Manuela

Manuela

De niña, cuando se negaba a estudiar el violín, su madre la obligaba a quitarse los zapatos y a pararse descalza sobre las losetas heladas. No le permitía pronunciar palabra, ni siquiera para pedir perdón. Manuela se iba congelando poco a poco, desde los pies a la cabeza, y cuando pensaba que ya no podría soportado, la madre pronunciaba las palabras mágicas:

—César Cui, Orientale

Siempre empezaba por esa pieza. Manuela se volvía a poner las medias y los zapatos, se frotaba las manos y corría a buscar su violín. Tocaba el Orientale en su particular estilo, sin dejar de mirar a la madre, que se acodaba en una ventana, de espaldas a la niña, y la escuchaba tensa, algo más que tensa, indefiniblemente rabiosa.

—Dvorák, Danza eslava… Paganini, Cantabile

Así le iba pidiendo piezas, con la misma frialdad del cirujano que pide un bisturí. Manuela la obedecía y probablemente planeaba su venganza, todos los niños la planean. Vivían en Hamburgo, el padre portugués había sido marinero y cuando se cansó de navegar, compró un pequeño restaurante. La madre alemana, violinista también, pero de poca monta, la mortificaba con método, era una torturador a innata. Manuela, por supuesto, se convirtió en un monstruo, un animal de excepcional talento, de las más grandes solistas que escuché en mi vida.

A simple vista, no se le notaba nada, si acaso que era un poco retraída. Era en la intimidad cuando afloraba esa crueldad aprendida; ese dolor que se solidifica en la niñez y luego no se derrite ni con amor ni con venganza. Resultaba peligrosa, para ella misma y para los que tuvimos la mala fortuna de recostar la cabeza a su lado.

Poco agraciada de cara, con la nariz excesivamente larga y una boca de patito feroz, tenía los ojos chiquitos —son los ojos que por lo general acompañan a esas narices larguiruchas— y un pelito como de tusa de maíz, paupérrimo y mal cuidado. Otro cantar era su cuerpo, las piernas de ciclista y un poquito de vientre, sólo un poquito, siempre he pensado que esa zona debe de ser mullida. Las caderas no eran alemanas, sino bastante portuguesas, y tenía un par de pechos muy lujosos, con los pezones rosados. Si no me hubiera gustado Manuela por ninguna otra cosa, ni siquiera por ser la extraordinaria violinista que era, me hubiera gustado por sus pechos, que parecían de adolescente —de robusta adolescente alemana— y despedían como un brillito. Probablemente se los habían manoseado poco; estoy seguro de que los hombres tendían a rechazarla.

Rebecca Cheng me habló en una ocasión de ese extremado agudo que se produce en la ópera china, imperceptible para el oído occidental. Del mismo modo, la maldad de Manuela podía resultar invisible para un alma menos entrenada que la mía. Engañó a mucha gente, pero no a mí. Si me decidí a vivir ese romance, a comer de su mano, a hundirme en su particular pantano, fue porque localicé en ella un ingrediente musical que no llegué a localizar en ninguna otra: Manuela Suggia tocaba con odio, con una despiadada forma de imponerse sobre el instrumento, sobre la música y sobre sí misma. Toda esa venganza que le prometió a la madre, y que tal vez no pudo desahogar —la mujer murió cuando la violinista tenía catorce años—, la volcó luego en su interpretación. Había un desprecio, un demonio íntimo que reclamaba muerte. Manuela sangraba las melodías, ese era el quid de su sonido trágico: las expoliaba hasta dejarlas secas.

Oyéndola, comprendí que no era cierto que el arte hay que ejercerlo siempre con amor. Manuela era una virtuosa completa, y su primera virtud era el desparpajo, el musical y el otro; su gran capacidad para aborrecer, y en lo posible, herir. El día en que me presenté para entrevistarla, me sonrió como un ángel. La vi fea, con su pelito escurrido y sus mejillas pálidas. Luego coincidimos en una cena, nuestras miradas se cruzaron un par de veces, ella buscó mis ojos y sentí que era el momento de atacar. La entrevista ya estaba hecha, así que le propuse hablar un rato sobre su formación musical; era una vil excusa, pero gracias a eso la pude acompañar hasta su hotel. Una vez allí, nos sentamos en el bar, ella pidió un alexander, que es un cóctel antiguo, una bebida de viejas vampiresas. Yo pedí lo de siempre: whisky con hielo. Me habló de sus compositores favoritos y de sus maestros, y en algún momento salieron a relucir los castigos a que la sometía su madre. El invierno de Hamburgo suele ser muy invierno: aquella niña rubia, descalza frente a la ventana abierta, heló mi propio corazón.

