Butaca

Se puede avanzar mucho sentado en una butaca. No sólo se hace camino al andar, porque hay otras maneras de seguir adelante. Los partidarios de los hechos se muestran desconfiados de las palabras, de las cavilaciones, de las revueltas del pensamiento, hasta el punto de que a veces caminan a tontas y a locas, dando vueltas alrededor del bosque. Pero actuar sin ton ni son no significa vivir sin trampa ni cartón, sino dejarse arrastrar por el viento, que es el nombre que los poetas le dan a las modas y a las opiniones creadas por la publicidad.

La corriente es un golpe de viento que cruza a deshora las casas y las opiniones de una ciudadanía poco inclinada a los matices de su butaca. Antes de ponerse a andar, conviene saber adonde queremos ir y cuál es el mejor camino. Por eso, siempre que no se utilice como una justificación de la parálisis, sentarse en una butaca significa un modo de avanzar a través de las preguntas. Los signos de interrogación son las butacas de la caligrafía, unos toboganes capaces de otorgarles diversión y velocidad a los cuerpos sentados. Hay respuestas, sin embargo, que caen sobre nosotros como un mal paso y nos lastiman el tobillo. Mi butaca está repleta de huellas, aunque confieso que no se debe sólo al camino que hago sentado en ella, sino a las ocasiones en las que utilizo su vientre y sus brazos de escalera. Cuando necesito consultar un libro que duerme en las nubes de la estantería y no tengo una silla a mano, muevo la butaca por la habitación, avanzo y asciendo gracias a su ayuda. Se trata de una elevación espiritual que no me separa los pies del suelo. La butaca, geografía doméstica de buenas meriendas, copas nocturnas y otros asuntos que me callo, supera por experiencia los peligros de una excesiva divinidad.

No sé si se nota, pero siento mucho amor por mi butaca bronceada, de piel marrón oscura. Le debo músicas, libros, ciudades, mares, conversaciones y silencios que se llenan de palabras no dichas, de rencores salvados del patetismo y de injusticias no cometidas. Las butacas no aseguran el éxito, pero evitan algunas meteduras de pata y nos regalan el lado más productivo de la soledad, que es también el más inofensivo. En vez de una pluma, un reloj o un teléfono móvil, a los hijos adolescentes deberíamos regalarles una butaca. Nada resulta más apropiado que una butaca para salir a la calle. Los ciudadanos que cuentan con una butaca particular no tienen por qué aferrarse a los sillones públicos, a costa de protagonizar actos de humillación disciplinada o de rebeldías falsas y vanidosas. Los que se saben dueños de su butaca suelen sentir horror al ver a tanta gente hecha y derecha que asume con disciplina las barbaridades ordenadas por un jefe. También sienten una pudorosa incomodidad ante los rebeldes que disfrutan con las desgracias de sus antiguos amigos y se alían con la pandilla contraria. Se mueven para no cambiar de sitio. Protestan, nadan a la otra orilla para seguir formando parte, con otro disfraz, del mismo espectáculo. Se quedan aferrados a un sillón público que acaban tapizando con mezquindades, más que con una saludable voluntad de independencia.

Nunca he comprendido a los viajeros que salen por el mundo sin dejar bien preparada su butaca. Es como ir al médico sin cambiarse de ropa interior. Y me parecen muy peligrosos los políticos y las políticas que se sientan en un sillón oficial sin dejar en su casa una butaca a la que volver con dignidad. Conviene prestarle un poco de atención al lugar en el que uno se sienta a leer, esa frontera doméstica que es más necesaria para la dignidad humana que cualquier frontera nacional. Quien no cuenta con un lugar propio es incapaz de emocionarse de forma sincera al cantar en una plaza.