—¿Sabes lo que es la murcielaguina? —preguntó Sebastián, dedicándome una sonrisa irónica, pero a la vez muy tierna.

—Supe lo que era Clarissa —le dije—. Una fiera riquísima en la cama. Eso bastó.

—Es la caca de los murciélagos —precisó sin hacerme caso—. Si te llega a caer en la boca o en los ojos, ya sabes, fiebre y letargo para toda la vida.

Eran apenas las diez de la mañana, pero yo llevaba en el periódico desde las siete. Creo que era la primera vez, en tantísimos años, que me presentaba a esas horas. Había silencio y rondaban los fantasmas de todos los periodistas muertos. Nadie se retiraba del todo: los jubilados buscaban cualquier excusa para dejarse caer por la redacción. Pero los muertos ni siquiera excusas necesitaban. Vagaban de mesa en mesa —Ibsen, la redactora de Sociales, juraba que los había visto— ya su paso empujaban sillas y arrastraban bolígrafos. Al filo de las ocho y media, uno de esos fantasmas sopló unas hojas que yo acababa de compaginar. Me quedé absorto pensando que tal vez era un buen fin para un siniestro fin. Sebastián, por su parte, se negaba a olvidar a Clarissa.

—Quién sabe para qué necesitaba al murciélago —musitó—. Esas mujeres del Medio Oeste son muy raras… Menomonie, ¿qué clase de pueblo es ese?

No era en absoluto rara, más bien lo contrario. Después de un tiempo juntos, yo era capaz de predecirlo casi todo con respecto a ella. Sabía con certeza los pensamientos que la apenaban; la música que preferiría; los platos que iba a pedir. Anticipaba incluso las frases que de un momento a otro iba a decirme. En lo único donde mantuvo la originalidad, esa bestial frescura, fue en la cama. Pero no por mucho tiempo. Cumplí mi deseo de verla sentada entre las almohadas, totalmente desnuda, tocando la trompa. Y tal como lo había previsto, enloquecí mirándola, la besé mucho y la clavé hasta el desastre. El desastre, tarde o temprano, es el aburrimiento.

—¿Tú crees en los fantasmas, Sebastián?

Se encogió de hombros. Tenía la cinta de felpa en una mano y le daba vueltas al frasco de alcoholado que estaba sobre el escritorio. Significaba que la migraña lo empezaba a rondar.

—Clarissa sí. Se acostaba conmigo, pero amaba a un fantasma: el de un trompista famoso que se había muerto hacía años.

—Tú mismo lo has dicho —recalcó Sebastián—, que los trompistas tocan como si estuvieran haciendo lo otro. La próxima vez que vaya a un concierto, me voy a fijar.

Dennis Brain se llamaba el fantasma. Clarissa me enseñó sus fotografías, me obligó a escuchar sus discos, me convenció de que era un genio, y a fe mía que lo era. Ni siquiera lo conoció personalmente. El hombre murió en Londres, cuando Clarissa era una niña.

—Se dirigía a un ensayo con la Sinfónica de Londres —dije de pronto.

—¿Quién? ¿Quién iba a un ensayo?

La voz de Sebastián y su pregunta me provocaron una sensación de déja–vu.

Había empleado antes esas mismas palabras, estábamos sentados del mismo modo y en el mismo lugar, frente a su escritorio, entre esas tres paredes modulares cubiertas de fotografías.

—El fantasma con el que se entendía Clarissa —respondí—o Eso antes de ser fantasma, claro. Salió de tocar en la BBC y aceleró el auto hasta ponerlo a no sé cuántas millas. Iba desaforado, y no porque se le hiciera tarde.

—A Manuela tampoco se le hacía tarde —murmuró Sebastián y a mí me temblaron los párpados. Fue una reacción violenta que nunca antes había tenido. El miedo, tal vez. Y en cierta forma, desde muy lejos, el dolor.

—Estuve en el archivo y busqué la nota necrológica —añadió Sebastián—. Nadie se muere de ese modo.

—Yo no lo supe enseguida —dije bajito. Sentí como si me hubiesen sorprendido en el acto de mentir—. Estaba con mi mujer de vacaciones, me llevé unos libros y durante esos días casi no abrí los periódicos.

Sebastián notó mi malestar; quiso cambiar de tema.

—Tu mujer… Apuesto a que de ella no escribes una línea. En el fondo eres un puritano.

En el fondo, pensé, yo no era más que un hombre que intentaba desaparecer despacio. Así dice una canción de Schonberg, creo que es una de esas canciones de cabaret: desaparecer despacio y morir levemente. Manuela Suggia, por ejemplo, había muerto a profundidad, con todo su ser y todo su espíritu. Con ella, además, moría la locura; y en su fuero interno, la maldad; y bajo las plantas de sus pies, el miedo. Uno muere con todo, con el pijama y con el ardor. Eso también lo dice la canción de Schonberg. O tal vez la frase está en una canción de Loewe, he disfrutado mucho de esas canciones. Tuve una amiga que me las cantaba. No era virtuosa, dirigía un pequeño coro en Nueva York y por gusto aprendió ciertas baladas.

—Si no quieres escribir ese final —dijo Sebastián—, no te preocupes.

Yo estaba pensando en las voces del coro; en mi amiga, que era soprano coloratura, y en los ardores bajo el pijama. Mi expresión tuvo que ser la de un idiota.

—El final de la historia con Manuela Suggia —aclaró Sebastián, alzando un poquito la voz—. No tienes por qué escribirlo nunca. Todavía te quedan muchas historias que contar, más alegres para ti y para mí. Por ejemplo, ese violista rococó…

—La historia con Manuela ya la terminé —dije despacio—. Precisamente te la iba a dar ahora.

Le mostré el montoncito de páginas que un fantasma había desordenado. Sebastián abrió los ojos como si viera un plato delicioso.

—Si no te molesta, las leo ahora mismo y te doy mi opinión.

—Al contrario —le dije—o Es temprano, voy a la cafetería y en media hora regreso.

Por fin abrió el frasco de alcoholado y empapó la cinta de felpa. Se la colocó alrededor de la cabeza.

—¿No quieres que te traiga un café?

Sebastián estaba como hipnotizado; levantó la vista y contestó con otra pregunta:

—¿Retomaste la historia en el punto dónde la habías dejado?

Sonreí y me dispuse a salir.

First fucking… —lo oí murmurar.

Agregó alguna otra cosa, pero las palabras me llegaron cambiadas, como si vinieran desde el más allá.