El móvil
El teléfono se ha convertido en un aliado inevitable y constante para acabar el año. Ahora representa algo más que la emoción de una distancia. Cuando la tecnología aún era un animal pesado de baquelita que no había roto del todo con el mundo artesanal, y necesitaba de las clavijas y las telefonistas, la familia se reunía junto a la pared del pasillo para hablar con la abuela, la hermana o el hijo arrastrado por la vida a otra ciudad. Aquellos que no volvían a casa por Navidad necesitaban un teléfono para estar cerca.
Sonaba el timbre, con esa inquietud azul de telegrama acústico que cruzaba las habitaciones hasta romper el ensimismamiento de los muebles, y alguien corría al aparato para descolgar y decir sí. El sí telefónico tiene su misterio, su espera y su demanda. No es un sí afirmativo, la sílaba del que concede algo o impone una verdad. El sí telefónico sirve para recibir y aguardar respuesta. Es una pregunta con olor a espera. ¿Sí? Estoy aquí, alguien tiene que decirme algo, alguien necesita hablar, hablar conmigo, recibe mi sí, y quedo a la espera de su voz para contestar.
Hoy el teléfono móvil es un christmas tecnológico, una felicitación más inmediata que la tarjeta con bellos paisajes nevados o escenas religiosas. El sonido que avisa y el mensaje de la pantalla, aunque estén en el bolsillo de la chaqueta y delante de los ojos, no indican cercanía. Para estar cerca hace falta un poco de lentitud, un ir despacio la manera de las conferencias de larga distancia y de los abrazos. La rapidez del móvil vive en un mundo distinto al sí telefónico, porque no abre conversaciones, ni tiene pausas, ni le da protagonismo particular al otro. Es más bien la consecuencia de una prisa por hacerse notar, y no sólo por falta de tiempo, sino porque la prisa íntima tiene que ver con la existencia de un mundo desarraigado.
La debilitada experiencia de nuestra identidad procura dar noticias, decirle a los demás que está ahí, perdida entre la multitud, pero como un nudo activo, todavía sin desatar, en la red infinita por la que pasan el viento, la historia, las ciudades, los países, las especulaciones, los correos electrónicos, los mensajes en el móvil y los años con sus principios y sus finales. Casi siempre con un mensaje en serie, sin destinatario particular, nuestro corazón intenta dar señales de vida en una agenda que es una versión abreviada del mundo.
Representantes institucionales, políticos, compañeros de trabajo, amigos, familiares, números conocidos y desconocidos, se parecen mucho a nosotros, envían sus mensajes y hacen su inversión en la compañía telefónica para decir que están ahí, y no para preguntar por los demás, sino para poder definirse en un mundo donde nadie les pregunta. Cada mensaje es un fragmento, un gusto, una soledad. El Todo se forma con la llamarada individual, la felicitación escueta, la ocurrencia divertida, el chiste político, los buenos deseos sentimentales o la declaración social. Conformamos con letras un espejo donde poder constatar que nuestro rostro existe. Somos náufragos que hacen señales de humo.
Y no está mal, el corazón vive donde le dejan. Pero deberíamos volver al sí telefónico, a una voz propia y sólida capaz de esperar al otro. Los dogmas esconden el miedo y la inseguridad, son una urgencia de las ideas, una prisa que no sabe esperar los matices del otro. La voz en el teléfono es una invitación para hablar, el preludio de una cita. Tenemos que hablar, tenemos que quedar para hablar, tenemos que discutir sobre muchas cosas.
Mi SMS de esta Nochevieja se ha compuesto con cuatro versos de Miguel Hernández: «A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero».