Manuela
Manuela
—Ahora mandas —aulló Manuela, entrecortadamente.
Pensé que nunca lo lograría, y que si acaso lo lograba, mi repulsión y mi arrepentimiento iban a ser tan grandes que algo se licuaría dentro de mi cabeza Tuve temor de desplomarme; de quedar paralizado allí, con medio antebrazo sepultado en su vientre. ¿A qué punto de denigración, a qué niveles de atrocidad y locura estaba descendiendo?
Y sin embargo, cuando la oí gemir, cuando experimenté esa blanda sensación de haber metido la mano dentro de una fruta, algo se despertó en mi interior. No era deseo solamente, era más que eso: una mezcla de deseo y de vértigo. Como un pequeño orgasmo que se prolongaba. Débil, sí, pero incesante.
Con mucho miedo, cerré mis dedos. Manuela me había advertido que tenía que ser cuidadoso. Si la arañaba, o si la desgarraba por cualquier motivo, ella no podría sentirlo (una vez dentro, ya no se siente nada), y entonces sí cabía la posibilidad de que se fuera en sangre. Cuando por fin las puntas de mis dedos tocaron la palma de mi mano, oprimí duro, duro y dichoso. El puño cerrado era mi gran conquista. Manuela gritaba sin parar, pero yo apenas la oía. Con la otra mano me acariciaba el sexo, testigo perenne y delatado, y en una de esas me sentí venir, si es que puedo decido de esa forma. En realidad, sentí que me marchaba. Al mantenido vértigo que me había estado sofocando desde que la penetré, se unía ahora esa conmoción total, un fenómeno de marejada, algo que nunca había sentido en mi vida, y que luego ya no he vuelto a sentir.
Después de haber eyaculado, con gran cautela retiré la mano enguantada. De inmediato sufrí lo que supongo fue una especie de síncope: lo vi todo oscuro y me desplomé, me oriné al mismo tiempo y me revolqué en mi propio orín. Manuela, que estaba tan entera, se inclinó sobre mí y me sopló la cara, y luego se levantó para buscar una bebida, un refresco, supongo. El sabor dulce me revolvió el estómago, me di cuenta de que iba a vomitar y le pedí que me ayudara a llegar al baño. Hubiera sido el colmo de la degradación vomitarme encima, desnudo, al pie de la cama. En el baño, Manuela aprovechó para empujarme hacia la ducha. Nos metimos los dos, yo me sostenía en ella, la abrazaba porque temía caer. Sin embargo, la notaba pálida, y me confesó que estaba adolorida.
Dos o tres horas más tarde, me despedí de Manuela y fui a mi casa. Estoy seguro de que estaba demacrado, rígido, totalmente débil. Era como un chiquillo que ha pasado por una enfermedad muy grave: aún no comprende la magnitud de ese peligro, no sabe que se asomó a la muerte, pero intuye que, por un pelo, ha escapado de algo terrible y definitivo. Mi mujer me dirigió una mirada de espanto cuando me vio llegar: probablemente nunca me había visto tan devastado en toda su vida. Vino a la habitación detrás de mí, se quedó mirándome mientras me desvestía.
—¿Qué tienes?
Tenía ganas de llorar, en primer lugar. Algo, una idea tal vez, barrenaba mi cerebro y circulaba por mis venas, y se estaba filtrando en gotitas venenosas a través de todos mis órganos. Estaba invadido, infectado en mis células.
—Creo que me estoy muriendo.
Mi mujer estaba acostumbrada a casi todo: pelos rubios en la bragueta, manchas de maquillaje en los calzoncillos, historias chapuceras, de todo punto intragables. Pero nunca, en todos aquellos años, me había oído hablar de muerte. La vi ponerse en guardia; algo de mi terror le transmití, puesto que vino hacia mí y me tomó la cara entre sus manos.
—Estás helado.