La escuché en silencio, bebiendo mi trago y mirándola a los ojos. Vi un toque de perversidad en su manera de mover las manos, de apurar el alexander, de mentir sobre todo. Me pareció que mentía, tuve la sospecha de que alteraba fechas, nombres, sucesos sin importancia —al menos, sin importancia para mí—, y que lo hacía por el simple placer de engañarme. No tenía modo de comprobarlo, pero soy un viejo zorro. Lo fui desde los veinte años, y en ese momento tenía cuarenta, o poco más. Conservaba mi pelo oscuro y mi bigote intacto, no estaba mal. Por otra parte, me defendía bastante bien en portugués, y para impresionarla le propuse que utilizáramos ese idioma, en lugar del neutro inglés en que nos estábamos comunicando. Se estableció entre nosotros una atmósfera íntima, y luego de la segunda copa, el rostro de Manuela ya no me parecía desagradable. Le propuse acompañarla a la habitación; ella no contestó. Al poco rato se puso de pie, trató de sonreír, pero su crispación era evidente.

—Venga, si le parece.

Me pareció. Estaba hospedada en uno de los pisos más altos. Mientras subíamos, solos en el ascensor, traté de besarla. Ella retiró la boca, así que la besé en la mejilla, pasé mi mano por detrás de su cabeza y la atraje hacia mí. Fue una escaramuza torpe y fría, le pedí a Dios que me librara de quedar en ridículo. Ya en la habitación, Manuela me desconcertó. Sin haber cerrado la puerta, me empujó contra una pared y se me echó encima; nos estuvimos besando con pasión. De pronto se detuvo:

—¿Te duelen los testículos?

Fue como si me hubiese pateado justamente en ellos.

—No me duelen —le contesté—, ¿por qué habrían de dolerme?

—Siempre pregunto —dijo ella—, hace algún tiempo conocí a un hombre al que le dolía un testículo. Nuestra cita se arruinó por eso.

Me lo dijo riéndose y tuve una duda: me pregunté si no habría sido un error subir a la habitación de esa lunática. Manuela cerró la puerta y se empezó a desvestir; al mismo tiempo trató de desvestirme a mí. Percibí una torpeza natural en ella, le temblaban las manos, pero sin duda había mucho teatro en su manera de moverse, de aparentar pudor. Las piernas de ciclista estaban unidas a unos poderosos muslos, de ciclista también, y más arriba entreví su trasero, que no sé cuánto le debía a la bicicleta. Antes de tocarlo supe que era musculoso y duro, un culito varonil que daban ganas de romper.

Mi papel, al principio, era del todo pasivo. Me acosté boca arriba y ella se abrazó a mis muslos, hundió la cabeza y empezó a bordar lo que iba a ser una mamada desigual, a ratos frenética, ya ratos dulcísima, casi infantil. No voy a negar que me atemoricé cuando la vi lamer mi sexo y hundirlo completamente en su boca. He leído sobre desquiciadas que clavan los dientes en el momento de mayor delirio. A Manuela la temía por eso, porque enseguida sospeché que no era una mujer muy cuerda. Ignoro si ella era consciente del miedo que me inspiraba. Tal vez lo intuía, como esos perros que por el olor suelen averiguar quién les teme y quién no.

—Avísame si te hago daño —susurró, levantando hipócritamente la cabeza; los alrededores de su boca estaban llenos de babas.

—Ven encima de mí —le ordené; me pareció que ya era tiempo de que le ordenara algo.

La cogí por los brazos y tiré de ella. Pero Manuela no se mostró muy dócil; continuó chupando con ese afán rabioso, todo lo tenía que hacer con rabia esa mujer. De pronto se incorporó, se puso de pie sobre la cama y me miró desde arriba. Pareció vacilar entre dejarse caer o empezar a saltar sobre mi pecho y mi vientre. De todo la creía capaz, hasta del más tierno imprevisto, que fue lo que finalmente hizo: se acuclilló poco a poco, con lujuria exquisita, y se hundió en mi sexo. Hasta ahí todo estuvo bien, pero a los pocos minutos se echó hacia delante y mordió mis tetillas; debo precisar que las masticó, fue una provocación brutal que me llevó a empujarla y lanzarme sobre ella. No habría más contemplaciones ni melindres: la penetré furiosamente y la inmovilicé agarrándole el cabello. Entonces me desquité: tomé en la boca sus pezones brillosos y decidí privarlos de su lustre. No soy capaz de masticar a una mujer, ni siquiera a una mujer como Manuela. La chupé y la mordí con fuerza, la humillé escupiéndola, le escupí el pecho y le escupí la boca. Enseguida le di vuelta —ya ella estaba blandita— y le mordí la nuca; la penetré de nuevo, esta vez con tanta inquina que supuse que allí sí sangraría. A mi paso sentí un desgarrón, algo que no había sentido antes, ni siquiera en mis años juveniles, las tres o cuatro veces que me tocó desvirgar a una muchacha.

