Virginia

Virginia

En realidad, el hermano de Virginia Tuten no era su hermano, sino su primo. El padre afinador de pianos adoptó legalmente al niño cuando Virginia tenía unos meses de nacida. Crecieron por lo tanto juntos en la casa familiar de Antigua. Y juntos durmieron a menudo, hasta que Virginia cumplió catorce años y su padre la mandó a estudiar a Nueva York.

Me lo contaba ella misma sollozando, luego de un cuerpo a cuerpo más bien soso. Nos quedamos acostados, un poco desubicados el uno al lado del otro, y yo la escuché en silencio, desenredando a duras penas su murmullo ronco. Virginia hablaba de la calle donde había crecido; de los juegos a los que solía jugar después de practicar el violín, cinco o seis horas al día; de la mujer que la crio y sustituyó a su madre, una pintora a la que le faltaba un brazo. Fue esa mujer la que los sorprendió, a Virginia y a su hermano adoptivo, ensartados como si fuera un juego mientras miraban la televisión. Entonces la sacaron de Antigua.

Todo eso lo escuché mientras le acariciaba el vientre; se lo froté despacio como si quisiera aliviarle un dolor. Pasada la primera impresión de hallada semidesvanecida en la bañera, me di cuenta, porque conozco a demasiadas violinistas, de que Virginia trataba de llamar la atención, pero sobre todo me di cuenta de que era la clásica virtuosa mal servida. Su espectáculo había tenido el propósito de asustarme, y ya que todo susto activa una pequeña dosis de lascivia, aprovecharse y seducirme a fondo.

Después de sacada del agua, mientras la envolvía en toallas, ella me miraba con el rabillo del ojo, escrutaba lúcidamente mis reacciones. Era muy mala actriz, Virginia Tuten. Todo su talento, toda su inteligencia estaban en la forma en que tocaba; en la doliente audacia que solía asumir, por ejemplo, el Moderato nobile del Concierto de Korngold (aunque entonces yo no lo sabía, se lo escuché mucho más tarde). Ni siquiera era una buena amante. Dije ya que el cuerpo a cuerpo había sido muy soso. Pero en esa sosera, en la manera en que nos apresuramos y luego nos sumimos en una especie de letargo, estaba el germen de un mal mayor. Me enamoré como un imbécil de Virginia Tuten, y me enamoré por una razón que todavía a mis años, con la sabiduría que me ha dado el tiempo, no me puedo explicar. No fue la más bella, ni la más ocurrente, ni la más genial de todas mis virtuosas. No me enseñó nada especial acerca del violín, esas pequeñas iluminaciones que provenían de las demás solistas cuando, por complacerme, tocaban desnudas, frente a mí, un trocito de cualquier concierto. Virginia se refugiaba demasiado en su nube, se arrinconaba como un perro enfermo. Le faltaba entusiasmo —no tanto para el violín como para la vida— y el hecho de saberla tan insondable pudo haber influido en mis sentimientos. Por lo mismo que no podía alcanzada, se convirtió, a mis ojos, en un ser desamparado; un animal cerrero pero a la vez tristísimo.

Físicamente me gustaba mucho. Digo mucho y sin embargo pienso en los defectos: las caderas demasiado anchas, esa textura mórbida del vientre; gruesa de muslo y de trasero, como buena mulata; los pies tan grandes como los de un hombre, y el pelo estirado a base de mejunjes: pasa domesticada y lisa, pero igualmente dura. En algún momento de nuestro reposo, tan desabrido como la batalla, le pregunté si ella también tenía la «marca de Saint Saëns». Salió de su sopor para mirarme y respondió que no tenía la menor idea de lo que era eso.

—Es una marca que tienen algunos violinistas —dije bajito, señalando el lugar en mi propio cuello.

—Tonterías —exclamó—, no conozco a nadie que la tenga.

Me incorporé en la cama para contarle del violinista chino y la gruesa línea de color marrón que tenía del lado izquierdo, sobre la clavícula. Le puse el ejemplo de las clarinetistas. Puede ser delicioso besar a una de ellas: suelen tener un callito en el labio inferior, por la parte de dentro, y ese callito incordia en los labios ajenos. Incordia o provoca, dependiendo del que lo detecte: a mí me excitaba una barbaridad. No sé si era el mejor ejemplo, pero al menos surtió el efecto que me interesaba. Virginia se dio vuelta con un movimiento que me pareció esforzado; acostada boca arriba, se veía tan ancha como un león marino.

—Pues yo no tengo ninguna marca —dijo ofreciéndose—: Compruébalo si quieres.

Tuve que admitirlo mientras le besaba el cuello: inmaculado por un lado y por el otro. Fue suficiente para que se me antojara masacrarlo, chuparlo con ferocidad y luego dejado, no con la «marca de Saint Saëns», sino con mi propia huella recalcitrante y húmeda.

