Virginia
Virginia
Un violinista chino, de paso por San Juan, se abrió frente a mis ojos la camisa y me mostró lo que desde ese instante yo llamé la «marca de Saint Saëns». Era una gruesa línea de color marrón que le corría por la base del cuello, del lado izquierdo, sobre la clavícula, y que hubiera podido tomarse por otra cosa, por la huella de un dedo tiznado, por ejemplo, o por una antigua quemadura.
Me aseguró que su caso no era de los más graves. A otros violinistas también se les irritaba la piel allí, donde apoyaban el violín, y con el roce —o la pasión de ciertas melodías— se les formaban ampollas, laceraciones más o menos severas que en ocasiones se infectaban. Agregó que había sabido de un virtuoso ruso a quien la interpretación de ciertas piezas de Saint Saëns le provocaba un malestar tan intenso que a veces, finalizado el concierto, los médicos se veían en la necesidad de aplicarle morfina.
Subrayé el dato y lo reservé para mi archivo. Después de andar tanto tiempo acribillando a músicos que saben o no saben lo que dicen, he optado por guardarme los mejores secretos y llevar al periódico el resto, lo mínimo que la gente espera, no mucho y nunca nada personal. Tengo una notable colección de indiscreciones y frases insólitas. Se asombrarían los aficionados si supieran los términos tan carnales, ¿o debo decir carnívoros?, en que se expresan algunos solistas con respecto de sus instrumentos, o con respecto de la música que interpretan.
Aquella vez, el violinista chino se sorprendió cuando me incliné para mirar la marca en su cuello. Hay sólo dos imágenes que nos sobrecogen para toda la vida. Una tiene que ver con la muerte: generalmente es la boca, los párpados o las manos de un cadáver de la familia. La otra tiene que ver con el deseo, o mejor dicho, con el presentimiento de un deseo.
Viéndola de cerca, en una piel que entonces, por un instante, no fue amarilla ni blanca, ni de hombre ni de mujer, me entraron ganas de olfatear y de besar la huella del violín, el daño que había hecho. Cerré los ojos y sentí que en ese trance me estaba jugando algo distante y no completamente mío. El violinista interpretó mi gesto de otro modo y se apartó perplejo. Pero no fue hasta que conocí a Virginia, varios años más tarde, que descubrí que este incidente había tenido su azar justificado. Lo del azar justificado me lo enseñó hace tiempo un guitarrista brasileño, y al principio me pareció un concepto disparatado, pero poco a poco le fui cogiendo el sentido. Y lo vine a comprender del todo la mañana en que vi a Virginia por primera vez.
Llegué al teatro cuando el ensayo había empezado. Avancé por entre las butacas vacías y me ubiqué en un extremo de la novena fila, tal como ha sido mi costumbre desde que me inicié en este oficio. Soy partidario de asistir siempre a los ensayos, aun cuando conozca perfectamente al solista. En el caso de Virginia, la verdad es que no la conocía de nada; no había escuchado una simple grabación suya; ni tampoco reparé en la foto que enviaron al periódico, junto a su biografía.
Por eso, porque me había hecho la idea de que era norteamericana, y ni siquiera sospechaba que era nacida en Antigua —Virginia Tuten es la única solista de que se tiene noticias que haya salido de ese insólito agujero tropical—, me sorprendí cuando vi a aquella mulata corpulenta, una nodriza pecadora que interpretaba, en mi opinión sin demasiado brío, Salut d’amour, la pieza más empalagosa de Elgar.
Entorné los ojos y entonces me acordé de la «marca de Saint Saëns». Como un relámpago, la imaginé algo más corta, quizá más gruesa, mucho más tenue sobre la piel de esta mujer. Terminó de tocar y movió la cabeza de un lado para otro, con ese movimiento de potro impaciente que suelen hacer los violinistas para relajar los músculos del cuello. Luego se acercó al pianista y juntos se pusieron a mirar algún detalle de la partitura. Ella quedó de perfil, y en lugar de mirarle hacia los pechos, que eran de estructura y densidad más bien notables, bajé la vista y reparé en sus pies.