No sé si fue en ese momento cuando se me empezaron a salir las lágrimas. De pronto me vi sentado en la orillita de la cama, desnudo, sollozando como si alguien acabara de informarme de la muerte de un ser querido. Mi mujer me frotaba la espalda, y cuando pensó que estaba serenándome, fue a la cocina para preparar una infusión. Me trajo una tila, algo caliente que en parte liberó mi espíritu. Porque era mi espíritu el que había quedado atrapado, inmóvil dentro de un puño invisible. Si en algún momento, durante aquel episodio brutal, me creí en posesión del poder —las vísceras, el temperamento—, ahora me daba cuenta de que todo había sido un espejismo. El vientre que llevaba la huella del intruso brazo era mi vientre. Y mi cerebro, mi sensibilidad, mi sentido común (si aún me quedaba alguno) llevaban la marca de unos morbosos dedos.
Dormí mal, lleno de sobresaltos. Tuve pesadillas, una de ellas acerca de la muerte de Manuela Suggia. Estábamos en un teatro y alguien le pidió que tocara Hora staccato, esa melodía macabra que simula ser alegre, pero que vende el alma, u obliga a venderla, a todos cuantos la escuchamos. Yola escuchaba con ansiedad, me ahogaba dentro de mi sueño. Hasta que de pronto ella dijo que tocaría «Petronius», dijo ese nombre y me miró. Mi angustia terminó de golpe, y de su violín comenzó a salir una melodía que por momentos era tensa y compleja, pero luego se tornaba transparente, grácil, tan rica en armónicos que daba la impresión de que el aire era espeso, y en el aire flotábamos. Me sentí resguardado en ese vientre intacto; la música del violín se iba volviendo cálida, tenía textura, una sonoridad perfecta, en la que entraban y salían ideas como pajaritos. Fui tan feliz como se debe ser cuando se atraviesa la frontera de la muerte. Pensé que estaba muerto. Y en eso sentí un golpe: Manuela había desaparecido. Sobre el violín, que quedó tirado en el suelo, había un lazo negro. Al descubrirlo, grité: fue un grito de horror que atravesó mi sueño, la noche, la muerte simulada y el presentimiento de la muerte verdadera. Mi mujer me sacudió y me desperté bañado en sudor, más triste y más frágil, los pies helados y la necesidad de volver a escuchar aquella melodía. Lo malo es que la partitura de «Petronius» no existe, o está perdida, oculta en algún sitio, quién sabe dónde. Mi mujer preguntó si deseaba beber un vaso de agua. Le respondí que yo mismo iría a buscado, pero en lugar de ir a la cocina me dirigí a mi estudio, trastabillando y con escalofríos. Saqué diez o doce libretas, busqué torpemente entre sus páginas, rompí una de ellas sin querer, y al fin encontré las notas de mi viaje a Boston. En aquella conferencia, un musicólogo alemán se había referido a un deslumbrante solo de violín, que permanecía extraviado y se titulaba «Petronius», compuesto por Giovanni Battista Pergolesi, aunque se habían hallado, mucho más tarde, confusas referencias en los papeles de un allegado de Paganini. Sólo se sabía que era una obra difícil y que tenía un epígrafe en latín; el musicólogo lo recitó y yo lo copié. Leí en voz alta las palabras:
—«Illa manu moriens telum trahit».
Cerré la libreta y fui a buscar ese vaso de agua. Cuando regresé a la cama, mi mujer aún estaba despierta.
—Esto es grave, Agustín.
Me lo dijo en un tono tal que yo entendí lo que tenía que entender: «Esto ha llegado muy lejos», o «Si sigues con esa mujer, vas a volverte loco». Le respondí en la misma clave:
—Ya sé. Pero se me está pasando.