—Deberías venir conmigo a Nueva York —me dijo al oído; se notaba que desde hacía rato lo venía pensando.

Yo ignoré el comentario. No le podía decir lo que ella probablemente ya sospechaba: estaba casado con una mujer muy entusiasta, que no me exigía ni grandes ni pequeños sacrificios; tenía una niña con buen oído para la música, no tan virtuosa como ella, por supuesto, pero disciplinada. Disfrutaba, además, de mi trabajo en el conservatorio, y sobre todo, de escribir las entrevistas y las reseñas para el periódico.

—Wendolyn se pondrá de acuerdo con mi hermano —agregó, refiriéndose a la leona deseosa—, entre los dos me sacarán de aquí. Sé lo que va a pasar: prefieren verme muerta.

Tenía tendencia al melodrama. Pero incluso ese rasgo nauseabundo, que tanto me ha irritado siempre en hombres y en mujeres, lo supe disculpar en ella.

—Ya no los reconozco —insistió—, no sé quién es mi hermano ni quién es mi secretaria. Mi vida se ha vuelto una calamidad.

Egocéntrica, además, como casi todas las cuerdas (las chelistas suelen ser incluso peores), el mundo giraba alrededor de su pequeño mundo. Guardé silencio y ella se acurrucó a mi lado. La primera impresión que había tenido en el teatro se reafirmaba en esa intimidad: Virginia era una nodriza pecadora, tenía las tetas más descomunales que le vi jamás a una mujer. Tetas de negra generosa que amamanta a sus criaturas, sí, pero además a la criatura blanca, que es la advenediza y sin embargo la que más succiona. Me hice criatura, me hice un guiñapo frente a su pecho, que se convirtió de pronto en una especie de matriz cerrada a cualquier valoración, prohibida para cualquier enigma que no fuera el del deseo. Apreté los ojos para quedarme ciego y emprendí un viaje a la inversa, desnudo por primera vez: le entré con ganas y me colé en su vientre. Luego le pedí a Dios que nunca, nadie, me volviera a traer al mundo.

En esa segunda vuelta sobre su cuerpo, fui más consciente de que en la lentitud y el silencio, en la supuesta indiferencia con que Virginia me acogía, hallaba yo, de pronto, un aliciente que no había hallado en las otras. No era una buena amante, cierto. Virginia era otra cosa y poseerla tenía otra categoría. Como poseer algo que no es humano, una piedra tal vez, o un animal. A ese nivel, enzorrado en su carne, disfrutando esa calma, puedo jurar que enloquecí. Con ninguna otra mujer llegué jamás a lo que había llegado con Virginia. Sobre ningún otro sexo consumí tantas horas de lengua abnegada. Y a propósito de ninguna relación medité con tanto ahínco, con tantísimo miedo. Me desvivía por ella, me derretía oyéndola tocar, y por primera vez, en muchos años, sentí que mi matrimonio naufragaba.

—Idiota gorda violinista —llegué a murmurar meses más tarde, en el hotel de Nueva York donde nos fuimos a encontrar. Virginia estaba desnuda y tocaba dándome la espalda. Mi capricho había sido que interpretara esa pieza, Hora staccato, melodía agorera y provocadora, salida del cerebro de un rumano mustio. El capricho de Virginia era tocar desnuda, al pie de una ventana, pero dándome la espalda. Cuando terminó y se volvió para mirarme, vislumbró el espectáculo que le confirmaba mi ruina: yo era un mascarón golpeado, que ya no soportaba la visión de sus carnes sin entregar mi voluntad, o sin sufrir las más rotundas, violáceas, desheredadas erecciones. Lloraba como un niño, de deseo y de amor.

—Ven para acá —recuerdo que le dije, dándole una orden risible a la dueña absoluta de todas las órdenes.

—Ven tú —gritó Virginia, sosteniendo todavía el violín con una mano y el arco con la otra.

Volvió a virarse de frente a la ventana. Caminé hacia ella y me detuve cerca, lo imprescindible para sentir su olor, parecido al de la nuez moscada, pero mezclado con el de sus pechos, que era un aroma original. En el aire flotaba todavía el compás diabólico de la melodía rumana, y comprendí que no podía dar ni un paso. En ese instante no podía tocarla, ni caer de rodillas y morder sus nalgas; ni abrirle las piernas y bucear desde abajo, como un ternero nutriéndome del sexo, algo que tantas veces había hecho. Si la abrazaba, podía estallar por dentro y desplomarme. En un segundo me podía morir.

Ella me echó una ojeada y sonrió. Entonces volvió a colocarse el instrumento al hombro y comenzó a tocar. Era el Valse triste, del loco Nerval, esa música ensopada y fúnebre.

¿Cómo se podía ser tan implacablemente hija de puta?