Ropa
Es bueno y justo que sea dueña de tu ropa quien es dueña de tu desnudo. Cuando salgo a la calle, me gusta pedirle a mi mujer que elija mi ropa. Así voy conjuntado, curioso, más o menos presentable, gracias a los cuidados ajenos, que son también los cuidados de la complicidad. La única máscara desagradable es la que uno mismo elige, ese disfraz que no depende de un acto de amor, sino de miedo.
Es verdad que yo no sé vestirme, pero también me consta que la falta de sabiduría suele parecer una añagaza de la comodidad. Por mi casa corre el rumor de que nunca he aprendido a programar el vídeo o a utilizar los milagros de la selva tecnológica para no molestarme en la gestión técnica de la vida cotidiana. Puede que tengan razón las habladurías domésticas y que mi falta de entendimiento con la electricidad se deba a la parte más precavida de mi indolencia. Pero la renuncia a decidir sobre las formalidades de mi ropa no es un síntoma de mis galbanas, sino del pacto firmado entre el desaliño absoluto de mi juventud y la necesidad de comportarme como un hombre maduro.
La madurez, como estado completo del carácter, nos define de la cabeza a los pies. Por eso le pido a mi mujer que elija mi sombrero o mi gorra, mi chaqueta o mi jersey, mis pantalones de vestir o mis vaqueros, mis zapatos o mis botas. Acercarse al arte de vivir se parece mucho a la formulación de un equilibrio flexible entre las ideas y la conducta, la casa y la calle, el desnudo y la ropa.
Claro que mi mujer no me lo pone fácil del todo. ¿Hoy de qué quieres ir, de poeta o de catedrático? Esa es su pregunta preferida cuando me ve salir de la ducha camino del espejo y del armario. Presupone la gente que los catedráticos son personas respetables, con un nudo de corbata por corazón y una cartera de piel en el cerebro. Los poetas, ya se sabe, son más bohemios, amigos de un desarreglo que limita al norte con la provocación y al sur con la limpieza. Pero vivir es conocer a muchos catedráticos locos de atar y a muchos poetas demasiado calculadores, burócratas de la irresponsabilidad, que entran en sus disparates como un funcionario municipal entra en su oficina.
Lo que a mí me ocurre es que me pongo poético cuando me visten de catedrático, dispuesto a descubrir un verso en la parsimonia de un conserje, y me entran ataques de respeto cívico cuando salgo vestido de poeta. Los equilibrios de la vida madura se consiguen también a la contra, porque uno crece resolviendo contratiempos, y no resulta un logro pequeño asumir las rarezas personales, gobernar la hechicería cotidiana como campo de pruebas de la intimidad, vestirse de catedrático para convocar a la inspiración, o de poeta para opinar sobre la enseñanza pública.
Después, como es lógico, conviene que las cosas vivan juntas, pero no revueltas y sin control. Inspirarse en el otro lado de la almohada o en la otra cara de la luna no significa confundir los puntos cardinales. Ni los versos deben convertirse en un sermón de catedrático, ni las lecciones en un desahogo sentimental. Por extranjero que uno se sienta en su propio cuerpo, no es aconsejable ponerse los calcetines en la cabeza y los sombreros en los pies. No se trata de eso, sino de negociar la vida con una inquietud prudente. Creo que fue Juan Ramón Jiménez quien dijo que de las dos hermanas, la otra tiene siempre algo. Podemos reconocerlo y confesarlo sin necesidad de romper con la nuestra.
Cuando vuelvo a casa y comienzo a desvestirme, aprendo mucho de mí mismo, tanto como al ponerme la ropa por la mañana. Según los días, el sombrero, la corbata, la chaqueta, los pantalones del traje y los zapatos negros acaban siempre en la habitación más lírica, desperdigados y amables como unas horas de tranquilidad. En la habitación de los manuales y los tratados filológicos descansan la gorra, el jersey, los vaqueros y las botas. El mundo es entretenido gracias a los funcionarios que nos enseñan a amar la poesía y a los poetas que nos convencen de la necesidad de los funcionarios. Y gracias, sobre todo, a la dueña verdadera de nuestro desnudo, que es la dueña de nuestra ropa, sea cual sea la habitación en la que se quede.