Verret

Verret

Llegué a Denver con el tiempo justo para soltar la maleta, cambiarme de ropa y salir hacia el ensayo con Verret. Estábamos en habitaciones separadas, como es natural, pero hice todo lo posible para que coincidiéramos en el mismo piso. El hotel se llamaba Brown Palace, y era en verdad un palacio. Por dentro, me recordó los barcos de las películas, esos lujosos transatlánticos con música de cuarteto de cuerdas.

Verret había llegado el día anterior. Tenía que hacer unos trámites relacionados con su contrato y preferimos demorar un poco nuestro encuentro: hubiera sido demasiado fuerte salir juntos de San Juan y llegar juntos al hotel de Denver.

Ferdinand Hiller flotaba todo el tiempo entre nosotros. A mí siempre me había parecido un compositor muy influido por sus amigos, Mendelssohn y Schumann. A Verret, sin embargo, le privaba —lo consideraba, en cierta forma, un visionario—y por eso lo incluyó en el programa. El Estudio de concierto de Hiller era una obra que se tocaba poco, y que a mi juicio estaba plagada de imposturas Durante el ensayo, sin embargo, la asimilé desde otra perspectiva y cambié de opinión: me pareció redonda y lírica, menos forzada, mucho más coherente. O tal vez la coherencia estaba en mí, dentro de mi apaciguado espíritu. El director era alemán, y a Verret, desde los primeros acordes, se le empezó a notar un ansia, una inquietud secreta. En algunos momentos, en lugar de estar tocando el piano, parecía que clamaba por un abrazo, por una sacudida que lo aniquilara y lo privara por fin de aquel dolor, esa punzada que le contraía el rostro y le inflamaba las venas del cuello A ratos, sacaba el pecho y elevaba la cabeza, como esperando la estocada que nadie se dignaba ofrecerle.

Verret me excitó durante ese ensayo más de lo que hubiera podido excitarme con caricias o palabras verdaderas. Tuve la certeza de que, al tocar, pensaba en nosotros, en la noche que teníamos por delante, en todo lo que quería y no quería pedirme. Cuando terminó el ensayo y salimos a la calle, estábamos nerviosos y apenas podíamos disimularlo. Hablamos todo el rato de música, como dos maniáticos, enlazamos un tema con otro, intentamos frenar lo que sentíamos y lo logramos a medias. Al llegar al hotel, fuimos directo al bar. Ambos pedimos whisky, yo con hielo y él con un poquito de agua. Nos ofrecieron cigarros y decidí fumarme uno. Empecé a sospechar que algo flotaba entre nosotros, algo que no estaba dicho y que Verret estaba a punto de confesarme.

—Hoy me llamó mi ex mujer —dijo, sin alzar la vista—. Quiere que vendamos la casa.

Estaba acumulando fuerzas, ganando tiempo, respirando duro para darse ánimos. Lo que Verret tenía que decirme, cualquier cosa que fuera, no tenía que ver con los líos de su divorcio, ni mucho menos con la venta de una casa. Es el tipo de detalle que no puede captar una mujer. Pero yo sí, yo lo capté en el acto y me dispuse a esperar con paciencia.

—Me hubiera gustado conservar esa casa —agregó, tomando un sorbito de su whisky.

Nos quedamos muy callados; no sabía qué hacer para darle valor. No podía preguntarle abiertamente, ni suplicarle que me lo contara todo. De modo que intenté animarlo con un gesto, eso y una pequeña frase: acerqué mi rostro, por encima de la mesa, y le confesé que estaba feliz de haber viajado a Denver. Él me clavó la vista, vi temor en su gesto y su mirada. Empecé a asustarme, apuré un sorbo de whisky y él hizo otro tanto. De repente, miró hacia un lado, habló mirando hacia otra mesa:

—Va a venir alguien esta noche.

No comprendí enseguida. Pensé en Australia, se me figuró que alguien venía de allá.

—He conseguido una mujer para que venga —dijo mirándome de nuevo, y entonces puede decirse que entendí.

Entendí a medias. Era un sentimiento extraño, mezcla de contrariedad y de alivio. De celos atroces y de ilusión mortal.

—¿A qué hora viene? —le pregunté.

—A las ocho estará aquí.

Miré mi reloj, eran las seis y media. Tuve un impulso, más bien una tentación que fue crucial para aceptar los hechos posteriores. Algo en mí se empeñó en besar a Verret, en medio del elegante Churchill Bar, delante de aquellos caballeros que disfrutaban sus cigarros y hablaban de negocios. Se lo dije bajito y él me miró a los ojos.

—Hazlo, si quieres.

Fue un momento de gran tensión, una pausa tan llena de promesas, de reclamos, de arrepentimientos, que no tuvimos que abrir la boca. No lo besé, pero ya todo estaba dicho. Le dije que me iba a dar un baño y él soltó un comentario femenino.

—Quédate así, con tu olor del viaje.

