Gafas

¿Dónde estarán las gafas? Cada vez que llaman a la puerta o suena el teléfono, las gafas aprovechan la ocasión para perderse. Confieso que con las gafas me pasa igual que con los bolígrafos, que nunca esperan en el lugar donde habíamos quedado. Estoy leyendo, el portero automático me interrumpe, abro la puerta, recojo el sobre del mensajero, vuelvo a la butaca y..., ya se han ido las gafas. No están en la mesa, ni en la balda de la estantería, ni en los cubrerradiadores del pasillo, ni en el mueble del recibidor. La vista cansada es cuestión de tiempo, pero no sólo de los años que pasan y humillan a nuestras pupilas, sino de las horas que uno tiene que dedicar a la búsqueda de las gafas.

Las verdades del barquero, a cierta edad, se vuelven borrosas si nos acercamos demasiado a ellas, pierden aristas, perfil, nitidez, osadía, y hace falta buscar con cuidado una mirada recompuesta, unos cristales que nos permitan redondear las letras con nuestros ojos. Pero eso cuesta tiempo, porque las gafas se van, o los cristales se empañan, y hay que ir a la cocina en busca de unas gotas de detergente, y el trayecto de regreso a la butaca es una expedición peligrosa en el que las gafas prisioneras encuentran mil ocasiones de fuga. Las gafas huyen igual que el dogma, la seguridad y la prepotencia. Prefieren darle tiempo al tiempo, nos obligan a buscar un punto de vista propio, que nunca llega a confundirse con la visión deslumbrada de las verdades absolutas. Las gafas son para los ojos que aprenden a tener paciencia con la edad, no para las cegueras de los cascarrabias.

Los que se aferran a unas señas de identidad demasiado tajantes olvidan que el mundo está vivo gracias a una permanente metamorfosis. Dentro de una caracola está el mar, y los mares se mueven con voluntad de nube, y el agua de las nubes sueña con ser tierra, y la tierra procura elevarse por los anillos de los árboles, y los árboles quieren ser viento y por eso extienden sus ramas, y las ramas procuran volar como un pájaro hasta la nube que va a devolverle el agua al mar y el mar a la caracola.

Sólo cuando empezamos a perder las gafas nos atrevemos del todo a mirar dentro de nosotros mismos, para ver la rebeldía que hay agazapada en el interior de las rutinas, o el espíritu conservador que se esconde en algunas disidencias, o el niño que corre por los pasillos de la madurez, o el padre que uno lleva en los ojos aunque pretenda no parecerse en nada a su propio padre, o las lágrimas de mujer que fluyen bajo el racionalismo mentiroso de los hombres, o el frío que acecha detrás de algunos sentimientos. Las gafas animan los secretos de la casa, porque conocen los laberintos de la metamorfosis.

Hago examen de conciencia del tiempo perdido. Es un inventario de mis pasos. Según intento aclarar, mis gafas se convirtieron esta mañana en una taza de café, después pasaron a ser un cepillo de dientes, alcanzaron más tarde el alma de los cojines del sofá, se fueron como gaviotas de vacaciones a la tranquilidad azul de las carpetas olvidadas en el despacho, sacaron las uñas como un gato que quiere jugar con la alfombra de la biblioteca y se transformaron después en bolígrafo para recuperar finalmente su condición de gafas. Debe resultar insoportable vivir las veinticuatro horas del día sometido a la misma condición, con la misma sotana o el mismo uniforme. Yo no puedo escribir ni leer sin gafas, así que he tenido que esperarlas y aguantar a que se cansaran de vagar por los espíritus de la casa. Pero ya las he perdonado. Siempre aprovecha uno el tiempo para pensar las cosas, y, además, ellas me regalan un punto de vista propio a la hora de mirar la realidad.