La copa

Al despertarse una mañana, tras un sueño intranquilo, Luis García Montero se encontró encima de la mesa del comedor convertido en copa de cristal. Cada uno espera y teme su metamorfosis. Comprobó una vez más que en la prosa de la vida todas las comparaciones son odiosas. Estaba rígido y húmedo como un reloj pasado por agua, firme como un soldado sin voluntad, como un vigilante sin ojos que lo viera todo por la pura fuerza de la costumbre, como un cielo empañado de nubes y de rastros de labios, como un barco fantasma que ha ido a encallar entre los platos sucios, los ceniceros y las servilletas. ¡Basta de comparaciones! La vida rima y las conversaciones convierten la existencia en un asunto redondo. ¿Qué me sucede? Ya has vuelto a beber más de la cuenta, pensó, y quiso salir del sueño, romper el envoltorio frío de la pesadilla.

Pero no estaba durmiendo. Era una copa de cristal, muda, paralizada, inflexible, con la condición impávida de los objetos. Todos los objetos están abrochados sobre sí mismos, tienen una camisa de fuerza en su corazón. Luis García Montero quiso moverse, alargar una pierna, desplazar una mano, respirar, encogerse de hombros, tumbarse, darse la vuelta, apoyarse sobre el costado izquierdo, conseguir una señal de vida, pellizcarse, gritar. Nada, estaba quieto sobre la mesa, era una simple abstracción, una transparencia inmóvil y desorbitada. Sin ojos, lo veía todo a su alrededor; sin oídos, escuchaba los motores de la calle, la carga y descarga del día, la respiración de su mujer al fondo de la casa igual que una lenta agitación en el sueño. La luz de la mañana rozaba su cuerpo cristalino, la confusa transparencia de su piel, pero sin dejar una huella de calor sobre la temperatura innecesaria del vacío. Con la sed de los que ya se lo han bebido todo, con la saciedad insatisfecha de los que participan en un festín interminable, con la agitación de la parálisis, estaba allí, hundido en la quietud de los objetos, incapaz de desear, acosado por las necesidades.

¿Qué copa soy?, se preguntó. Ah, soy la última copa, la única que me queda de la cristalería de mis abuelos. La traje de Granada. ¿Y qué hago así? Se esforzó por recordar los pasos de la noche anterior, la espesura que lo dejó en el umbral de la metamorfosis. Al despedir a sus invitados, buscó un libro, se sentó en la butaca del salón comedor y quiso relajarse, tomarse un whisky, leer un poco mientras llegaba el sueño. Lo había incomodado la conversación, el regreso a un pasado inútil. Necesitaba tranquilidad. Los pasados se pierden, pero no cuando caen en el saco sin fondo del tiempo, sino cuando dejan de pertenecernos o dejamos de pertenecerles. Eso pensó, y rechazó cualquier sentimiento de culpa. No puede uno sentir culpa por los delitos que no ha cometido. Claro que no. La única copa limpia era la de sus abuelos. Y nada más, ya está, a la mañana siguiente se había despertado como una copa entre las copas sucias. Era redondo, frágil, hueco, y un aliento de alcohol inútil rodeaba la conciencia imperturbable de su desorientación. Los otros objetos lo miraban con la cortesía distante que suelen provocar los recién llegados al interrumpir una conversación.

Las servilletas, los ceniceros, las sillas, el jersey del sofá, los cuadros, empezaron a hablar de otra cosa, cambiando educadamente de asunto, para ocultar un secreto, su secreto, con la naturalidad de las buenas palabras volanderas. Las cosas no podían hablar delante de él, porque él era el tema de conversación. Un humano convertido en objeto, en copa. Debería ganarse su confianza. Necesitaba preguntar mucho. El idioma de los objetos tiene un vocabulario de silencios, de miradas, de ausencias, de costumbres. Viven en la sintaxis del tiempo, en la gramática temblorosa de las modas. La vida pasa a su lado como un arroyo, y a veces caen en la corriente, flotan por un momento y desaparecen. Otras veces se quedan como una canción en la memoria, como un estribillo que vuelve a los labios el día menos pensado.

Las cosas pueden querer a sus dueños, o perderles el respeto, mantener con ellos una conversación de borrachos. Luis García Montero se esforzó en canturrear. Estaba a punto de entablar conversación con los objetos, pero se callaron de repente al oír los pasos de su mujer. Llegó torpe, dormida, incapaz de reconocerlo y con una bandeja en la mano. Recogió los platos, los ceniceros y las copas. Que no me rompa, que no se rompa la copa de mis abuelos, pensó mientras caminaban hacia la cocina. Ella puso el lavaplatos. En la cabeza de Luis daba vueltas la intuición de un vocabulario callado.