Esa noción de haber causado daño, de haberme abierto paso en carne nueva y producir dolor, me arrebató por dentro. Eyaculé casi sin darme cuenta, todavía seguía escupiendo sobre Manuela cuando mi sexo comenzó a ablandarse. Sentí algo viscoso y caliente en mi vientre; no tuve que mirar para saber que era su sangre. Me asusté y me arrepentí mil veces. Fue el primer arrepentimiento serio de los muchos que me iban a agobiar durante mi relampagueante relación con Manuela.

Ella respiraba con esfuerzo, y cada vez que expulsaba el aire, expulsaba también un gemido. Hizo ademán de darse vuelta, pero ni siquiera tenía fuerzas para deshacerse de mí. Entonces decidí apartarme y vi el reguero de sangre. Le susurré que tendríamos que ir a un médico. Ella negó con la cabeza, me dijo que había una sola cosa que la podía aliviar. Le aseguré que haría lo que me pidiera.

—Ven aquí —insinuó, señalando su boca; imaginé que quería que la besara. Pónmela aquí.

Caí en la cuenta de que no me estaba proponiendo un beso. Y me disponía a decirle que necesitaba unos minutos de reposo (otra vez temía que me mordiera), cuando ella levantó la voz:

—¡Oríname, pronto!

Miré las sábanas: manchas de sangre y porquería. Tuve un escrúpulo ridículo: mis orines atravesarían el colchón; las camareras del hotel tendrían que cambiarlo, harían toda clase de conjeturas. Me quedé unos segundos indeciso y Manuela esta vez lo escupió:

—Oríname, imbécil.

Estaba confundido, desarmado; por primera vez en mi vida me sentía frágil después de derramarme dentro de una mujer. Me coloqué a horcajadas sobre su cabeza. Sostuve con la mano mi sexo y apunté a su frente. Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. No me salió una gota. Me concentré y pasaron los segundos, tal vez un eterno minuto, pujé para orinar, sólo tenía que orinar. Abrí los ojos y me di cuenta de que no podía.

—En mi boca —murmuró Manuela—, orina en mi boca.

Miré mi sexo decaído. Estaba cruzando una frontera y no estaba seguro de que deseara hacerlo. Pero ella me apremiaba, y yo sentí la crueldad de ese apremio.

—¿No sabes orinar, hijo de puta?

Empecé a hacerlo, me orinaba de miedo y de coraje. Primero salió un hilito vacilante, y luego un chorro en condiciones, todo el orín del mundo le dirigí a su boca, perra violinista mal nacida. Ella tragaba, pero algo del líquido se desbordó, se le metió por la nariz y le corrió por las comisuras. N o puedo recordar un minuto de mi vida que haya sido más sucio e insondable.

Cuando mi orín se terminó, me levanté atolondrado y me metí en el baño; fui directo a la ducha. Tenía todavía la preocupación de que Manuela continuara sangrando. Ha habido casos graves de invertidos que se desangran por causa de una mala cogida. Temí involucrarme en un escándalo de esa naturaleza, con una violinista famosa que nadie iba a creer que fuera tan depravada. Por eso me alegré de verla viva, o casi. Me estaba secando cuando ella apareció en el baño; trastabillaba un poco, pero tenía buen color. Le pregunté que cómo se sentía y se encogió de hombros. Le pregunté si ya no sangraba, y por toda respuesta se volvió de espaldas y me mostró el trasero. Me pareció tan vulgar su gesto que me arrepentí de estar allí y de haberme revolcado con ella; de haber unido mi piel a su contaminada piel. Puede decirse que con Manuela conocí sensaciones, inquinas, rechazos que nunca en mi vida había sentido. Nunca hasta ese entonces había lamentado la intimidad con una mujer. Lo lamenté allí mismo, mientras me secaba la espalda y Manuela se pavoneaba delante de mí, desnuda y sórdida.

