Despedirse de la profesión es como despedirse del sexo. Uno se aferra, yo me aferro a este pequeño escrito como si fuera un cuerpo de mujer, el último que abrazaré en mi vida.
Camino a pie firme por la redacción y noto que nadie me saluda de una manera especial. En el fondo, esperaba lo contrario: que mostraran incomodidad o nerviosismo; temor de mirarse en mi espejo, y por eso mismo, cierta urgencia por salir de mí.
No tengo que preguntar por Sebastián, el jefe de Espectáculos. Sé que lo encontraré en la oficina del editorialista, que es la más discreta y apartada de todas. El hombre sale a comer entre una y dos, y Sebastián aprovecha su ausencia para meterse debajo de su escritorio, ponerse un antifaz y echar una siestecita. Antes de conciliar el sueño, hojea las revistas que en su casa no se atreve a hojear: atletas culones, mulatos pródigos, muchachitos en flor. Cualquier día se jubilará también, y al alejarse de su profesión se alejará de sus revistas; de los torsos que suele acariciar apenas con la yema de los dedos; de los muslos que nunca va a morder, y de los vientres que se quedarán, ya para siempre, sin conocer el roce de su viejísima lengua. En cuanto se aleje del periódico, se alejará de todo lo que deseó en silencio. Como me alejo yo, que en silencio deseé, pero también cumplí: calladamente me he comido el mundo. O eso he querido creer.
—Sebastián —lo llamo—, ¿estás despierto?
Además del antifaz, lleva una cinta de felpa atada alrededor de la frente. La cinta está empapada en alcoholado, y eso quiere decir que la migraña lo ha agarrado fuerte.
—Aquí tienes mi último escrito —le digo, y pongo los papeles sobre el escritorio.
—Las fotos ya llegaron —responde, quitándose el antifaz.
La cinta empapada en alcoholado es el único vicio que le debe a su mujer. Eso, al menos, es lo que dice Gloria, su esposa, profesora de literatura inglesa, dama flemática y sutil, sabedora de lo que tiene en casa. Todas pretenden no saber, pero en el fondo saben.
—Deberías sacar cuentas —me dice Sebastián, entreabriendo los párpados—. Con todas las virtuosas que te tiraste, hubieras podido organizar tu propia banda.
—Algún que otro solista también cayó —admito, saboreando de antemano su sorpresa. ¿O acaso no se sorprenderá?
Sebastián se ríe, pero lo hace como con cierto susto. Sé que he pulsado una cuerda peligrosa, y él se incorpora para escuchar mejor. Entonces pienso que debo darle esa alegría. Para él, también, tiene que ser una alegría.
—Fue hace como veinte años. Era un pianista australiano, quizá te acuerdes de él, se hacía un moñito atrás.
Se pone de pie y se sacude el pantalón, se afana en eso para ganar tiempo. Yo sólo miro su cara ilusionada, esos ojos que se han llenado de un intenso, doloroso estupor.
—Por supuesto, se soltó el moñito. Tenía la espalda blanca, blanquísima, y unas manos pecosas.
—Me acuerdo de ese pianista —murmura Sebastián, y empieza a masticar en seco, en un gesto de pura senectud.
—Clint Verret —muerdo su nombre—, y te aseguro que no fue el único.
Niega con la cabeza, tratando de parecer incrédulo. Pero a estas alturas, con mi última reseña puesta sobre el escritorio, que es como decir con el cañón de un revólver apretado en la sien, sabe que soy incapaz de mentir.
—Lo seguí a Denver. Pasamos tres días por allá.
—Te vas a morir —augura Sebastián—. No puedo creer que te estés confesando.
—Ya estoy muerto —le digo bajito—, cuando acabé de escribir esa reseña me morí de angustia.
Ambos sabemos lo que tendré que soportar ahora. Dentro de cinco minutos me llamarán a la oficina del director, caminaré hasta allí como si no sospechara nada y me toparé con la fiestecita de despedida. Algunos intentarán darme consuelo: me hablarán de la suerte que tengo de poder viajar; de lo mucho que se disfrutan los nietos, y del gustazo de sentarse a leer los libros que antes no tuve tiempo de leer. No les voy a decir que ya no viajo; mi mujer insiste, pero he perdido el interés. Y que no me hace ninguna gracia dedicarme a los hijos de mi hija, llevarlos al centro comercial, comprarles chucherías, ¿quién quiere envejecer como un idiota? Tampoco tengo por qué ponerme a leer, a estas alturas, los libros que una vez pasé por alto. Quiero hacer exactamente lo que estaba haciendo cuando me propusieron que me retirara: enseñar historia y literatura orquestal en el conservatorio, y hacer crítica musical para el periódico. Lo del conservatorio se acabó hace meses, pero tenía esperanzas de continuar escribiendo mis reseñas. Poseo toda la experiencia necesaria, y apuesto a que después de tantos años, soy el único que tiene esa perfecta dosis de malicia. Sé calibrar a un músico desde el momento en que lo tengo delante. Si es mujer, miro la forma en que alza los hombros, o la manera en que aprieta la boca. Y si es hombre, siempre me fijo en la entrepierna, y sobre todo en la forma en que mueve los pulgares.