Los pies suelen decirme mucho sobre el carácter musical de un violinista. Me fijo en el tamaño y la forma; en la manera en que el músico los junta o los separa; también les miro las pantorrillas y de algún modo sé que la expresión surge de allí, de los tobillos y las corvas. La tarde del ensayo, Virginia llevaba unas alpargatas blancas: no puedo concebir algo más dulce ni más propio para una violinista que se va a meter, como una ninfa, en La fontaine d’Aréthuse. Fue en ese momento cuando sentí la urgencia de salir de la novena fila y sentarme más adelante, justo en el centro: por primera vez en mi carrera, tuve y caí en la tentación de hacerme notar.
Antes de empezar con el ensayo de la segunda parte, la oí indicarle al pianista que se tomaría un descanso. No me moví de la butaca hasta que la vi desaparecer, arrastrando un poco las piernas, y me di cuenta de que, o no era una mujer muy ágil, o era de las que bajaba el tono en los ensayos. Algunos cantantes, sopranos y tenores, ensayan en susurros para no malgastar la voz; los violinistas a veces suprimen los movimientos bruscos, guardan silencio para concentrarse, hacen comidas ligeras, y en muchos casos, se abstienen de tener sexo la noche que precede al estreno.
Me pregunté, mientras llamaba a la puerta de su camerino, si Virginia Tuten también se andaría con tantos melindres. Me lo seguí preguntando cuando vino a abrirme una mujer robusta, rubia, evidentemente norteamericana, y tuve la sospecha —más que sospecha, una certeza socarrona y cruel— de que acababa de interrumpir algo importante. Eso se puede oler, cualquiera que se lo proponga puede olerlo. Vi su cuello húmedo y su falda arrugada, y por si eso no bastaba, vi sus ojos ladinos, esa sed tan propia de varón. Sonreí para mis adentros: aquella rubia que se presentaba como la secretaria de la violinista, en realidad había estado besándose con ella, acariciando los pechos de la muy virtuosa y rogándole que se calmara. Tal vez Virginia Tuten estaba demasiado tensa. A medida que van envejeciendo, las violinistas, no sé por qué, se vuelven inseguras. Debería ser al revés, en el piano es al revés, pero con el violín ocurre lo contrario: cuanto más jóvenes, más lanzadas. Y luego se van volviendo tímidas, se apagan un poquito cada día, hasta que se retiran, generalmente a edades más tempranas que los hombres.
—Virginia no se siente bien —dijo la rubia, después de que yo me identificara y le recordara que habíamos concertado una cita—o Está algo tensa, ¿no podría entrevistarla por la tarde?
Sonreí tratando de parecer idiota. Me di cuenta de que, para llegar hasta la violinista, tenía que pasar por el cedazo de una leona muerta de deseo. Soy —o fui— un crítico musical intuitivo. Le dije que no tenía inconveniente en esperar hasta la tarde, y que tal vez era mejor así, puesto que el fotógrafo podría retratada en los alrededores del hotel, rodeada de los pavos reales, o caminando por la playa.
La mujer mordió el anzuelo. Yo en ese entonces tenía buenas espaldas, cabellos negros, impecables modales y un bigotazo al uso. No era un enclenque, quiero decir, no parecía un melómano, y mucho menos crítico musical. Cualquiera con más mundo hubiera adivinado que, tras la cordialidad, estaba la garra. Pero mi manera de hablar, de mostrarme complaciente y acceder a que la entrevista no se realizara en el teatro, como era usual, sin duda la llevó a creer que estaba en presencia de un tipo inofensivo. Cerró la puerta y mi expresión debió de transformarse. Me la imaginé regresando al lado de la violinista y contándole que había logrado despachar a un periodista, un incordio que había insistido en veda en el hotel, sobre las cinco de la tarde. Virginia, con los ojos cerrados, guardaría silencio. Su secretaria, entonces, aprovecharía para besada en los labios —un beso suave, pero muy riesgoso— y la dejaría descansar unos minutos antes de volver al ensayo.
Llamé al periódico, solicité un fotógrafo y me fui a mi clase en el conservatorio.