Esa noche llegué a mi casa por instinto, como los borrachos. Mi mujer y mi hija ya se habían acostado. Me senté a la mesita de la cocina, me serví un vaso de leche y me entraron ganas de llorar. Me pregunté si acaso no era yo el verdadero herido; si en realidad no había sido mi carne la que había quedado desgarrada por el empuje de una fuerza sobrenatural. Me prometí no volver a ver a Manuela, ni siquiera pensaba asistir a su concierto. Antes de meterme en la cama, me di otro duchazo, me restregué la piel por segunda vez en esa noche.

A la mañana siguiente, tan pronto abrí los ojos, corrí al hotel. Llamé a Manuela a su habitación y le pregunté si quería desayunar conmigo. Respondió: «Sube tú», y sentí un escalofrío. Subí y la encontré en bata; había dormido sobre las sábanas manchadas, flotaba un dulce olor a sangre por la habitación. Pidió desayuno para los dos y nos sentamos junto a la mesita del balcón. Yo tenía la boca amarga y el jugo de naranja no hizo más que acrecentarme ese sabor. Manuela empezó a hablar de otros músicos y me di cuenta de que contaba verdades a medias, y en general muchas mentiras. Antes de conocerla, había oído decir que como condición para tocar en ciertas plazas, ella exigía que jamás extendieran contratos a un par de violinistas que tenía en su lista negra. Sin el menor asomo de vergüenza, me hizo saber que formulaba exigencias similares a su casa disquera, no sólo con respecto a violinistas, sino también a chelistas o pianistas acompañantes que se habían ganado su enemistad. Se contraía cuando hablaba de ciertos músicos, nunca había visto semejante capacidad de rencor en ningún artista, y menos en una solista de su talento. Esa noche, hablándome de un director con el que había tenido un altercado, me confesó que hubiera sido capaz de golpearlo hasta dejarlo muerto.

—Pero la cárcel —añadió— siempre me ha dado miedo.

Manuela era como una piedra de violencia compacta, un agujero negro de maldad que me atraía hacia su campo, hacia sus nubes oscurecidas y circulares Nos acostamos después del desayuno, y puedo decir que todo fue normal y memorable. Luego me fui a mis clases y por la tarde volví a verla en el ensayo. Se conducía sosegadamente, le hablaba con dulzura al director, tenía una vocecita fina y utilizaba un inglés entrecortado, con un feroz acento alemán. Al final del ensayo, me pidió que fuéramos a caminar un rato, y la llevé hacia la parte antigua de la ciudad. Entró en una tienda de bisutería y quiso probarse un collar; con un gesto me indicó que se lo abrochara, y cuando estaba en esas, comentó que había decidido quedarse una semana más en la isla, que necesitaba descansar y pensaba que este era el lugar perfecto. A mí me temblaron las manos, las tenía apoyadas sobre su espalda mientras trataba de localizar el cierre.

—¿Te molesta que me quede?

Guardé silencio y sentí que ella pegaba un tirón del collar; ya no me permitió abrochárselo. Se dio vuelta para mirarme a los ojos:

—Quiero saber si te molesta.

La besé en la nariz, su nariz larguirucha que siempre estaba un poco fría. Le contesté con un acertijo:

—No me molesta, creo. Me aterroriza, pero no tanto.

Pagué por el collar y la tomé por la cintura para salir a la calle; parecíamos un par de turistas despistados y cómplices.

Después del concierto, quiso mudarse de hotel, cosa que me alegró. Le sugerí uno en la playa, más alejado de la ciudad y de mi entorno regular: mi casa, el periódico, el conservatorio. Me las arreglé para pasar un par de noches en ese hotel con ella. Manuela se notaba relajada; oía su vocecita y me inspiraba cosas. Cosas que nunca había sentido con respecto a ninguna mujer: repulsión, por ejemplo, y a la vez ternura; de madrugada, ganas de abrigarle los pies. Hicimos el amor con coraje, pero también con suavidad y muchos deseos de vivir. Manuela se esmeraba en conquistarme, aunque yo no me diera cuenta de momento; no lo supe hasta que fue muy tarde. Era domingo y el lunes tenía que regresar a mi rutina, sobre todo a mi casa. Pasamos la mayor parte del día en la playa, y por la noche, ella propuso que cenáramos en la habitación. Después de que nos bañáramos me arrastró a la cama. Ambos éramos conscientes de que el resto de la semana nos veríamos a picotazos, y que ya no tendría otra noche para dormir con ella.

