Cajas vacías

Mi hija Elisa, que va para nueve años, descubrió ayer que los Reyes Magos son los padres. Empezará a vivir ahora un tiempo de segundas evidencias, tan frágiles como las primeras.

Las primeras evidencias tienen que ver con la credulidad infantil, el mundo de las leyendas y los mitos, la posibilidad milagrosa de que nazca un dios en un pesebre, y de que tres reyes sean guiados hacia él por una estrella. Durante algunos años, la infancia escribe cartas, pone agua en los balcones para los camellos, deja los zapatos en un lugar privilegiado de la casa y espera nerviosa a que sus peticiones se cumplan. Casi siempre se cumplen sus peticiones, porque en el mundo de la credulidad infantil resulta una evidencia el poder mágico de Melchor, Gaspar y Baltasar, esos tres señores que recorren todas las ciudades al mismo tiempo en vistosas cabalgatas, y luego son capaces de encontrar en una noche todos los domicilios y todos los zapatos.

La estrella que guió a los Reyes hasta el pesebre bien puede, ¿por qué no?, guiarlos hasta los zapatos de Elisa. Lo que ocurre es que Elisa va para nueve años, y un compañero del colegio le contó hace unas semanas que los Reyes son los padres, y ella no quiso creerlo, pero se quedó con la mosca detrás de la oreja, abrió los ojos, menudeó las preguntas y reforzó la guardia. Ayer por la mañana, después de abrir todas las cajas y de medio romper el primer juguete, descubrió unas bolsas de El Corte Inglés en la basura, y llegó a la conclusión de que los Reyes son los padres. No se lo ha tomado bien, no es fácil cumplir años. Pasó la mañana entre lágrimas, con la tristeza íntima que provocan las desilusiones inevitables. Hay pérdidas que pueden ser aclaradas con una explicación, pero que no admiten consuelo. Sufre al pensar que los Reyes son los padres. Dichosa ella.

Mi hija Elisa tardará todavía unos años en descubrir que los padres no son reyes. Descubrirá también que el tiempo pasa del todo y para siempre, que los inviernos son crudos de verdad, tan inhóspitos como una caja vacía. Los padres envejecen, mueren, se llevan con ellos nuestros últimos juguetes, y sin embargo los Reyes siguen viniendo. Elisa no ha hecho el cálculo de que en realidad los Reyes no pueden ser los padres, porque su madre tuvo regalos ayer, muchos regalos, aunque el pasado mes de julio muriese el abuelo Manolo.

Las imaginaciones infantiles son desplazadas por unas verdades más o menos estables, y el hueco que dejan los milagros se llena con la confianza en unos padres capaces de decidir, dispuestos a organizar, a llevarnos de la mano al colegio y envolvernos la vida en papel de regalo. Se vive entonces una segunda evidencia, una reinvención de la estabilidad y la confianza. Así llegamos a crecer seguros de nosotros mismos, nos consideramos capaces de cumplir nuestros sueños, de contestar a las cartas que nosotros mismos echamos al buzón. Pero llega el día en el que descubrimos también las debilidades de nuestros padres, que son el testimonio de nuestra propia debilidad cuando nos miramos al espejo.

Mucha gente se detiene aquí, mientras se desploman sus segundas evidencias. Pero vivir merece la pena, y el verdadero regalo es aprender a compartir la fragilidad de la vida, cuidar a los otros, que los otros nos cuiden. El amor a la vida es la tercera evidencia, el único refugio de la dignidad humana. Ayer busqué las palabras para explicarle a Elisa por qué los Reyes son los padres. Espero que más adelante ella entienda que, aunque los padres se mueran, los Reyes Magos pueden seguir viniendo cada año.