Poco después del mediodía llegué a casa; mi mujer no había llegado aún del bufete y la niña practicaba el piano bajo la supervisión de mi suegra. Me di un baño y me cambié de ropa, y antes de salir de nuevo busqué algunos datos sobre Edward Elgar. Salut d’amour había sido compuesta para su alumna, Alice, y la tocaban juntos: Elgar al violín y Alice al piano. Era toda la información, llamémosle íntima, que tenía en mi poder. Pero en cierto modo me bastaba, y pensé que con ella a mano podría cocinar alguna maravilla.
Besé a mi hija y tuve ese pálpito que tenía siempre cuando la veía en el piano: ¿qué tal si algún día se convertía en concertista de éxito, y caía en las manos de un viejo zorro como yo? ¿Qué tal si ese zorro le contaba una historia apócrifa acerca de los amores de Béla Bartók con una jovencita a la que desnudaba, embadurnaba con una mezcla de cacao y palinka, ese aguardiente húngaro color de sangre, para luego lamerla y masticarla en pedacitos?
Me incliné sobre la niña, le corregí la postura de la espalda y le recomendé que estuviera atenta a la posición de la mano izquierda. Le pedí a mi suegra que no la perdiera de vista. Ambas sonrieron y yo me sentí miserable. Salí a la calle y fui en busca de un carro de alquiler. Por esos años, me movía casi siempre en taxi. Había aprendido a conducir muy joven, pero el automóvil a veces era un obstáculo para ciertos planes. Una solista jamás subirá al auto conducido por un crítico musical a quien no conoce; es una regla tácita que sólo incumplen, de vez en cuando, las chelistas. Que nadie me pregunte por qué ellas, y no, por ejemplo, las mujeres que tocan el clarinete, o las que se dedican el oboe. Las chelistas tienen una actitud más abierta hacia casi todo. Y el hecho de subir a un automóvil con un crítico que al día siguiente las puede crucificar, musicalmente hablando, las trae sin cuidado.
A las cinco menos cuarto llegué al Caribe Hilton, atravesé el vestíbulo y me dirigí al telefonillo para llamar a la habitación de Virginia Tuten. Conté seis timbrazos, pero nadie contestó. Comprobé el número de habitación con uno de los empleados; volví a llamar, ocho timbrazos esta vez, y nadie levantó el teléfono.
Era imposible que no hubiera regresado del ensayo. Las violinistas, por lo general, no van de compras; no se detienen en ningún restaurante; ni siquiera se les ocurre dar un paseo por la ciudad. Todas tienen prisa por regresar al hotel, seguir ensayando a solas, y encargar una comida ligera, que generalmente acompañan con agua mineral. He conocido a muchas, las he visto moverse por la habitación; me he levantado yo mismo para recibir la bandeja con los alimentos y permitir que la virtuosa, desnuda y con el arco aún en la mano, se esconda en el cuarto de baño hasta que el camarero se retire.
Decidí subir a la habitación, en el octavo piso Sentí la boca seca y tuve ganas de detenerme en el bar para beber una cerveza, pero tuve la sensación de que el tiempo corría en mi contra, una sensación que no era normal, puesto que una entrevista se hace hoyo a lo mejor no se hace nunca, y a fin de cuentas poco importaba. Llamé a la puerta y nadie contestó en un buen rato. Me quedé allí, frotándome los nudillos, presintiendo que tarde o temprano aquella puerta se iba a abrir. Entonces escuché un quejido, «Who is it?», volví a tocar y el quejido se escuchó más lejos, como si la persona que lo producía, en lugar de acercarse a la puerta, se estuviera alejando. Hubo un nuevo silencio que duró dos o tres minutos, y al cabo de ese tiempo me di cuenta de que alguien intentaba abrir. Había torpeza, laxitud en ese intento. Pensé que me toparía de nuevo con la secretaria de Virginia, aquella leona avariciosa que, para esas horas, seguramente estaría ya satisfecha: había tenido tiempo incluso de dormir la siesta con la violinista. Me consta que no hay placer más hondo, que no hay lujuria más extremada y fina que la que se deriva de despertar, a media tarde, junto a un virtuoso. En la habitación en penumbras, cuando nos incorporamos en la cama y observamos ese cuerpo en reposo, esa carne que pocas horas antes vibraba tocando el violonchelo, el piano, el clavecín perverso, nos asalta una sensación de impotencia, pero, al mismo tiempo, nos sobrecoge la posibilidad de un éxtasis rabioso, de un temblor muy pocas veces saboreado. Es en ese momento cuando sentimos la urgencia de despertar de mala manera a la virtuosa (o al virtuoso, pequeño concertista adormilado) y masacrarla, hundida, ahogada en imprecaciones y amenazas. En lo que a mí respecta, debo admitir que en ocasiones he querido ensañarme; he ansiado abrir ese cuerpo y hundir mi rostro en la ventana tibia —en las vísceras está el temperamento—, ganarle la partida a una pasión que no es más de ella, ni mía, ni de nadie. Arrancar el alma musical es todo lo que se pretende.