Yo quise corresponderle:

—Y tú lo mismo, con el olor de Hiller.

Levantó los ojos y suspiró.

—El pobre Hiller… ¿Sabías que se enamoró de una de las sirvientas de Mendelssohn?

Asentí, rebusqué en las brumas de mi mente.

—La hermana de Mendelssohn los sorprendió, ¿no fue la tal Fanny? Una escena muy trágica. Lo cuenta Küchlin en sus diarios.

—¿Küchlin? —se escandalizó Verret—. ¿Te refieres a Friederick Küchlin? Creo que eres la única persona que se acuerda de él. Me parece un compositor abominable.

—Un gran pornógrafo —añadí—. Eso sí que fue. No conozco a ninguna otra criatura que se haya atrevido a relatar la cópula con su propia abuela.

Verret se tapó la boca, me habló a través de sus dedos.

—¿Materna o… paterna?

Le guiñé un ojo y froté mi rodilla contra su rodilla: puro presagio bajo la mesa indemne.

A las ocho menos cuarto subimos a la habitación. Nos estábamos besando cuando escuchamos el timbre del teléfono. Verret contestó con una voz ronquita, bastante zafia, repleta de deseo, y nos seguimos besando después de que colgó. A los pocos minutos, llamaron a la puerta y ambos nos acomodamos la ropa y nos peinamos apresuradamente con las manos. Una mujer elegante, de unos treinta años, vestida con ropa de oficina, nos miró con aplomo. Dijo que se llamaba Lucy, y Verret, que tenía muy ensayado su papel, le besó la punta de los dedos y se presentó como Robert. Acto seguido me presentó a mí: «Este es mi amigo, Ferdinand Hiller». La mujer soltó su bolso, miró a su alrededor y preguntó si podía pasar al baño. Verret le hizo un gesto, mostrándole el camino, y ella al pasar le dio un beso, un pequeño beso en la boca. A continuación limpió con un dedito la pintura que le había dejado en los labios.

La noción del tiempo se pierde en esas circunstancias. No sé cuánto rato permaneció ella en el baño. Verret y yo continuamos acariciándonos y también nos empezamos a desnudar. Quién sabe si ella abrió la puerta, nos vio abrazados y se ocultó de nuevo. Pese a su juventud, se veía que era una mujer prudente Hay momentos en que la magia no debe romperse, ni siquiera para imponer otra magia mejor. Por fin, en una pausa que hizo Verret para quitarse el pantalón, ella reapareció, casi desnuda. Era la primera vez que me sumía en un trío de esa naturaleza. Lamenté en lo más íntimo que esta mujer no fuera músico. En el ensayo con la Sinfónica de Denver, me había fijado en una de las chelistas: tenía una boca gruesa, ligeramente despectiva, pero la abría un poquito para tocar su parte. Era una de esas bocas que dan ganas de ocupar, de llenar a la fuerza mientras se escupen insultos desprovistos de coraje. De no haber sido por Verret, que tocaba allá arriba entusiasmado el Estudio de concierto de Hiller, yo habría abordado a esa chelista.

La boca de la mujer que teníamos en la cama no se abría con la misma lujuria. Para que la abriera como yo quería, hubiera tenido que saber de música; dominar un instrumento como el violonchelo, por ejemplo, y arrebatarse en la interpretación de un adagio, uno en particular, justamente el del Concierto de Haydn, terminado el cual —y lo digo porque me consta—la mayoría de las chelistas suelen quedar muy húmedas, rabiosas y a la vez blanditas. Un prodigio ese infalible adagio.

Y en prodigios pensaba mientras a mi lado se producía uno de ellos: Lucy retiró sus labios y me mostró al gigante que había logrado reavivar en Verret. No pude contenerme y la besé, le estrujé los pechos, absorbí en su boca todo el sabor del hombre que me pertenecía. Verret comenzó a gemir y yo dejé a la mujer para atenderlo. Vi que me extendía una mano, la derecha, y que agitaba sus dedos superdotados (y ahora un poquito tensos), como queriéndome alcanzar. Entonces acepté esa mano y me la llevé tiernamente a la boca: la lamí con orgullo, mano admirable que se me escapaba, humilde mano de arrancar maravillas en el piano, que ahora sólo pretendía arrancar maravillas de un abismo: los dedos de Verret fueron directo a mi entrepierna y aferraron allí, aplaudidísimos dedos de tocar preludios. Se desató mi sexo, creció también hasta el extremo del dolor, pero a la vez sentí que había otra cosa en mí que germinaba: miles de venitas se inflamaron en mi cerebro y colmaron mi espíritu, otra erección de muy diverso signo se consumaba dentro. Sobre la cama, me puse de rodillas. Verret, sin retirar su mano, se inclinó y me la empezó a chupar, tan lleno de emoción y de alegría que sólo pensé en cerrar los ojos y en morir sin miedo. Mientras agonizaba, una tibia caricia me retuvo en el mundo: era otra lengua, la de esa mujer que casi habíamos olvidado. Empezó a trabajar en mi cintura, por detrás, y luego bajó, se hundió entre mis nalgas, se las ingenió para empujarme aún más contra la boca de Verret.

