First fucking —exclamó Sebastián; estaba pálido y lo notaba tenso—. ¿Es que no conociste violinistas normales?

—Seguramente —le dije—. Pero esas no quisieron acostarse conmigo.

Me devolvió los folios donde narraba la primera parte de mi historia con Manuela. Sospeché que había sudado leyéndolos; los bordes de las páginas se veían ajados, como si las hubieran tomado con las manos húmedas.

—¿Y qué hubo luego?

—Voy a escribirlo —aseguré—. Pero necesito una pausa. Esto es demasiado fuerte.

No eran ni las diez de la mañana, ambos habíamos coincidido muy temprano y la redacción estaba en silencio. Sebastián me invitó a la cafetería.

—Te tomas un café, te espabilas un poco y luego escribes la historia del violinista.

No lo capté enseguida. Mi mente estaba en otro lugar; bastaba con que mencionara el nombre de Manuela para que algo en mí se distanciara, huyera, volara lejos.

—La del violista violado —precisó Sebastián—. El que llamó a su mujer desde la cama.

Se abrieron las puertas del ascensor y por un instante recuperé la imagen de aquel músico. Cierto, cierto, el violista… Altísimo y limpio, vistiendo calzoncillos de lunares y unas medias oscuras —nunca logré que se quitara aquellas medias—, e interpretando para mí Harold en Italie, esa boscosa pieza de Berlioz. Cuando terminó, le acaricié la espalda. Era un flaco con la piel lozana, y también tenía unos brazos largos que parecían que iban a darme vuelta. Por esa época, su único tema de conversación era la viola que quería comprar, una Stainer que había pertenecido a Hindemith. Tenía un amigo que era amigo de un pariente de Hindemith. Había logrado reunir casi todo el dinero.

—Henri Kaestler —susurré, saboreando la expectación de Sebastián—. Era de Minnesota.

—Pues escribe sobre él —dijo en ese tono, que era un tono rijoso—. Así descansas de esa cabrona diabla.

Sebastián se acomodó en una de las mesas mientras yo iba a buscar café para ambos. Ibsen, la redactora de Sociales, esperaba para pagar delante de mí. Llevaba una bandejita con frutas yagua mineral. Miré sus tetas, carnosas y desenfrenadas, y pensé que no había modo de construir semejantes barcarolas comiendo simplemente kiwis y platanitos niños. Ella me sorprendió en pleno deleite.

—Don Agustín, ¿y usted no iba a viajar?

Si tan sólo hubiera tocado un poquito el piano, pensé. Si a su mamá, que le puso ese nombre de muñeca, se le hubiera ocurrido mandarla a coger clases de violín, o de flauta… Con qué gusto me habría encamado con ella; con qué placer habría estrujado la pulpa de los kiwis sobre su barriguita y entre sus piernas, para luego nutrirme de la crema verde que le anegaba el clítoris.

—Estoy terminando un trabajo que tenía pendiente —respondí serio, pero la voz me había salido un tanto cavernosa.

—Lo de sus memorias.

—Más o menos.

Volví a la mesa con Sebastián. Me imaginé que iba a protestar porque el café estaba muy claro, o muy oscuro. Era un huevón que no se conformaba nunca.

—¿Qué quería esa idiota?

—Tonterías —le dije—, me sorprendió mirándole las tetas.

Sebastián probó su café; pareció satisfecho, noté que había amainado un poco su tensión.

—Y entonces, ¿vas a escribir lo del violista?

—Kaestler —alcé la voz, me gustaba hacerlo sufrir—. De padres austriacos, buen chico, tenía talento.

Llegaron otros jubilados, gente que también se aferraba a ese reducto de normalidad. Estando en la cafetería, era posible hacerse la ilusión de que aún nos esperaban arriba.

—Y la esposa probablemente también era una buena chica —añadí—. Sólo tenía un defecto: no mamaba ni se dejaba mamar. En Minnesota hay cosas que no están bien vistas.

Sebastián volvió a masticar en seco, con ese gesto de pura senectud que me irritaba tanto. En el fondo, tal vez, me daba miedo que de un momento a otro yo también comenzara a masticar así.

—¿Te lo contó él?

—Claro. Esas confidencias nunca se le hacen a una mujer. Se le hacen a otros hombres, a los amigos. Kaestler y yo fuimos un poco amigos, pero a última hora se me encogió, se convirtió en un montoncito de mierda: llamó a Kathy, su linda esposa se llamaba Kathy.

—Eres un tipo decente —murmuró Sebastián—. En tu lugar, yo le hubiera hecho tragar el teléfono.

—Ya había tragado suficiente —solté sin querer, y Sebastián tuvo un ligero sobresalto: una sonrisa mística le iluminó la cara.

—Agustincito, ¿por qué siempre tienes que hacerte de rogar? Ponte a escribir, carajo, soy capaz de hablar con Ibsen para que te dé un masaje en los riñones. ¿Sabes que está aprendiendo a dar masajes? En los pies, sobre todo.

Ibsen, inocente tetona, devoraba sus frutas en una mesa cercana. La miré con resignación: ya era tarde para mí en muchos sentidos. Pero lo de los pies me recordó a Clarissa Berdsley. Tenía, esa trompista, los pies más pequeños que le vi jamás a una virtuosa, algo que iba en proporción directa con la sagaz mariposita de su bajo vientre: un sexo fragante, diminuto y profundo, como el de todas las mujeres que se dedican a los metales, exceptuando quizá las trompetistas. Poquísimas, pero abusivas.

—Ni siquiera los masajes… —dije de pronto, y enseguida interrumpí una frase de la que fácilmente me iba a arrepentir.

—Ya que no quieres dedicarle ni un minuto al violista —musitó Sebastián—, haz el favor de terminar con la historia de esa cochina bruja. No he conocido a nadie…

Se interrumpió también. El arrepentimiento es un incordio singular. Sebastián no había conocido a una sola persona que hubiera practicado lo que él sólo había visto en las revistas y en los vídeos trucados. Pero yo estaba allí, superviviente del exterminio, tomando mi café como si nunca hubiera ofrecido un brazo, mis cinco dedos enguantados, mi voluntad de ver desvanecerse a una mujer.

—Una arpista —recordé de pronto—, hubo una famosa arpista que se desvaneció en la nieve. Mira qué casualidad, era también de Minnesota, como Kaestler.

Sebastián me miró a los ojos; era una mirada llena de compasión. Me di cuenta de que me entendía.

—Se llamaba Lagerwall, Marjorie Lagerwall. Pidió auxilio y nadie la oyó. Como las arpistas hablan tan bajito…

—Valor, hermano.

—Murió congelada. Y yo escribí un artículo sobre ella. Dije que mientras agonizaba seguramente le pareció escuchar esa pieza de Gail Barber, Harp of the western wind. Si uno se va a congelar, mejor que sea con esa música.

—Escríbelo de una vez —sugirió Sebastián—. Termina con la tal Manuela.

—Primero lo de Clarissa Berdsley —resistí, tenía que resistir a pesar de todo.

—Como quieras —respondió Sebastián—. Te apoyo aunque no me lo cuentes nunca.

Ibsen, desabrigada reina de los fiordos, pasó en ese instante junto a nosotros Una gotita verde le bajaba por la comisura. Era el néctar del kiwi, un líquido podrido de lujuria.