Virginia Tuten, ojerosa y prudente, entreabrió la puerta sin quitar la cadenita de seguridad. Estaba en pijama, un pijama azul de satén. Con la voz llorosa, me preguntó qué deseaba.
—Soy Agustín Cabán —le dije—, fui a entrevistarla esta mañana. Su secretaria pospuso la cita para esta tarde.
Me pidió que esperara un momento. Cerró la puerta y miré el reloj. A las cinco y media llegaba el fotógrafo, pero era evidente que la violinista no estaba para fotografías. Me recosté en la pared y me entraron ganas de fumar: era el alivio de saber que la secretaria no estaría presente. Esperé cinco, diez minutos Virginia volvió y me abrió la puerta. Se había quitado el pijama y por encima sólo se había puesto una bata amarilla, de mangas largas, cerrada hasta el cuello Tuve la impresión, bajo la poca luz que entraba por el balcón, de que tenía la cara enrojecida. Junto a la oreja izquierda, casi al nivel de la mandíbula, me pareció distinguir un moretón Aparté la vista y nos quedamos ambos de pie, ella sin saber qué decir y yo sin saber si me podía sentar.
—¿Dónde quiere que hagamos la entrevista? —le dije; miré a mi alrededor y todo era un desorden.
No contestó enseguida. Recogió la ropa que estaba sobre una silla, se fue a un extremo de la habitación y regresó trayendo el estuche con el violín.
—Si quiere —añadí—, la podemos hacer en la playa.
Ella estaba decidiendo algo, mirando fijamente al suelo. De pronto alzó la vista:
—Sáqueme de aquí antes de que me maten.
Abrí la boca, no sé cuánto tiempo permanecí con la boca abierta, tratando de digerir esa frase. Sólo recuerdo que cuando volví en mí, la cerré de golpe. De nuevo me sentí a mis anchas, fuerte y decidido a salvarla.
—Vístase y nos vamos.
Delante de mis ojos, Virginia Tuten se quitó la bata. Llevaba una ropa interior de lo más común, prendas blancas de mujer mayor, aunque le calculé unos treinta o treinta y cinco años. Se volvió de espaldas y recuerdo que pensé que hubiera sido un desperdicio que alguien la matara. Hice un esfuerzo por permanecer inmóvil mientras ella rebuscaba entre su ropa y sacaba prendas al azar. En un minuto se vistió con falda y blusa, y luego la vi ponerse una chaqueta y calzarse unos zapatos negros de tacón. Aún tuvo coraje para colgarse un collar de perlas. Pensé que sólo una mujer muy infeliz, muy frágil, era capaz de acordarse de un collar de perlas en esas circunstancias.
—Vámonos —me dijo, cogiendo su bolso en una mano y el estuche con el violín en la otra.
Abrí la puerta, salimos al pasillo, y tan pronto entramos en el ascensor le susurré mi plan:
—Haremos la entrevista en otro hotel, ¿qué le parece?
Ella dijo que sí con la cabeza y puso voz de niña:
—En cualquier otro lugar sé que estaré segura.