bajito. Me quedé inmóvil, esperando que regresara a su jaula, o se largara al condenado infierno. De repente lo vi planear, avioncito repugnante que aterrizó sobre uno de los muslos de Clarissa. Ella lo llamó, le dijo: «Cumba, sweetie, come here!», y el bicho se arrastró, trepó por su torso y se acercó a su pecho. Los pezones de Clarissa eran redondos y duros, diminutos como frijoles. Cumba puso su boquita allí y Clarissa sonrió como una madre comprensiva.
Volví a cerrar los ojos y pensé que hacíamos una bonita familia.