A la mañana siguiente, al igual que reinciden los criminales o los borrachos viciosos, yo reincidí. Me olvidé de mi horror de la víspera y fui a ver a Manuela. Tenía una excelente excusa: quería saber si estaba viva. Después de aquel sueño que había tenido, ese monstruoso y miserable sueño, necesitaba comprobar que respiraba, que su piel estaba tibia y que su voz sería capaz de musitarme cualquier cantidad de salvajadas. Cuando llamé a su habitación, desde el vestíbulo, nadie me contestó. Entonces decidí subir, pero ni siquiera tuve paciencia para esperar el ascensor y me lancé escaleras arriba. Una vez frente a su habitación, toqué dos veces. Oí su voz, dijo algo incomprensible. Y al final abrió: abrió desnuda y estaba hecha polvo. Era evidente que se acababa de despertar, y me miró con desinterés, como si todavía estuviera ocupada en algo que había quedado inconcluso dentro de su sueño. Le pregunté cómo se sentía y frunció su boca de patito feroz. Dio media vuelta y no pude evitar desearla otra vez, con un dolor que era como un cansancio. Me precipité hacia ella y la besé en el pelo, esa paja amarilla que olía a seres extraños, a mi sexo y al suyo, y a un puñado de olores que sin duda habían salido de su dolido vientre. Le agarré los pechos y la mordí en los hombros; ella continuaba dándome la espalda y yo no le veía la cara. No tenía modo de saber si cerraba los ojos o si miraba al vacío. Le juré que la necesitaba y susurró que estaba muerta y sólo le apetecía dormir.
—Jódete —le dije, le di vuelta y la besé en la boca; era como una droga.
Manuela me correspondió al principio. Pero de pronto se apartó:
—Hay una condición: me tienes que amarrar.
Yo la agarré por las muñecas.
—Ni condición ni cojones. Ahora sí mando.
Hubo un amago de lucha, pero debía de ser cierto que ella estaba agotada. Gritó palabras obscenas, las gritó en un portugués que a mí me pareció latín. Al mismo tiempo, tiraba dentelladas, pateaba con sus piernas de ciclista, arqueaba la cintura y se negaba a que la penetrara. Yo escupí sobre ella, la insulté con frases bochornosas, y cuando por fin me impuse, cuando me sintió dentro, se desmadejó. La seguí insultando por unos minutos, pero luego también fui calmándome, besándola con ternura, diciéndole que la quería. Le solté los brazos y ella continuó aplacada y blanda. Eso fue peor, porque entonces me di cuenta de que Manuela era un vicio verdadero, y que sus vacaciones se terminarían muy pronto y yo ya no sabría vivir con ese afán de asesinarla y de comerla viva.
Al terminar, éramos dos cadáveres. Yo ni siquiera tenía ánimos para retirarme de su cuerpo. Le lamía las axilas como un perro, balbuceaba tercamente unas palabras que ella había dicho primero: «Fuera, fuera». Al cabo de un rato, reuní un poco de fuerzas para levantarme y pedir algo de comer. Tenía que ir al conservatorio, pero s6lo pensaba en la hora del regreso. Manuela, mientras tanto, se dio un largo baño y se vistió. Después de haber comido, se le notaba incluso un mejor semblante. Dijo que haría unas compras y que nos veríamos al día siguiente. Descartaba, con esa frase, cualquier posibilidad de encuentro al final del día. Yo me alegré y no me alegré. Por un lado, deseaba llegar temprano a mi casa, cenar con mi mujer, recobrar un poco la normalidad, algo que ahora me parecía tan lejano. Por el otro, me molestó la certeza de que Manuela iba a encontrarse con alguien, o simplemente planeaba salir de cacería.
Traté de mantenerme ecuánime. Me moría por rogarle que nos viéramos esa noche, pero sabía que era inútil. Se lo veía en la cara, en ese rostro que de buenas a primeras se había vuelto más duro y más distante que nunca. Todo era tan violento que decidí dejar la habitación antes que ella. Ni siquiera le pregunté a qué hora nos veríamos al día siguiente. Tuve miedo de su respuesta y salí a la calle sintiéndome un disminuido, una criatura despreciable y sola.