Se sentó sobre las almohadas, apoyándose en el respaldar de la cama, abrió las piernas y me pidió que recostara mi cabeza en su vientre. La obedecí y ella empezó a acariciarme el cuello, el pecho, luego la cara. Cerrar los ojos y saber que eran sus dedos, capaces de grandiosidad infinita, los que me estaban tocando me provocó un júbilo vanidoso, un estado de euforia, la droga dura que es siempre para mí esa mezcla: la música con la lascivia. Tres noches atrás, Manuela había tocado el Concierto en re para violín de Beethoven. Recibió una ovación de diez minutos, todo el mundo la aplaudía de pie. Yo escribí luego que desde los tiempos de Fritz Kreisler no se escuchaba un Concierto en re con ese genio, ese abrumado ardor. Me vino a la cabeza un pasaje del segundo movimiento, algo que siempre me ha trastornado mucho. Ella se incorporó, se impulsó hacia delante y alcanzó mi sexo con su boca, quedando a la vez en posición de que yo besara intensamente el suyo. Afinqué mis manos en sus caderas y la obligué a apretarse contra mi boca: su sexo se revolvió en mis labios y hurgué en él hasta que me dolió la lengua. Manuela, en pago, aceleró su caricia: sus labios subían y bajaban y yo sentía su devastador efecto, la furia de un deseo que rebotaba en mi cráneo, como una cuerda que rebota contra el mástil, un torrente de fieros pizzicati (al estilo Bartók), ¿no es ese el sueño de la música en la carne propia?

Enloquecí, no había remedio. Me arrodillé en la cama y la viré boca arriba para penetrarla.

—Todavía no —gritó.

Se levantó de un salto, fue al ropero y volvió con algo transparente que parecía un condón. Lo movió delante de mis ojos y comprendí que se trataba de un guante.

—Póntelo —me ordenó, con esa voz que había cambiado; le cambiaba cuando planeaba algún horror.

—¿Para qué me lo debo poner?

Yo ardía de deseo, pero también de miedo. Empecé a intuir algo distinto, una atrocidad que ni siquiera me atrevía a imaginar.

—Deja que te lo ponga yo.

La dejé. Era un guante muy ajustado, lubricado por fuera. Mi mano enguantada parecía más fina y recogida, casi femenina.

—Ahora, poquito a poco, junta bien estos cuatro dedos.

Ella acezaba, hablaba en un tono muy ronco, como esos poseídos que pierden su voz natural y hablan con la voz de algún demonio.

—Poquito a poco, verás que es muy fácil.

Se puso de pie, se inclinó sobre una mesa, y me ofreció sus nalgas. El pánico empezaba a ahogarme, me juré que nunca intentaría algo semejante. Me coloqué detrás de ella, enfilé mi sexo a través de sus nalgas. Pero nada más sentirme se volvió como una fiera.

—¡Quiero tu brazo!

Fue entonces cuando me abofeteó y yo retrocedí. Le susurré que no podía, que me dejara hacerlo a mi manera, con mi lustrosa verga, que se partía de ganas.

—Estos cuatro deditos primero —repitió lentamente, como si diera instrucciones para desactivar una bomba—. Luego el pulgar, así…, ¿quieres mirarme?

Recogió sus dedos e introdujo la mano en el aire, por un canal invisible.

—Manuela…

Mi voz salió llorosa. Tenía ganas de arrodillarme, suplicarle que no me sometiera a esa maldita prueba.

—¿O prefieres que te lo haga a ti?

Podía salir de la habitación, claro que podía. Ponerme el pantalón apresuradamente y escapar con la camisa y los zapatos en la mano. Pero eso no estaba en mis planes. Yo era un hombre completo, siempre lo fui, nunca huí de una mujer y mucho menos de esta. No me lo hubiera perdonado entonces, ni me lo hubiera perdonado hoy, convertido en un jubilado caviloso, escribiendo esta historia que pudo terminar ahí, en ese ridículo momento, con mi mano enguantada vacilando frente al sublime y muy redondo culo de Manuela.

—No te vas a arrepentir —sollozó, o habló como si sollozara—. Es una sensación…, como si dominaras mis tripas.

Como si poseyera su temperamento, pensé, pero poseerlo en serio. No como con las otras, sino en lo profundo, en lo más íntimo, en el origen de la sangre y la perplejidad.

Cerré los ojos. Tenía que decidirme en un segundo. Yo también tenía temperamento. Y lo tenía muy dentro, intacto todavía. Manuela rugió:

—¡Rómpeme de una vez!