—Cuéntame lo de Clint Verret. —Sebastián se inclinó por encima de mi hombro para mirar la pantalla de la computadora. Allí estaba mi escrito, la continuación de mi alocada historia con Virginia Tuten—. ¿O no hubo nada con Verret?
—Te dije que se soltó el moñito —respondí—o Y que tenía unas manos pecosas, desmesuradas. No caías en la cuenta de esa desmesura hasta que lo veías tocar.
Una semana después de mi retiro forzoso, volví al periódico. La gente ya ni siquiera se asombra. En Redacción siempre es así. Luego de la fiestecita de despedida, los jubilados desaparecen por una o dos semanas. Al cabo de ese tiempo regresan con la excusa de recoger la correspondencia. Y entonces, inevitablemente, se detienen unos minutos frente a su escritorio (el que lo fue durante muchos años), se sientan a mirar papeles, encienden la computadora para ver si se han dejado alguna historia inconclusa. Lo siguiente es una visita al archivo para consultar periódicos viejos; todos pretenden estar investigando algo para escribir un libro Como eso les toma más tiempo, los agarra la hora del almuerzo y bajan a la cafetería. Una vez allí, su vida vuelve a la normalidad: la misma mesa, los mismos colegas, los comentarios sobre política y deportes. Nadie parece demasiado sorprendido por ese retorno; nadie les pregunta si es que ya no piensan en viajar, o en dedicarle más tiempo a los nietos.
Yo mismo concluí que no valía la pena andarse con tapujos y fui directo donde Sebastián. Le expliqué que no podía escribir en casa (al menos, no las memorias que me interesaba escribir) y que tenía que hacerlo en el periódico. Sólo necesitaba una computadora y una esquinita sosegada en la que pudiera trabajar por las mañanas, de nueve a doce preferiblemente. La redacción, a esas horas, está semidesierta. Es fácil concentrarse y es fácil, sobre todo, recordar.
—Puedes venir cada vez que quieras —alardeó Sebastián—. Usa el escritorio que has usado siempre… Es más, usa el que te dé la gana, pero escribe algo sabroso. A medida que vayas escribiendo, me lo vas pasando y así le hago proof–reading.
Me complacía saberlo tan entusiasmado, pero de momento sólo necesitaba silencio, concentrarme de nuevo en mi escapada con Virginia Tuten y en nuestra salida del hotel. En la cabeza me estaban dando vueltas los incidentes de aquel día, mi propio gesto al abrir la puerta del taxi e invitarla a subir, cortesía que me permitió rozarla, olfatear brevemente su pelo, que era grueso y rizado, recogido en la nuca. Ya en ese momento hubiera dado cualquier cosa por ver cómo se lo soltaba.
—Le conté una historia sobre Edward Elgar —recordé en voz alta—, un lance que tuvo con su alumna Alice.
—Conociéndote —sonrió Sebastián—, debió de ser un lance borrascoso.
—No lo creo… Sólo le dije que, por los días en que terminó de componer Salut d’amour, Elgar sucumbió a una especie de fijación por las narices, en especial por las de su alumna Alice. Cuando se quedaban a solas para la clase, él se inclinaba sobre la niña (era casi una niña), le soplaba el pelo que le caía sobre la frente, le lamía el entrecejo y le besaba la nariz, empezaba por besársela y luego la tomaba entre sus labios, la cubría con su boca y la chupaba como si fuera una semilla, el hueso tibio de una fruta a la que no se quiere, o no se puede, renunciar. Eso, al parecer, lo arrebataba; se derretía el hombre y se vaciaba como una palomita. Lo cuenta la madre de Alice, nada menos. La buena mujer los espiaba y luego lo anotaba en su diario.
—Verret —recordó Sebastián— era medio pelirrojo…
—No puedo ir saltando de una historia a la otra —respondí.
—Sólo la de Verret. Hazme ese favorcito: escríbela y así descansas de la violinista.
Me eché a reír. El pianista australiano también se recogía el pelo detrás de la nuca, lo llevaba atado con una banda elástica. Pero el suyo no era un cabello rizo ni duro. Al contrario, lo tenía finito, como cabello de ángel, pero rojizo y gris.
—Virginia no se presentó al concierto. No sé si recordarás que hubo mucho alboroto.
Sebastián negó con la cabeza. En eso llegó Malén, una viejita correctora de estilo, y le entregó una bolsa de plástico con trocitos de vegetales.
—Mi almuerzo —exclamó Sebastián, alzando la bolsa—o Escribe lo que quieras, en el orden que se te antoje.
Miré el reloj: las once y media de la mañana. Pegué una nota en un costado de la computadora: «No olvidar antecedentes de Virginia Tuten». Me refería, por supuesto, a los parientes de la violinista, y a su niñez en Saint John, la capital de Antigua. Era preciso que me remontara hasta allí para que los lectores —o el único lector seguro, que hasta el momento era Sebastián— entendieran el desenlace. Su padre era dueño de un hotelito, de eso vivían. Pero su verdadero oficio, lo que realmente le gustaba, era ser afinador de pianos. Era el único afinador en la isla de Antigua, y apenas lograba afinar un par de pianos al año, incluido el de su propia casa. Como capricho adicional, coleccionaba violines en miniatura. En cuanto a la madre, era una pianista inglesa que al poco de nacer la niña abandonó al marido y escapó de Antigua, posiblemente tras un amante. Virginia se inclinó por el violín, por las inofensivas miniaturas que guardaba su padre; a saber, los únicos objetos quietos, diminutos y confiables que había en aquella casa. Cuando cumplió cuatro años, pidió que le compraran un violín verdadero Se negó a sentarse frente al piano de su madre; se negó a poner las manos sobre el teclado. Su padre lo tomó como un gesto de lealtad. Y entonces mandó que le fabricaran un violín a la medida, un instrumento que se adaptara a sus bracitos…
Los brazos de Virginia Tuten, ¡qué bien se cerraban! ¡Con qué lujo se movían, se agitaban, se desplomaban al final! Ella entera se desplomaba, pero lo hacía sin escándalo, simulando una demoledora frialdad. Cerraba los ojos y yo pensaba que los había cerrado para siempre, era como una muerta. Tenía que reanimada con un poquito de agua.
Hice otra nota y la pegué debajo de la primera: «Narrar detalles de la reanimación». Era casi mediodía y noté que la redacción empezaba a poblarse. Por lo general, suelo disfrutar de ese entra y sale de reporteros apresurados que se detienen junto a la bitácora y se dan voces unos a otros. Sin embargo, esa tarde me perturbaba el barullo, interrumpía mis pensamientos sobre Virginia. Recogí mis cosas y me levanté para retirarme, pero en eso divisé a Sebastián, sentado patéticamente frente a su escritorio, escogiendo los trocitos de vegetales y masticándolos con desgana.
—Así que quieres la historia de Clint Verret —susurré un poco dolido.
Sebastián no pudo oírme, pero me adivinó el susurro.
—Me muero por leerla.