No la volví a ver hasta dos días más tarde. Ella no me buscó, aun cuando sabía dónde hacerlo. Y yo decidí, en contra de mis deseos —más que de mis deseos, en contra de esa obsesión que me roía el hígado—, que lo mejor era dejar pasar un par de días. Era el mes, de junio, hacía calor y me presenté a mediodía. Cuando me abrió la puerta, estaba a punto de irse a la playa.
—Tengo que aprovechar lo que me queda —dijo—. Ya sabes que me voy mañana.
Le dije que no lo sabía y ella se echó a reír.
—Da igual —agregó—. De todas formas, no pensaba acostarme más contigo.
La besé en el pelo, en la nariz larguirucha y fría. Ella se dejó, era su nueva táctica. Le acaricié las nalgas y empecé a lamerle el pecho. Le vi una marca en el cuello y me retiré para mirarla mejor.
—Fue antenoche —susurró—. Un tipo de verdad, con un señor badajo entre las piernas. Distinto a esa piltrafa tuya…
Señaló hacia mi sexo, que justo en ese instante había empezado a espabilarseLa empujé, la desnudé —sólo llevaba el bañador—, la sometí, pero no fue lo mismo. Ella lo sabía y se burlaba. No mostró un ápice de placer o compasión. Fría como una almeja, se abrió y dejó que me escurriera dentro. No recuerdo otro encuentro más soso y desgraciado, ni siquiera con mi propia mujer. Todavía, tras vaciarme como un perro —como un perro herido—, quise animada y le hablé al oído. Ella volvió la cara, me empujó y saltó de la cama para ponerse de nuevo el bañador.
Me entraron ganas de vomitar y sentí que la despreciaba. Pero en el fondo era un desprecio lleno de lujuria. Me vestí vencido y le tendí la mano. Ella, por toda respuesta, me dio una bofetada. No era una bofetada de provocación, sino de real desdén, de tirria, de incomodidad. Lo que salió de ese hotel, bajo ese sol siniestro, no fue un hombre, sino un guiñapo. Me quedé en blanco —lo he dicho antes—, pensé que estaba incapacitado para sentir de nuevo y guardé meses de fidelidad absoluta, quiero decir, de frustración.
Esa etapa, por fin, la superé en los brazos de Alejandrina Sanromá, ángel de la celesta. De ahí en adelante todo marchó mejor, en la calle y en mi casa. Después de meses de desánimo, recuperé mi ritmo en la enseñanza, y recuperé, sobre todo, mi tono cáustico al escribir. Mi mujer, que en algún momento pensó que yo estaba queriendo abandonada, respiró más tranquila. Mi fidelidad forzosa, a la que obviamente no estaba acostumbrada, le había hecho daño. La noté un poco avejentada, retraída, impresionada por mi cambio. Entonces decidí enmendarlo, y cuando las aguas volvieron a su nivel; la invité a un viaje de placer. Fuimos a las islas Vírgenes, dejamos a la niña con sus abuelos y ella sintió que nuestra relación cogía un nuevo aire.
Una mañana, al tercer o cuarto día de nuestras vacaciones, abrí un periódico y vi la noticia. La violinista Manuela Suggia se había suicidado en El Paso, Texas, horas después de haber tocado el Concierto de Berwald. Cerré el periódico, fui a mi habitación y lo guardé en la maleta. Pretendí no haber leído nada, no saber nada. De regreso a casa, varios días más tarde, abrí el periódico y bebí el resto de la historia como si fuera una copa de veneno: después del concierto, sin cambiarse de ropa, Manuela fue a su hotel y se tragó unas cuantas pastillas. Antes de que le hicieran ningún efecto, se acostó y colocó sobre su rostro un pañuelo embebido en formal. Así, con la cara cubierta, la hallaron al día siguiente.
Me quedé absorto, con el periódico abierto sobre la falda. Mi mujer me sorprendió en el trance, no pude evitar que se fijara en la noticia.
—¿Era realmente buena? —me preguntó, mirándome a los ojos.
—La mejor —le dije, y me mordí los labios.