—Escribe —sugiere Sebastián— tus memorias o algo así. ¿No decías que guardabas los apuntes para escribir un libro? Dale forma, Agustín, hazlo ahora. Lo firmamos con un nombre falso.
Sebastián se incluye para que lo sienta cómplice. Ya otras veces he pensado en eso: escribir una especie de cuaderno, o diario, y contar la historia de Virginia Tuten, la verdadera historia que vivimos juntos; la vorágine junto a Manuela Suggia, todo el horror de su final humano; mi relación con Clint Verret, ese amoroso depravado, y las riesgosas manías de Rebecca Cheng, con mucho, la mejor clarinetista que ha pasado por esta ciudad. Y por mis brazos.
Mati, la secretaria del director, nos interrumpe: su jefe me espera y debo darme prisa. Digo que sí con unos ojos tristes, como si me acabaran de avisar que va a salir mi entierro. Sebastián suelta una risita burlona y lo miro por última vez; por última vez como el buen crítico que he sido. Necesito saber que fui el mejor. O no, no hace falta que nadie me lo diga. Sé que fui bueno, o tal vez especial, yeso ocurrió porque la mayor parte de las veces juzgué a los músicos por sus instintos; valoré sus dotes como ejecutantes de un modo diferente: además de escuchar su música, los olfateaba, los oía hablar, auscultaba el rumor de sus vísceras. Tal vez suene prosaico, pero el alma musical está en las tripas: lo pude comprobar allí, pegando el oído y escuchando atento.
Sebastián tiene un bigotito antiguo y canoso que parece falso; y el cabello abundante, canoso también. Los ojos los tiene un poco hundidos —a nuestra edad, todo se hunde— y las mejillas fláccidas. Parece un piel roja con la cinta de felpa amarrada alrededor del cráneo.
—Sólo te falta la pluma —le digo, antes de ser arrastrado por el gordo Romero, redactor de Deportes.
Tan pronto me ven aparecer, los compañeros aplauden, me estrechan la mano, y algunos me dan palmaditas en el hombro. Ibsen, la redactora de Sociales, me entrega una caja envuelta en papel de regalo. Abro la caja y aparto papeles de seda hasta que encuentro la camisa del pijama. Es de satén azul y tiene mis iniciales bordadas. Ese pijama me recuerda otro, el que llevaba Virginia Tuten la tarde en que me abrió la puerta. También llevaba un collar de perlas, pero eso es parte de la historia que voy a relatar; de la belleza que me he guardado durante tantos años, o de los horrores que voy a vomitar hasta que se me arrugue el alma.
Mejías, el jefe de Redacción, me entrega mi penúltima reseña, puesta en un marco plateado que lleva una inscripción grabada. Evito leerla, sospecho que se trata de un parrafito deprimente. El nuevo crítico musical, un tipo joven, me mira con algo que parece gratitud, pero que también pudiera ser alivio; y el director, por decir algo, dice que por favor no los olvide.
—Vendré a escribir de vez en cuando —respondo, con un hilo de voz, pero no me hacen caso. Si me lo hicieran, la despedida no tendría razón de ser; mi anunciado retiro sería como una tomadura de pelo y el mundo no tendría orden, ni destino, ni fatalidad.
Finalmente, alguien insiste en que diga unas palabras. Me siento ridículo, casi inmoral sosteniendo ese pijama azul entre las manos.
—A lo mejor escribo un libro —digo—, pero no de mis memorias. Unos comentarios sobre los músicos que conocí…
Hay más aplausos, reparto de canapés y unas copitas de plástico con vino tinto. Según se acerca el final de la celebración (¿qué celebramos?) siento que empieza a descender la losa. Me falta el aire, pero volveré muy pronto. Vendré a buscar mis notas, mis papeles, hasta un mechón de pelo (pelo púbico, qué importa el otro) que guardo de Alejandrina Sanromá, genio de la celesta.
Sebastián me toma por un brazo y se ofrece para acompañarme al auto. Salimos al pasillo, entramos en el ascensor sin pronunciar palabra. De pronto me echo a reír.
—Amamantaba a un murciélago —digo con voz entrecortada; la carcajada apenas me permite hablar.
—¿Quién? —pregunta Sebastián.
—Esa mujer que tocaba la trompa, Clarissa Berdsley, ¿has puesto alguna vez la boca dónde la puso un bicho?
Sebastián echa hacia atrás la cabeza y en eso se abren las puertas del ascensor.
—Pocas veces, querido. Para mi desgracia, pocas.