Decidí aguantar, grité y resoplé, empleé mis manos, mis insignificantes manos, que valían tan poca cosa, en acariciar y pellizcar la espalda del virtuoso. No quería derramarme allí, no por, el momento, así que me despegué de Verret y le rogué que penetrara a la mujer: sólo quería mirarlo. Se echó a reír, fue una risita mínima y provocadora. Me prometí arrancarle el alma, lo amenacé con destrozarlo, sin ungüentos ni saliva, barren ario sanguinariamente, a palo seco. Él me oyó extasiado y antes de tumbarse sobre la mujer, quiso abrazarme. Sentí su torso caliente y nuestros sexos se rozaron, se golpearon primero sin querer, y luego los juntamos a propósito, un esgrima silencioso, doblemente intenso.

Verret se hundió en la otra. Me mantuve algo alejado para contemplar su espalda, el movimiento de sus caderas. La mujer me llamó varias veces, pero decliné acercarme. Su intención seguramente era tocarme, chuparme sin dejar de fornicar con Verret. No le hice caso, más bien extendí mi mano y comencé a acariciar aquella espalda blanca, blanquísima, de músculos delgados pero endurecidos. Miré hacia abajo: parecían nalgas de mujer. Pasé los dedos, primero por fuera, y luego los hundí un poquito. No notaba ninguna diferencia. Verret gimió con más fuerza, me había sentido y me rogaba que siguiera allí. Volví a pasar mis dedos, él balbuceó unas palabras, dijo que sí, o dijo simplemente «más». La mujer consideró que era con ella y pronunció algunas frases, quejidos y palabras soeces. Entonces comprendí que lo haría, supe que era en ese instante o nunca: me incliné y besé las nalgas de Verret, las besé con pasión y naturalidad, las oprimí con ambas manos, como si fueran pechos, y las abrí como si abriera el universo. Verret temblaba, una electricidad poderosa pasaba por su cuerpo y, debajo del suyo, también se estremecía el cuerpo de esa mujer.

Yo lo iba percibiendo todo, aprehendiéndolo todo, lamiendo con tenacidad, como si en ello me fuera el honor. Cuando el temblor de Verret se aplacó, también nos aplacamos nosotros, la mujer y yo. Los tres permanecimos quietos y abrazados. Yo continuaba endurecido, por dentro y por fuera, pero comprendí que era necesaria esa pausa, un minuto de reordenamiento y paz. Verret se apartó y la mujer me invitó a que fuera sobre ella. No la desprecié esta vez. Ocupé el lugar del otro casi instantáneamente —a rey muerto, rey puesto— y me alegré de recoger algo de su calor. Esa humedad que había en la piel de su vientre no era sólo de ella: el sudor de Verret también estaba allí. Y dentro de su sexo, en el oscuro túnel donde navegaba el mío, se encharcaban, aún, los líquidos de mi virtuoso.

La mujer cruzó sus piernas sobre mi cintura. Tuve la sospecha de que intentaba despacharme cuanto antes. Pero yo, con una idea fija en la cabeza, no estaba dispuesto a claudicar. La mano de Verret acariciándome la espalda me confirmó que una vez más se estaba espabilando. Besé a la mujer y me separé suavemente. Era a Verret a quien deseaba esa tarde, y los tres lo sabíamos: él lo sabía mejor que nadie. Me miró a los ojos y miró hacia mi sexo, no dijo una sola palabra y se tendió bocabajo. La mujer se limitó a susurrarnos porquerías y acariciarnos: besaba mis hombros y besaba el rostro que mordía las sábanas, la cara lívida de Verret, desfigurada por el dolor y el cansancio. En su oreja, por encima de las palabras de la mujer, impuse un vozarrón de miedo, en el que apenas reconocí mi voz: le recordé que había cumplido mi promesa, lo estaba barrenando sanguinariamente y lo haría muchas veces más, todas las que hicieran falta, con puta o sin puta, durante esos tres días que iba a durar nuestra aventura en Denver.

Creo que sollozó. Me pareció que la mujer estaba a punto de interceder por él. Enloquecí en el momento final y lo mordí en los hombros, en esa nuca que siempre me pidió castigo. Su pelo rojizo se me metió en la boca y no hice nada por impedirlo: el pelo enredado entre mis dientes me hizo un extraño efecto, como si hubiera devorado un animal.

Más tarde, Verret mandó buscar unas bebidas. La mujer volvió a vestirse y tomó una copa con nosotros. Hablamos de las calles de Denver, ¿de qué otra cosa podíamos hablar con ella? Al despedirse, le dio un pequeño beso a Verret, le dijo: «Hasta la vista, Robert». A mí, en cambio, se limitó a decirme adiós desde la puerta:

See ya, mister Stravinski.