—No era una mujer —dijo Sebastián, sin alzar la vista.

—Claro que lo era —respondí—. Pero más vale que lo dejemos ahí…, a los muertos no hay que tocarlos mucho.

Supuse que se sentía un poco incómodo. Quizás el tono de mi escrito, la enferma confesión de aquellas páginas, lo habían puesto en una posición difícil.

Mientras estuve en la cafetería, espanté dos o tres recuerdos adicionales, todos relacionados con Manuela, y pequeñas historias que todavía no me había atrevido a relatar. Luego subí a la redacción con una sensación de libertad. Me sentía más joven, menos amargo. Se me ocurrió que al fin y al cabo sí debía viajar con mi mujer, poner mar de por medio y esperar que mi interior se reorganizara poco a poco.

—Tienes una vida —agregó Sebastián. Lo dijo en un tono tormentoso, como si me dijera: «Tienes un cáncer».

—Ninguna de esas historias, por separado, vale nada —argumenté dulcemente, como si consolara a un niño—. Tiene que haber un hilo, Sebastián, algo que va de una piel a la otra, sin que nadie se dé cuenta, claro. Sólo uno mismo, al final, debe ver la puntada.

—Y tú acabas de verla…

Intentó ser irónico, pero yo realmente me estaba despidiendo.

—La estoy viendo hace rato. Desde que empecé a escribir. Y ahora tú también la has visto. No vale la pena que disimulemos: uno se muere dos veces. O mejor dicho, hay que organizar una primera muerte, a nuestro modo, con nuestra memoria y nuestros cachivaches, apartando un solo instante que es la clave de todo. Y cuando tenemos eso, la otra muerte ya no nos puede.

Soltó una risita infeliz, me devolvió los diez folios que le había dejado y me miró como si se estuviera hundiendo.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Cogerme unas vacaciones. ¿No piensas cogerlas tú?

—A fin de año —dijo; hablaba con cierta dificultad, como si se estuviera emocionando y no quisiera demostrarlo—. Quiero ir a Brasil. Siempre he querido eso.

Sobrevino un silencio largo, era una despedida en forma. Me acordé de una pieza de Fauré, la Elegía para violonchelo y piano. Si hubiera tenido que ponerle música a mi vida —a esa precisa parte de mi vida—, seguro que se habría escuchado el violonchelo, que entra apenas unos segundos detrás del piano, y que se desmelena en una melodía imposible, tan ardorosa como visionaria.

—¿Y lo del violista? —recordó Sebastián, un poco más recuperado—. ¿Crees que es justo que te largues así, sin acabar de contarlo?

—Por supuesto que es justo —le dije—. Pero ya que te interesa tanto, cuando vuelva te lo cuento todo. Se me han quedado algunas historias en el tintero.

Sebastián se puso de pie y me echó una mirada de cariño. Yo se la devolví. Habíamos trabajado juntos durante décadas, En el fondo nos conocíamos más de lo que sospechábamos, tal vez más de lo que conocíamos a nuestros respectivos hermanos, incluso a nuestras propias mujeres.

—Además, Sebastián, piensa una cosa: ¿qué orquesta estaría completa sin un buen director?

Sentí que no agarraba el significado de la frase, pero no agregué una sola palabra. Salimos juntos al pasillo, y juntos caminamos hacia los ascensores.

—¿¡Un director!? —exclamó tardíamente—o No me digas que tú…

—Austriaco, por supuesto —respondí guiñándole un ojo—, no hubiera aceptado otra cosa.

Me echó el brazo por encima del hombro. Éramos ya mayores y hacíamos una pareja cómica: Sebastián flaquísimo; yo, en cambio, un poco pasado de libras y algo cargado de espaldas. Zigzagueamos como dos borrachines.

—Me hubiera gustado que fuera japonés —dijo Sebastián.

—Nada de eso. Aunque debo confesarte que, en efecto, hubo una japonesa, ¿sabes lo que es un saron?

—¿Una marimbita?

—Más o menos. Fue flor de una noche esa niña. Si te pones a ver, una noche inconclusa, porque no llegué a todo, y cuando digo todo…

—Ese austriaco —me interrumpió Sebastián; su voz se fue perdiendo a medida que se cerraban las puertas del ascensor—, creo que debes empezar por ahí. ¿No fue aquel que vino a dirigir…?

Apuesto a que el pasillo se quedó en silencio. Era temprano, y sólo los aparecidos danzaban junto a las paredes: planeaban travesuras, trastocaban las sombras, pegaban el oído a las rendijas por ver si capturaban otro detalle más. El final de una historia, de cualquier historia.

Para los muertos es siempre la misma.