Fray Leopoldo

Tengo un muñeco muy simpático de Fray Leopoldo. Creo que es la única imagen religiosa que vigila mi casa, y digo creo porque donde menos se piensa salta la liebre. Mi madre, muy devota de Fray Martín de Porres, mantiene la costumbre de esconder una estampa del santo peruano en cualquier rincón de mi biografía, de mi abrigo y de mi coche. Sin saberlo y sin voluntad de faltarle el respeto, he paseado a Fray Escoba por los laberintos carnales y espirituales del infierno. Seguro que en los escondrijos más inopinados de mi dormitorio o mi biblioteca, me vigila Fray Martín con su sonrisa de santo humilde.

Fray Leopoldo lo hace a barba descubierta, y con una complicidad muy amable. No era santo de mi devoción, porque en mi familia se contaba una historia siniestra. Paseaba mi abuela por las calles de la ciudad con una hija recién nacida en brazos, cuando se encontró con el fraile en cualquier esquina de sus andanzas caritativas. Saludó a mi abuela, miró a la niña y con voz triste se apiadó de ella, comentando que Dios la iba a llamar muy pronto a su seno. A los pocos días hubo que enterrar a la niña, así que resulta fácil entender el resquemor de mi infancia ante la barba blanca y la figura venerable de este emisario de Dios. Pero hace años que aprendí a hablar con él sin miedos. Todo empezó una noche de 1988, cuando sonó el timbre de la casa y mi hija Irene corrió por el pasillo para abrir la puerta. Volvió muy nerviosa afirmando que acababa de llegar Fray Leopoldo. Era el poeta Ángel González, que, la verdad, se parecía bastante al fraile.

Creo que en las ideas sobre la santidad de Irene pesa mucho la experiencia de aquella noche en la que Fray Leopoldo fumó como un carretero, bebió como un cosaco y recitó versos muy subidos de tono sacados de los viejos cancioneros. Ángel le regaló después a la niña una figurita de Fray Leopoldo, que pasó a formar parte de la familia. Soy yo el que más hablo con él, y suelo preguntarle si ha dejado de fumar, o si quiere otro whisky, o si le apetece recitar la canción de la monjita que con afán prolijo...

Ahora que se celebran los cincuenta años de su muerte y los ritos de su beatificación, disfruto con él de la vida, porque hemos aprendido a reírnos juntos. Los chistes que le hago a Fray Leopoldo, a veces muy caricaturescos, son más respetuosos con la vida y la dignidad humana que los trabajos de la Conferencia Episcopal española, otra vez a la carga contra la interrupción voluntaria del embarazo, o que las llamadas a la represión de algunos clérigos islamistas, empeñados en situar a su profeta por encima de la historia, es decir, de la crítica y de la risa.

No conozco una sola religión que pueda fundarse en la palabra respeto. Dios no admite discusiones. Conozco, eso sí, políticos respetuosos que procuran que Occidente no promueva genocidios en el mundo árabe para imponer su economía imperialista más descarnada. Y tengo amigos en países árabes que intentan conjugar las palabras ilusión, progreso, laicismo y democracia. Ése es el respeto que a mí me interesa, le digo a Fray Leopoldo. Él me contesta que no sabe de lo que le estoy hablando, y me sugiere que le ponga un whisky. Yo le pongo un whisky doble, y me lo tomo a su salud, muy despacio, en homenaje a Irene, que ya está hecha una mujer libre, y a mi libertad de expresión, más respetuosa que las supersticiones de los que pretenden confundir sus credos con la moral pública.